Al cabo de veinte o treinta minutos de práctica, he pasado el post-test, logrando un respetable 86 por ciento de acierto, que superaba con mucho el 50 por ciento del pre-test. Según Ekman, la gente suele puntuar, como ha sucedido en mi caso, entre el 40 y el 50 por ciento en el primer intento y, tras unos veinte minutos de entrenamiento, casi todo el mundo mejora hasta alcanzar un porcentaje de aciertos de entre el 80 y el 90 por ciento.
«Es perfectamente posible —sostiene Ekman— adiestrar la vía inferior. ¿Pero por qué no lo hemos hecho hasta ahora? Porque nunca antes habíamos tenido la posibilidad de acceder al feedback adecuado». Cuanto más nos adiestramos en este sentido, mejor es el resultado obtenido y, para alcanzar la perfección, “es necesario sobreaprender”.
Ekman ha descubierto que las personas que han pasado por este tipo de entrenamiento son más diestras en la detección de las microexpresiones de la vida real, como la apariencia de tristeza y desaliento que atravesó fugazmente el rostro del espía británico Kim Philby en su última entrevista pública antes de escapar a la Unión Soviética o el veloz indicio de disgusto en el testimonio de Kato Kaelin en el juicio por homicidio que se llevó a cabo contra O.J. Simpson.
No es de extrañar que los investigadores policiales, los negociadores y muchos otros cuyas profesiones requieren la capacidad de detectar la falta de sinceridad hayan acudido en masa al entrenamiento de Ekman. Pero lo más interesante es que este cursillo intensivo de aprendizaje de la vía inferior revela que estos circuitos neuronales están absolutamente necesitados de aprendizaje. Lo único que hace falta para ello es enseñarle en el único lenguaje que entiende, un lenguaje que, por otra parte, no tiene nada que ver con las palabras.
El programa de desarrollo de la inteligencia social de Ekman es un modelo para el adiestramiento de aptitudes esenciales de la vía inferior, como la empatía primordial y la interpretación de señales no verbales. De este modo, Ekman ha demostrado que la conclusión de los psicólogos de que esa conducta rápida y espontánea trasciende nuestra capacidad de aprendizaje estaba equivocada. Lo único que se requiere para ello es un nuevo modelo de aprendizaje que deje a un lado la vía superior y nos permita conectar directamente con la inferior.
Una revisión de la inteligencia social
Durante los primeros años del siglo XX, un neurólogo llevó a cabo un experimento con una mujer que sufría de amnesia. Se trataba de un caso tan grave que, cada vez que la veía, el médico debía presentarse, lo que ocurría casi a diario.
Un buen día, el doctor escondió en su mano una chincheta y, como siempre, se presentó estrechando la mano de la paciente pero, en este caso, la pinchó. Luego se despidió y, al cabo de poco, volvió a entrar y le preguntó a la mujer si no se habían visto antes y, cuando ella respondió que no, el médico le tendió la mano... pero, en esta ocasión, ella retrajo la suya.
Ésta es una anécdota que suele emplear Joseph LeDoux para ilustrar la diferencia existente entre la vía superior y la vía inferior. La amnesia de la mujer estaba causada por una lesión en el lóbulo temporal (que forma parte de los circuitos de la vía superior) pero su amígdala (un nódulo central de la vía inferior), se hallaba intacta. Es por ello que, aunque su lóbulo temporal no podía recordar lo que acababa de sucederle, la amenaza de la tachuela se hallaba tan profundamente grabada en los circuitos de su amígdala que, si bien no reconoció al doctor, sabía perfectamente que no debía confiar en él.
Conviene reconsiderar, por tanto, la inteligencia social desde la perspectiva proporcionada por los recientes conocimientos realizados por la neurociencia. La arquitectura social del cerebro entrelaza los circuitos de la vía superior y de la vía inferior, dos sistemas que, en el cerebro intacto, operan en paralelo, como dos timones imprescindibles para navegar adecuadamente por el mundo social.
Las ideas convencionales sobre la inteligencia social suelen centrarse excesivamente en habilidades propias de la vía superior, como el conocimiento social o la capacidad de entender las reglas, procedimientos y normas que determinan la conducta apropiada a un determinado escenario social. La escuela de la “cognición social” reduce el talento interpersonal a este tipo de intelecto general aplicado a las interacciones. Aunque este enfoque de la ciencia cognitiva ha funcionado bien en los ámbitos de la lingüística y de la inteligencia artificial, topa con sus límites cuando tratamos de aplicarlo al ámbito de las relaciones humanas.
Centrarnos en el conocimiento de las relaciones soslaya habilidades no cognitivas tan esenciales como la sincronía y la empatía primordiales, al tiempo que ignora aptitudes tan importantes como el interés por los demás. Así pues, las visiones estrictamente cognitivas desdeñan la importancia del aglutinante intercerebral esencial que construye el fundamento de cualquier interacción. Cualquier abordaje completo del espectro de las habilidades de la inteligencia social debe tener en cuenta tanto las aptitudes de la vía superior como las de la vía inferior. Actualmente, sin embargo, el concepto y las medidas que se utilizan para determinarlo omiten demasiados caminos de la vía inferior y menosprecian, de ese modo, talentos sociales que resultan esenciales para la supervivencia.
Poco se sabía, cuando, durante los años veinte del pasado siglo en que Thorndike propuso la necesidad de medir la inteligencia social, sobre los fundamentos neuronales del CI y menos todavía sobre las habilidades interpersonales. Hoy en día, sin embargo, la neurociencia social plantea un reto a los teóricos de la inteligencia, encontrar una definición de nuestras aptitudes interpersonales que incluya también las capacidades de la vía inferior (como la habilidad de entrar en sincronía, la escucha atenta y el interés por los demás).
Es por ello que cualquier enfoque de la inteligencia social que aspire a ser completo debería incluir estos ingredientes básicos de las relaciones nutritivas. En su ausencia, el concepto de inteligencia social acaba convirtiéndose en una idea fría y seca que, si bien reconoce la importancia del intelecto calculador ignora, no obstante, las virtudes del corazón.
Coincido, en este punto, con el difunto psicólogo Lawrence Kohlberg cuando señaló que el intento de eliminar los valores humanos del ámbito de la inteligencia social acabó empobreciendo el concepto. Aislada y anónimamente considerada, la inteligencia social involucionó hasta convertirse en una especie de enfoque exclusivamente pragmático de la influencia y del control. Hoy más que nunca necesitamos estar muy atentos para no seguir difundiendo una actitud tan manifiestamente impersonal.
EL VÍNCULO ROTO
EL “TÚ” Y EL “ELLO”
Una mujer cuya hermana acababa de fallecer me contó que había recibido la llamada telefónica de condolencia de un amigo que, pocos años atrás, había perdido también a su propia hermana. Cuando su amigo le dio el pésame, la mujer, visiblemente conmovida, le abrió su corazón y empezó a contarle los pormenores de la larga enfermedad que finalmente acabó arrebatándole a su hermana.
Pero, mientras estaba contándole lo mucho que la añoraba escuchó, al otro lado de la línea telefónica, el sonido de las teclas de un ordenador, como si su interlocutor estuviera aprovechando la ocasión para poner al día su correo electrónico. Entonces sus comentarios fueron vaciándose gradualmente de contenido hasta tornarse superficiales y automáticos.
Cuando finalmente colgó el teléfono, experimentó la punzada visceral característica del tipo de relación que el filósofo Martin Buber denominó “yo- ello” y se sintió peor que antes de la llamada.
Según Buber, la modalidad de relación “yo-ello” se caracteriza porque la persona carece de empatía y de la correspondiente conexión con la realidad subjetiva del otro que tan evidente es para el emisor como para el receptor. Quizás el amigo del ejemplo anterior se hubiera sentido en la obligación de llamarla y expresarle sus condolencias, pero la falta de auténtica conexión emocional acabó truncando una oportunidad de contacto y convirtiéndola en un mero gesto despojado de todo contenido.
Buber acuñó la expresión “yo-ello “para referirse a la franja del espectro de las relaciones que va desde el simple distanciamiento hasta la manipulación más burda en la que no tratamos a los demás como personas, sino como cosas y, en consecuencia, los convertimos en meros objetos.
Los psicólogos, por su parte, emplean la expresión “relación instrumental” [agency] para hablar de esta modalidad distante de relación que nos lleva a considerar a los demás como simples medios para el logro de nuestros objetivos. En este sentido, cada vez que nos despreocupamos de los sentimientos de los demás y prestamos únicamente atención a lo que nos interesa de ellos estamos manteniendo una relación “instrumentar”.
Esta modalidad egocéntrica de relación se halla en el polo opuesto de la “comunión”. un estado de alta empatía en el que no sólo nos interesamos por los sentimientos de los demás, sino que nos vemos transformados. Y ello es así porque la “comunión” establece un feedback que nos permite conectar con los demás, mientras que la relación exclusivamente “instrumentar”, por su parte, nos desconecta de ellos.
Las tareas o preocupaciones que dividen nuestra atención nos despojan de recursos y establecen una modalidad de funcionamiento automático que sólo presta la atención mínima necesaria para mantener la conversación, un tipo de interacción que, cuando la situación exige una mayor presencia, se experimenta como “desconexión”.
El exceso de preocupaciones tiene un coste que afecta a cualquier conversación que aspire a ir más allá de lo estrictamente rutinario, especialmente cuando nos adentramos en un dominio emocionalmente conflictivo. Obviamente, la llamada telefónica de condolencia anteriormente mencionada no pretendía hacer ningún daño, pero la división de la atención que —con más frecuencia de la deseada— caracteriza a la vida moderna, nos predispone lamentablemente hacia una modalidad de relación impersonal.
La relación “yo-tú”
La siguiente es una conversación que, en cierta ocasión, escuché casualmente en un restaurante:
—Mi hermano, que tiene treinta y nueve años, es un auténtico “cabeza cuadrada” y tiene muy mala suerte con las mujeres. Su primer matrimonio fue un auténtico fracaso porque, aunque posee muchas habilidades técnicas, carece de toda competencia social.
—Últimamente estoy utilizando un método para no perder tiempo con las citas. Para ello, emplaza a las distintas candidatas a la misma hora y en el mismo lugar y las ubica en mesas separadas. Luego se sienta exactamente cinco minutos frente a cada una de ellas, pasados los cuales suena un timbre y, en el caso de que decidan volver a verse, intercambian sus direcciones de correo electrónico para concertar una nueva cita.
—Pero lo cierto es que mi hermano echa a perder todas las oportunidades que se le presentan porque, apenas se sienta, empieza a hablar de sí mismo, sin mostrar el menor interés por su interlocutora. No me extraña que ninguna mujer quiera volver a verle.
Comparemos esto con el “test de las citas” empleado por Allison Charney, que consistía en contar el tiempo que transcurría antes de que la persona con la que había quedado le formulase una pregunta que contuviese la palabra “tú”. Según cuenta, en su primera cita con Adam Epstein —el hombre con quien un año más tarde acabó casándose—, no tuvo siquiera tiempo para poner en marcha el cronómetro.
Ese “test” nos proporciona un indicador muy claro de la capacidad de establecer contacto con los demás, adentrarse en su realidad interna y comprenderla. Los psicoanalistas emplean el término “intersubjetividad” para referirse a esta modalidad de conexión que permite fundir los mundos internos de dos personas que la expresión “yo-tú” describe, en mi opinión, de un modo bastante más poético.
Como señaló el austríaco Buber en su libro de 1937 sobre la filosofía de las relaciones, la relación “yo-tú” (o “yo y tú”. como acabó popularizándose en nuestro país) refleja una conexión muy especial, el tipo de vínculo que, con mucha frecuencia —aunque no siempre—, encontramos entre marido y esposa, miembros de la misma familia y buenos amigos. No olvidemos que el vocablo alemán Du utilizado por Buber es la forma más íntima empleada por amigos y amantes.
Para Buber, místico y también filósofo, el “tú” posee una dimensión trascendente, porque la relación humana con lo Divino es la única conexión “yo-tú” que puede mantenerse indefinidamente, el ideal último de nuestra imperfecta humanidad. Pero las modalidades cotidianas del “yo-tú” van desde el simple respeto y cortesía hasta el afecto, la admiración y las innumerables formas en que manifestamos nuestro amor.
El distanciamiento y la indiferencia emocional que caracterizan a la relación “yo-ello” contrasta profundamente con la proximidad de la relación “yo-tú”. En la primera (para la que basta con la vía superior y sus aptitudes racionales y cognitivas asociadas), los demás son meros medios para el logro de nuestros propios fines mientras que, en la segunda (que establece la conexión y requiere del concurso de la vía inferior), por el contrario, se convierten en un fin en sí mismo.
La frontera que separa el “ello “del “tú” es muy permeable y fluida. Es por ello que todo “tú” puede convertirse, en ocasiones, en un “ello” y que todo “ello” puede acabar convirtiéndose también en un tú. Pero lo cierto es que, cuando esperamos ser tratados como un “tú”. la modalidad “yo-ello” se experimenta muy negativamente, como sucedió con la llamada telefónica con la que hemos iniciado esta sección porque, en tales casos, él tratamiento “tú” se diluye súbitamente en un “ello”.
La empatía constituye la antesala misma de la relación “yo-tú”. en cuyo caso, nuestro compromiso no es tan superficial porque, como dijo Buber, «la relación “yo-tú” sólo puede expresarse con todo nuestro ser». Uno de los rasgos distintivos del compromiso “yo-tú” es la “sensación sentida”, es decir, la sensación clara de ser objeto de la empatía de otra persona. En esos precisos momentos no existe la menor duda de que la otra persona sabe lo que estamos sintiendo y, por ello mismo, nos sentimos reconocidos.
Como dijo uno de los pioneros del psicoanálisis —y, como también hemos visto que es fisiológicamente cierto en el Capítulo 2—, cliente y terapeuta “oscilan al mismo ritmo” a medida que va intensificándose su conexión emocional. Como señaló el teórico humanista Carl Rogers, la empatía terapéutica aparece cuando el cliente se siente comprendido, es decir, se siente reconocido como “tú”.