Un estudio de estos “acompañantes violadores” confesos descubrió que, en todos estos casos, la violación siguió a un juego sexual mutuamente consentido en el que el violador no se detuvo a pesar de las protestas de la mujer.
A diferencia de lo que sucede con la mayor parte de los hombres, los narcisistas parecen disfrutar y encontrar sexualmente excitantes las películas que reflejan este tipo de situaciones, a pesar del evidente sufrimiento que provocan. Al contemplar este tipo de escenas, los narcisistas se desconectan del sufrimiento de la mujer y se centran exclusivamente en la autogratificación del agresor. Resulta curioso que los narcisistas del estudio del que acabamos de hablar no disfrutaran de la secuencia que mostraba exclusivamente la violación, en ausencia de los juegos previos y del posterior forcejeo con la mujer
Su falta de empatía torna a los narcisistas indiferentes al sufrimiento que generan. Es por ese motivo que, mientras que la mujer experimenta el sexo forzado como un acto repugnante de violencia, él no sólo no comprende, sino que ni siquiera se compadece de su disgusto. Es evidente en este sentido que, cuando más empático sea un hombre, menos probable será que actúe —e incluso que imagine actuar— como un depredador sexual.
Quizás exista una fuerza hormonal adicional operando en este tipo de conducta. Las investigaciones realizadas en este sentido han puesto de manifiesto que los niveles muy elevados de testosterona tornan a los hombres más proclives a tratar a su pareja como un mero objeto sexual y también les convierte en cónyuges problemáticos.
Cierto estudio de los niveles de la testosterona de 4.462 hombres norteamericanos descubrió la existencia de una pauta alarmante entre los que presentaban registros muy elevados de la hormona masculina. Por un lado, eran más agresivos y más propensos a enzarzarse en peleas y en haber sido encarcelados. También eran maridos más problemáticos, más tendentes a pegar o lanzar cosas a su esposa, a mantener relaciones extraconyugales y más proclives también —comprensiblemente— a tener problemas de relación y a divorciarse. Y, cuanto más elevado el nivel de testosterona, peor el panorama.
Pero el estudio también revela, por otra parte, que muchos hombres que presentan una tasa elevada de testosterona están felizmente casados y la diferencia, en opinión de estos investigadores, radica en el hecho de que éstos han aprendido a controlar los impulsos más salvajes movilizados por la testosterona. No olvidemos que la clave para el control de los impulsos sexuales y agresivos radica en la región prefrontal, lo que nos lleva de nuevo a la necesidad de la vía superior y a su capacidad para refrenar el funcionamiento de la vía inferior operando como una especie de contrapeso de la libido.
Cuando, años atrás, trabajaba como periodista científico para The New York Times, hablé con un profiler del FBI especializado en el análisis psicológico de los asesinos en serie que me dijo que esos asesinos casi siempre acaban exteriorizando sus perversas fantasías sexuales y que hasta las súplicas de las víctimas se convierten en una fuente de excitación. Ciertamente, los investigadores de la conducta sexual han identificado la existencia de un pequeño (afortunadamente) subconjunto de varones que experimentan una mayor excitación sexual cuando contemplan escenas de violación que escenas de sexo consentido. Ese extraño apetito por el sufrimiento ubica a este atípico grupo muy lejos de la inmensa mayoría de los hombres hasta el punto de que los narcisistas que han incurrido en “violaciones por acompañante” no dudan en considerar aberrante esta conducta.
Esa falta absoluta de empatía parece explicar por qué los violadores en serie se muestran inflexibles ante las lágrimas y gritos de sus víctimas. Resulta muy significativo, en este sentido, que muchos de los violadores que acabaron siendo condenados afirmasen no sentir, durante la violación, nada por su víctima y no saber —ni tampoco importarles— lo que ésta sentía. Casi la mitad de ellos, por otra parte, estaban convencidos de que su víctima “disfrutaba” a pesar de que sus víctimas se sintieran mucho más seguras sintiendo que el violador estaba en la cárcel.
Una investigación realizada con hombres que estaban encarcelados por violación puso de relieve que se trataba de personas que, si bien podían entender a los demás, eran no obstante incapaces de registrar las expresiones negativas de las mujeres, pero no las positivas. Parece pues que, aunque esos violadores puedan experimentar la empatía en general, son incapaces o no están dispuestos a percibir las señales que les impedirían llevar a cabo un acto tan execrable. Bien podría suceder, por tanto, que los violadores fuesen selectivamente insensibles, interpretando inadecuadamente las señales que menos quieren ver, el rechazo o el desasosiego de una mujer.
Más preocupantes resultan los casos de hombres altamente perturbados que se sienten compulsivamente obligados a exteriorizar fantasías que giran en torno a escenarios del tipo “yo-ello”, una pauta típica de los violadores encarcelados, especialmente los condenados por violación en serie, abusos a menores y exhibicionismo, que suelen sentirse mucho más excitados por las fantasías sobre estos abusos que por escenas sexuales más ordinarias. Es evidente que las fantasías no implican, en modo alguno, la necesidad de llevarlas a la práctica, pero los violadores, que obligan a los demás a participar en sus actos imaginados, han atravesado la frontera neuronal que separa el pensamiento de la acción.
Cuando la vía inferior ha superado la barrera impuesta por la vía superior para impedir la exteriorización de un impulso agresivo, este tipo de fantasías se convierten en el combustible de todo tipo de actos malvados, cebando una libido desenfrenada (a la que algunos llaman deseo de poder) que impulsa todo tipo de crímenes sexuales. En tales casos, la aparición de estas fantasías se convierte en una señal de peligro, especialmente cuando el hombre carece de empatía por su víctima, cree que la víctima está “disfrutando”. siente hostilidad hacia ella y se siente emocionalmente aislado, una combinación realmente explosiva.
Comparemos ahora, para concluir, la fría disociación de la sexualidad “yo-ello” con la cordialidad conectada del encuentro “yo-tú”. El amor romántico depende de la resonancia y, sin ella, la conexión íntima con el otro no es más que lujuria. Es por ello que, cuando la empatía plena y bidireccional está presente, el otro se convierte también en un sujeto, en un “tú” y la carga erótica aumenta espectacularmente. Cuando la pareja no sólo se funde física, sino también emocionalmente, cada uno de ellos pierde la sensación de ser un individuo separado y tiene lugar lo que se ha denominado un “orgasmo del ego”, un encuentro no sólo de cuerpos, sino del mismo ser de los implicados.
Pero ni el más galáctico de los orgasmos garantiza que los amantes cuidarán auténticamente del otro a la mañana siguiente. El respeto opera a través de su propia lógica neuronal.
LA BIOLOGÍA DE LA COMPASIÓN
En una canción ya clásica de los Rolling Stones, Mick Jagger promete a su novia que “acudirá a rescatarla cuando se encuentre emocionalmente en apuros”. resumiendo así en pocas palabras una verdad que afecta a todas las parejas. Porque lo cierto es que la atracción no es lo único que mantiene unida a la pareja, sino también el tipo de atención emocional que se prodigan mutuamente.
El cuidado que la madre brinda a su bebé constituye el prototipo primordial de este tipo de atención. Según John Bowlby, cada vez que nos vemos obligados a responder a las necesidades de una persona —ya se trate de nuestra pareja, de nuestro hijo, de un amigo o de un desconocido en apuros— que solicite nuestra ayuda, se pone en marcha el mismo sistema innato del cuidado.
Hay dos formas diferentes de cuidar a nuestra pareja, proporcionarle un fundamento para que se sienta protegida y ofrecerle un refugio lo suficientemente seguro para que pueda enfrentarse al mundo. Desde una perspectiva ideal, los integrantes de la pareja deberían desempeñar ambos papeles proporcionando —o recibiendo— consuelo o cobijo cuando fuera necesario. Éste es, a fin de cuentas, el tipo de reciprocidad que caracteriza a las relaciones sanas.
Servimos de fundamento seguro cada vez que acudimos al rescate emocional de nuestra pareja, ya sea ayudándola a resolver un problema, tranquilizándola o permaneciendo simplemente presentes y atentos. Cuando una relación nos proporciona seguridad, nuestra energía queda disponible para enfrentarnos a los retos que puedan presentarse. «Todos nosotros —dijo Bowlby— somos más felices cuando la vida nos proporciona, desde la cuna hasta la tumba, un fundamento seguro desde el que emprender nuestras grandes o pequeñas aventuras.»
Esas “aventuras” pueden ser tan sencillas como pasar un día en la oficina o tan complicadas como un logro realmente importante. Basta con echar un vistazo a los discursos de aceptación de cualquier premio importante para advertir que todos ellos manifiestan la gratitud que sienten hacia las personas que les proporcionaron un fundamento seguro, lo que pone de relieve la extraordinaria importancia que tiene la seguridad y la confianza en nuestras capacidades.
La sensación de seguridad y el impulso a explorar se hallan profundamente unidos. Según afirma la teoría de Bowlby, cuanto mayor sea la protección y seguridad que nos brinda nuestra pareja, más lejos podrá llegar nuestra exploración e, inversamente, cuanto más complicado el objetivo, más necesario será ese fundamento para alentar nuestra energía, atención, confianza y coraje. Ése es, al menos, el resultado de un experimento realizado con ciento dieciséis parejas que habían permanecido unidas un mínimo de cuatro años ya que, como era de suponer, cuanto más sentía la persona que su pareja le proporcionaba un “fundamento seguro”, más dispuesto estaba a enfrentarse con confianza a las oportunidades que le deparaba la vida.
Pero las grabaciones de vídeo de las parejas charlando de sus respectivos objetivos vitales pusieron de relieve la importancia que tiene el modo en que se hablan. Así, por ejemplo, cuanto más abierta, cordial y positiva sea la escucha, más seguro se siente el otro y más posible es que, al finalizar la charla, eleve el listón de sus objetivos.
Cuanto más intrusiva y controladora, por el contrario, es la persona que escucha, más deprimido e inseguro se siente el otro, hasta el punto de acabar recortando sus aspiraciones y experimentando la consiguiente pérdida de autoestima. Es por ello que las personas intrusivas suelen ser percibidas como más desconsideradas y críticas y sus consejos, por tanto, más frecuentemente rechazados. Cualquier intento de control viola la regla básica necesaria para poder proporcionar un fundamento seguro. En este sentido, sólo hay que intervenir cuando se nos pregunte o cuando sea absolutamente necesario. Dejar el espacio suficiente para que el otro siga su propio camino otorga un voto silencioso de confianza y cualquier intento de control, por el contrario, lo socava. Inmiscuirnos en los asuntos ajenos no hace más que obstaculizar la exploración.
Existe una relación muy estrecha entre el estilo de apego y el apoyo. En este sentido, quienes presentan un estilo de apego más ansioso tienen grandes dificultades en permitir el espacio suficiente para que el otro pueda llevar a cabo sus propias incursiones, como también sucede con las madres ansiosas. Quizás este tipo de personas francamente dependientes pueda ofrecer un fundamento seguro, pero jamás podrá proporcionar un refugio seguro. Quienes poseen un estilo evasivo, por el contrario, no tienen problema alguno en dejar que el otro vaya a su aire, pero difícilmente podrán proporcionar un fundamento seguro amén de que tampoco saben rescatar emocionalmente a su pareja cuando ésta los necesita.
La pobre Liat
Parecía una escena sacada del programa de televisión “Factor de riesgo”. Liat, una estudiante universitaria, se vio obligada a atravesar una serie de pruebas, cada una más difícil que la precedente.
La primera de ellas consistió en contemplar varias imágenes de un hombre quemado y de otro cuyo rostro se había visto grotescamente deformado. Luego, cuando tuvo que coger y acariciar a una rata, se sintió tan mal que casi se desmaya. Después tuvo que sumergir un brazo en agua helada hasta el codo durante medio minuto, pero el dolor era tan intenso que sólo pudo mantenerlo unos veinte segundos.
Pero cuando, finalmente, se vio obligada a meter la mano en un acuario de cristal y acariciar una tarántula viva, se sintió tan desbordada que gritó: “¡Ya no puedo más!”
¿Ayudaría usted acaso a Liat a librarse de la prueba ofreciéndose a ocupar su lugar?
Ésta fue la pregunta que se les formuló a sus compañeros de clase que se habían alistado como voluntarios en un estudio sobre la influencia de la ansiedad en la compasión, esa noble extensión del instinto que nos moviliza a cuidar de los demás. Las distintas respuestas a esa situación evidenciaron que el tipo de apego no sólo afecta a la sexualidad, sino también a la empatía.
Mario Mikulincer, colega israelí de Phillip Shaver en la investigación sobre el estilo del apego, ha descubierto que la ansiedad generada por un estilo de apego inseguro puede llegar a reprimir y hasta anular el impulso altruista que brota de la auténtica empatía. Gracias un experimento muy sofisticado, Mikulincer ha acabado demostrando que los tres diferentes estilos de apego tienen un efecto claramente distinto en nuestra empatía.
El experimento en cuestión comenzó determinando el estilo de apego de los participantes, a los que luego se pidió que observaran a la pobre Liat ... que también se hallaba, en este caso, confabulada con los investigadores. Los resultados del experimento demostraron que los más compasivos —es decir, los que más claramente experimentaron la inquietud de Liat y más se ofrecieron a ocupar su lugar— eran los que poseían un estilo de apego seguro. Los ansiosos, por su parte, se vieron súbitamente desbordados por sus propias reacciones y no pudieron acudir en su ayuda. Los evasivos, por último, no se ofrecieron a ayudarla porque ni siquiera advirtieron la existencia de ningún problema.
Cabe subrayar, por tanto, que las personas que muestran un estilo de apego seguro son las que más fácilmente sintonizan con el desasosiego de los demás, lo que parece inclinarlas al altruismo y a ayudar a los demás. No es de extrañar que este tipo de personas cuide activamente sus relaciones, independientemente de que se trate de una madre que ayuda a su hijo, de la pareja que brinda apoyo emocional a su cónyuge, del familiar que se apresta a cuidar a un pariente anciano o, sencillamente, a un desconocido en apuros.