Sentada en mi mesa revisaba los expedientes. En todos los casos la evolución era inmejorable, los niños que habían presentado cuadros de hiperactividad, déficit de atención y brotes violentos ahora según sus padres eran “otros”.
Pronostiqué que Farma-Ros iba a tener un nuevo éxito mundial con el fármaco. Esto iba a hacer más rica a mi familia de lo que ya era.
Me presenté una tarde en la clínica psiquiátrica infantil Cubí, también propiedad de mi padre, donde realizaban el seguimiento a los niños. Tenía los horarios de visita de todos los padres cuando acudían una vez por semana a hablar con los psicólogos. Quería estar presente en una de las entrevistas. Pensé que si mi padre lo supiera se sentiría orgulloso de ver que me estaba esforzando por integrarme en la empresa.
Allí sentados en una sala de espera estaban un matrimonio con un niño de unos siete años de edad. Prejuzgué por la apariencia de sus ropas que eran de origen muy humilde. La mujer parecía de raza gitana, era muy joven, calculé por encima que debía tener dieciocho años y el marido más o menos igual. Él tenía las facciones incluso más aniñadas que ella y el pelo castaño. El niño era el vivo retrato del padre.
Cuando me presenté delante de ellos, se levantaron de golpe. El pequeño permaneció sentado en la misma posición que cuando lo había visto de lejos. No lo había conocido antes pero por el informe realmente parecía haber mejorado mucho.
Ricardo Soto, presentaba síntomas de hiperactividad desde que tenía dos años. Se había caído en varias ocasiones de la cama de sus padres cuando era solo un bebé, tenía cicatrices de quemaduras en los brazos, que se había hecho con la estufa de la casa. Se había perdido en varias ocasiones cuando sus padres iban de compras. También lo habían expulsado de dos escuelas por mal comportamiento y un largo etcétera de tropelías.
—Hola, me llamo Sandra, represento a la farmacéutica que ha creado el
pinmetil
—dije cuando les ofrecí mi mano para saludarlos.
—Hola señorita —dijeron ambos.
—Hola Ricardo, ¿qué tal estás? —le pregunté al pequeño que solo sonreía.
—Ricardito, contesta a la señorita.
—Déjelo, está bien. Quisiera hacerles una pequeña entrevista antes de que pasen a hablar con el psicólogo.
—Sí, claro, lo que usted diga —contestó la madre—. Estamos muy contentos con ustedes, Ricardito es otro, ahora ya no da problemas.
Asentí con una sonrisa. Observé a Ricardo, aunque estaba tranquilo parecía un poco triste.
—¿Los períodos del sueño se han alargado comentaron ustedes, verdad? —les pregunté mientras repasaba el historial.
—Sí, ahora duerme diez horas, antes no descansaba bien, se acostaba a las doce y se despertaba con pesadillas por la noche y no dejaba dormir a su hermana pequeña, porque le daba patadas sin querer, la criatura no podía estar quieta ni durmiendo.
Observé que Ricardo tenía unas marcas en las muñecas. Le tomé las manos y las examiné con más detenimiento.
Vi que los padres intercambiaron miradas de preocupación.
—¿Qué es esto? —les pregunté señalando las marcas.
La madre agachó el rostro.
—Es que teníamos que atarlo de vez en cuando para que se tranquilizara, comenzaba a dar patadas a los muebles. No somos malos padres. Teníamos miedo que se hiciera daño —me contestó el padre. Percibí cierto tono de defensa.
—Está bien, tranquilos. Ya ha pasado —le contesté. Entonces sus rostros se tornaron más relajados. Empecé a estar orgullosa de los laboratorios, veía que estaba ayudando a los niños a llevar una vida más normal. Y pensé que esto mismo sería lo que transmitiría el día de la presentación en sociedad del fármaco. Estaba feliz de haber venido en persona a conocer a las familias.
Estuve durante toda la semana entrevistando a los padres de los niños voluntarios. Todos tenían cuadros similares y los resultados habían sido excelentes.
Había salido de la clínica el viernes, con el dossier de la última entrevista que había hecho bajo el brazo. Me dirigía a hacia mi coche, estaba ensimismada todavía con los comentarios de los padres sobre el calvario que habían tenido que vivir con su pequeña hija Laura, una niña con déficit de atención. Seguía pensando en el discurso que daría e imaginaba las palabras que salían con fluidez de mi boca y los aplausos que iba a recibir.
—¡Señora! —gritó alguien detrás de mí.
Yo no me había percatado de la llamada; entonces noté una fría mano cogerme del brazo. Me asusté y di un pequeño grito.
—Señora por favor, ¿es usted de los laboratorios, verdad? —me preguntó un hombre desaliñado con barba de tres días y ojeras oscuras. Tenía el pelo ondulado castaño oscuro, largo hasta debajo de las orejas y un mechón de su pelo era completamente blanco.
—No llevo nada de valor —le contesté.
El hombre dio un paso atrás y me dijo:
—No señora, disculpe, no quiero robarla, solo quiero hablar con usted, por favor escúcheme, estoy desesperado. Yo solo me había fijado en su aspecto y en que me había abordado en el parking solitario de la clínica, estaba muerta de miedo.
—¡Váyase o gritaré! —exclamé.
El hombre se apartó más de mí y yo aproveché para correr hacia el coche. Saqué la llave del bolso apreté el mando y justo antes de meterme en el automóvil noté un reflejo oscuro pasar detrás de mí. Me giré asustada pensando que me había alcanzado pero vi que el hombre permanecía donde me había abordado, estaba arrodillado en el suelo llorando cabizbajo.
Dudé unos instantes antes de meterme en el coche pero el miedo era más poderoso.
Entre en el coche, cerré las puertas y encendí el motor.
Volví a mirar al hombre que se tapaba el rostro con las manos. Pensé que debía ser un toxicómano desesperado por comprar una dosis. Sentí mucha lástima de él.
Pero de repente, como si siempre hubiera estado allí, vi la figura de Miguel Garrido, como se tornaba cada vez más nítida ante mis ojos.
Permanecía detrás del hombre como un guardián a sus espaldas.
Paré el motor del coche. Todavía temblaba todo mi cuerpo, sobre todo las manos.
Me armé de valor y salí de la seguridad que me proporcionaba el vehículo.
Miguel ya no estaba.
Caminé hasta el hombre y me puse delante de él, entonces le pregunté:
—¿Qué quiere de mí?
El hombre se enjugó el rostro con las manos y me miró con los ojos llenos de dolor.
—Nadie quiere hablar conmigo. Estoy desesperado. Me han dicho que fue un accidente pero yo sé que ha sido por su culpa.
—¿Qué le ha pasado? ¿En qué puedo ayudarle?
—Mi hijo ha muerto, lo habéis matado. ¡Quiero justicia! —gritó con los ojos inyectados de ira. Sus palabras me helaron la sangre. Aquel hombre había perdido a su hijo y yo sabía lo que era tan bien como él, aunque nunca le hubiera visto el rostro, aunque nunca hubiera podido acariciarle las mejillas.
—No sé de qué me está hablando.
—Nadie me escucha, les he escrito un montón de cartas, les he denunciado a la policía, al ministerio, pero nadie hace nada. ¡Nadie hace nada!
El hombre se levantó apoyándose en un coche.
Yo me alejé un paso atrás, temía que la emprendiera a golpes conmigo.
—Escúcheme usted, por favor. Mi hijo tomaba ese maldito medicamento que le recetó Farma-Ros. Yo creí en ustedes, confié porque me derivó el psicólogo, dijeron que era un medicamento experimental muy bueno, que ayudaría a mi Sebas con su problema de hiperactividad. Creí porque mi hijo mejoró pero ya no era el mismo, parecía drogado, dejó de hablar, dejó de jugar, dejó de sonreír, estaba asustado, veía cosas. Un día se tiró por el balcón y se mató. Ustedes lo mataron. Esas pastillas que tomaba le mataron.
—¿De qué pastillas habla?
El hombre metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un pequeño frasco de plástico y me lo dio.
Lo cogí pero a simple vista era imposible distinguir si eran fármacos de mi empresa o de cualquier otro laboratorio. Examiné el frasco pero solo había un número de registro sanitario.
—¿Cuándo murió su hijo?
—El año pasado.
—Eso no puede ser, el fármaco que ha creado mi empresa para la hiperactividad se está probando ahora con los niños. —¡Es mentira! Y mi hijo no ha sido el único. Se oyeron unos pasos. Observé que aquel hombre comenzó a ponerse muy nervioso. Metió su mano en el bolsillo de su camisa y sacó una billetera de piel. En tanto miraba hacia todas las direcciones. Lo sentí lleno de pánico. Como si alguien lo estuviera siguiendo.
—¡Tome! —dijo alargando su mano para darme una tarjeta— Esta es mi dirección, por favor ¡Llámeme! Tienen que parar esto. No pueden morir más niños.
El guardia de seguridad de la clínica se acercaba con un perro pastor alemán.
—¿Está usted bien, Señora? —me preguntó a lo lejos.
—Sí, todo bien.
Cuando me giré el hombre había desaparecido. No había rastro de él. Se había esfumado, pero me había dejado todavía impregnada de su presencia atormentada y misteriosa. Comencé a sentir un pinchazo en mi estómago, la duda se había clavado en mi interior. Me quedé paralizada
¿Qué se suponía que debía hacer con la información que había recibido?
¿Era verdad o ese pobre hombre lo había inventado todo por algún motivo?
Decidí darle una oportunidad a la historia del hombre desesperado. Miguel se había aparecido justo a su lado;
¡No podía ser una mera coincidencia!,
pensé.
Cuando llegué a casa volví a abrir el CD que me había dejado Miguel en el cajón de mi despacho antes de morir. Entonces recordé que me faltaba una carpeta por abrir pero cuando intenté hacerlo me pidió una contraseña.
Solté un suspiro de fastidio, pensé que debía de contener algo realmente importante cuando la había protegido tan celosamente.
Eres cristal, pero envuelto de carne.
Nadie supo de ti, hasta que quebraste.
Lila me había invitado a pasar la mañana con ella en el mercadillo. A Lila le encantaba recorrer las paradas y revolver entre las prendas de ofertas. Le gustaba regatear aunque según ella hoy no conseguía buenos precios.
—¿Por qué has venido tan arreglada? ¡Hoy no compro barato! —dijo en tono de enfado, aunque yo sabía que en el fondo estaba disfrutando de mi compañía.
Miré a mi alrededor y me vi fuera de lugar. Mi ropa destacaba demasiado por lujosa, yo no me daba cuenta cuando estaba en mi entorno, porque todo el mundo, mejor dicho, todo mi mundo vestía igual. Pero allí desentonaba. Lila tenía razón, no le harían buen precio.
—Lo siento, no me he dado cuenta.
Lila me sonrió.
—¡Anda, vamos! Invítame a comer para que se me pase el enfado —me dijo.
Me cogió del brazo y tiró de mí.
—Vale, pero yo escojo el sitio— le contesté.
Llevé a Lila al restaurante de un hotel de lujo cerca del puerto. Lo había hecho a adrede para que pudiera sentir lo mismo que había sentido yo en el mercadillo. Disfruté mucho con los gestos que ponía mientras el camarero nos llevaba hasta la mesa cerca de la ventana que daba al mar.
Al frente teníamos una repisa llena de tiestos llenos de orquídeas de varios colores.
—¡Vaya!—exclamó una vez en la mesa—, ahora soy yo la que se siente un bicho raro entre tanta finura.
Lila cogió la carta que le ofreció el camero y exclamó con total naturalidad:
—¡Treinta euros una ensalada! ¿Pero qué lleva?
No pude parar de reír durante toda la comida, toda la seguridad y fortaleza que siempre me había demostrado en su territorio, se había tornado en torpeza y timidez. Estaba realmente entrañable.
—Tengo que contarte algo pero no puedes decírselo a nadie de momento. Es muy importante —le dije mientras terminaba de tomar el postre de chocolate que había pedido—. He vuelto a ver a Miguel.
Lila no pareció sorprenderse.
— Claro, hasta que no hagas lo que quiere no se irá. Ya te lo dije. Estará día y noche rondándote y se aparecerá donde menos lo imagines.
—Me quedo más tranquila, gracias amiga —contesté en tono sarcástico.
Lila apuraba el plato de su postre, había seguido mi sugerencia y también había tomado bizcocho de chocolate relleno de chocolate caliente con helado de vainilla de Tahití.
—¡Dios, qué rico! —exclamó sin pudor mientras el camarero retiraba el plato que había dejado reluciente.
—Pues tengo una ligera idea de por qué no descansa en paz. Pero todo esto me parece incluso más fantástico que ver fantasmas. Ni siquiera me atrevo a pronunciarlo, es muy fuerte, no sé si hago bien contándotelo, a lo mejor te estoy poniendo en peligro.
Lila se llevó las manos a la cabeza.
—Sandra, por favor, no exageres.
—Ayer me abordó un hombre en el aparcamiento de la clínica donde estoy haciendo el seguimiento a unos pacientes. Están tomando un tratamiento con un nuevo fármaco que saldrá al mercado en breve. Es la nueva tarea que me ha asignado mi padre.
Tenías que ver a ese hombre, ¡estaba como loco! Pasé mucho miedo. No quería escucharle pero entonces apareció Miguel, el químico, a su lado, sentí que quería que lo escuchara. Entonces lo hice, fui hasta él y escuché lo que tenía que decirme.
—¿Y qué te dijo? —me preguntó con impaciencia.
Tomé un respiro.
—Me dijo que su hijo había muerto después de haber seguido el tratamiento.
Lila abrió sus ojos en gesto de sorpresa.
—¡Qué fuerte! ¿Pero te hizo algo?
— No, solo quería que lo escuchara. Pero yo no le creo. Todos los niños están bien. Los médicos y psicólogos lo han confirmado, estudios de orina, sangre, psicomotrices, están perfectos. Pero no sé, hay algo raro en todo esto. ¿Por qué se aparecería Miguel?
—¿Crees que Miguel trabajaba con el fármaco y sabía algo? ¿Entonces su muerte no fue un accidente?
—¡Ves! Te lo había dicho. Esto es más extraño que ver espíritus. Lila, no sé qué pensar, ese hombre realmente estaba convencido de que era culpa de Farma-Ros y que habían más casos. ¿Te lo puedes creer? Encima, mi padre me ha encargado hacer una exposición durante el evento, delante de cientos de personas, para hablar junto a los padres de los niños que siguen el tratamiento.
Lila abrió sus ojos de par en par y dijo:
—¡Oye! ¿Por qué no me invitas a esa fiesta? Quiero verte hablar en el escenario.
Le di un ligero toque con la mano en su brazo.