Yo sentía que ese año iba a ser más duro que los anteriores; todos sabían que yo jamás podría tener hijos. Deseaba no estar allí, incluso sentí que enfermaba de la presión que comenzaba a sentir en mi pecho.
Mientras Joan y algunos familiares más subían en los todoterrenos para ir hacia las pistas de esquiar, yo me quedé con mi madre, mi abuela materna y dos tías que sobrepasaban los cincuenta, en la sala de estar junto a la chimenea.
No me gustaba esquiar, cuando era más adolescente lo hacía para complacer a mis primos, luego lo hice para complacer a Joan pero después dejé de hacerlo porque prefería aprovechar el tiempo con mis sobrinos pequeños. Pensé que ese año iba a quedarme con Aina y me llevé una gran desilusión cuando me enteré que mi hermana la había apuntado a un curso para que aprendiera a esquiar.
—Aina es todavía muy pequeña para ponerse los esquíes —comenté en el salón.
Mi madre, que jamás contradecía nada de lo que Aurora hacía me contestó:
—Cuanto antes se le quite el miedo mejor.
—Pues Aina no parecía muy contenta con la idea —contesté.
Mi sobrina había estado llorando mientras la subían al coche durante la mañana, me había visto llegar con Joan y yo sabía que quería estar conmigo antes que deslizarse por una pista de nieve. Aunque la veía poco la conocía bien. Era una niña pacífica poco amante de los juegos de riesgo en los que otros niños disfrutaban.
—Es una niña y no sabe lo que le conviene, por eso estamos los mayores para otorgarles una disciplina —contestó mi abuela.
Sentí lástima, mucha lástima de ver que le esperaba el mismo destino que me había tocado a mí y deseé con toda mi alma que Aina fuera mucho más fuerte que yo, que no se dejara manipular con la misma facilidad que me habían manipulado a mí. Deseé verla libre, que escogiera su propio camino en la vida, el camino que le dictara el corazón.
—Te veo muy bien, Sandra —comentó mi tía Eugenia, la hermana mayor de mi padre. Una mujer elegante, sofisticada y muy culta. Era editora y presidenta de un grupo editorial muy famoso de Barcelona.
No sabía si era un simple comentario de cortesía o realmente veía un cambio positivo en mi actitud.
—Sí, sí, se te ve muy entera después de todo lo que has vivido —afirmó mi abuela—. Parece que te has quitado un peso de encima.
Me molestó el comentario, mi bebé no era ningún peso ¿Cómo le dejé que se quedara tan tranquila después del comentario? Respeté su edad pero me hubiera gustado decirle que tenía el corazón lleno de arena.
¿Qué derecho le otorgaba la edad para herir a otros?
Mi madre, tan aguda como siempre, intervino desviando la conversación. En ese instante sí me alegré de su tacto y diplomacia.
—Mamá, quieres que te sirvan ya la leche, recuerda que debes tomarte la pastilla de la tensión antes de la comida —le dijo a mi abuela que parecía estar eternamente molesta con el mundo.
—¿Y entonces ahora qué, Sandra? Gracias que Aurora ha tenido tres hijos y dos de ellos son varones que si no el apellido se hubiera perdido —añadió mi tía—. ¡Hubiera sido un desastre familiar!
—Sí, gracias a Aurora — asentí.
Habían estado toda la vida repitiéndome lo bien que lo hacía todo Aurora y lo incorrecta y molesta que yo era ¿Por qué en esto iba a ser distinto? Aurora seguía ocupando su trono en la familia y yo seguía siendo la hija de la que nada se puede esperar, aunque yo seguía queriéndola igual. En el fondo me alegraba de que le fuera tan bien, no podía sentir envidia porque yo realmente creía que mi hermana merecía tener un trato especial.
Salí a pasear por la finca como siempre hacía. Era la manera de huir de ellos, caminaba y caminaba sin rumbo por el bosque hasta que me cansaba, entonces me sentaba en cualquier roca o saliente y dejaba que el tiempo pasara mirando el paisaje.
Hacía frío y ni mi anorak de plumas, ni mis botas forradas de lana, evitaban que temblara todo mi cuerpo.
Mire mi reloj de pulsera deportivo, regalo de Joan (de esos que tienen brújula, localizador y un montón de cosas más que no sabía utilizar) y calculé que faltaba más de una hora para el almuerzo. Decidí seguir caminando.
Rosco de Reyes
, el pequeño
schnauzer
gris de mi madre, me había acompañado y me miraba moviendo la cola. Mi sobrino Marc le había bautizado con ese nombre porque lo encontró siendo cachorro dentro de la caja de un roscón de reyes al lado de un contenedor de basuras. Mi hermana no le dejó quedárselo y terminó en casa de mis padres.
Mi madre le había puesto un ridículo jersey de cuadros escoceses muy apretado y grueso, aunque a él parecía gustarle. Pensé que si no le hubiera cortado el pelo ahora no tendría que llevar ropa de persona.
—¿Tienes fuerzas para seguir? —le dije.
El perro se levantó del suelo movió la cola más a prisa y se adelantó unos metros en el sendero. Yo lo seguí.
Pero en unos minutos lo perdí de vista, se metió entre unos matorrales y ya no salió.
—¡Rosco ven! —le llamé.
Caminé hacia los matorrales de boj y continué llamándolo pero Rosco no aparecía. Silbé todo lo fuerte que sabía pero seguía sin dar señales de vida.
Empecé a preocuparme mucho, Rosco era la pasión de mi madre, muchas veces había pensado con tristeza que si me hubiera tratado con la mitad de la dulzura y delicadeza con la que había tratado a sus perros habría sido una niña más feliz, pero Rosco no tenía la culpa de eso.
Seguí caminando hasta que escuché un crujido de ramas partirse. Miré a mi alrededor, algo pareció moverse tras los árboles. Sentí miedo.
De nuevo escuché el sonido de un crujido seco.
—¿Rosco? —pronuncié temerosa, en un tono de voz más bajo.
Sentí fuertemente la presencia de algo en mi espalda, me giré y miré nerviosa a mi alrededor. No vi nada extraño hasta que fijé la vista en un abeto, a unos metros de distancia. Detrás de su tronco apareció una figura humana, era una niña pequeña, con un vestido verde y blanco.
—¡Aina! —grité. Pero no respondió.
El corazón comenzó a latirme con fuerza, entonces escuché los ladridos de Rosco desde otra dirección y al volver a mirar hacia el abeto la niña ya no estaba.
¿Qué estaba pasando?
Me pregunté.
¿Qué hacía Aina sola en el bosque?
Seguí el sonido de los ladridos de Rosco y corrí hacia él. Estaba desorientada, me parecía oírlo en dirección sur pero luego escuchaba ladridos hacía el oeste y caminaba dando círculos. Todo comenzaba a darme vueltas en la cabeza. Había algo que no sabía describir una energía intensa y magnética que me envolvía y me atrapaba en el lugar. No podía salir de allí.
Comencé a sentir náuseas.
Me apoyé en una roca saliente para tomar aliento y entonces lo vi; Rosco estaba frente a mí a unos metros. Me miraba desafiante, como si quisiera que jugara con él.
Me sentía mareada, lo veía borroso. Le llamé desde mi asiento:
—Rosco ven.
No hizo caso, entonces cogí una piedra y la lancé a unos pasos de mí. Cuando la piedra tocó el suelo me devolvió un sonido metálico.
Rosco llegó veloz hasta la piedra y comenzó a rascar el suelo.
Dejé que pasaran unos minutos mientras intentaba recuperar el equilibrio. Luego caminé pausada hasta el perro.
Rosco tenía el hocico lleno de mantillo mojado, había hecho un agujero en el suelo y en él había metido la piedra que había baboseado hasta la saciedad.
—Vamos Rosco, este lugar no me gusta nada.
Me agaché para tomarlo en brazos, entonces observé que el perro había destapado parte de una pieza de metal. Cogí un trozo de madera me arrodillé en el suelo y golpeé la pieza, volví a sentir el sonido retumbar hacia el fondo, rasqué para limpiarlo y poco a poco ante mis ojos apareció una chapa de metal en forma cuadrada de unos noventa centímetros cuadrados.
No recordaba haberla visto nunca allí, aunque no me pareció extraño, estaba muy bien camuflada en el suelo y fuera del sendero.
Descubrí un asa en uno de los lados.
Me detuve por unos segundos antes de abrirla. Tiré de ella pero la plancha de hierro no cedió. Volví a intentarlo tirando más fuerte.
El esfuerzo era demasiado para mí, por unos segundos pensé que sería una caja para la luz o llaves de paso de agua y que no merecería la pena hacerme daño en la espalda por eso.
Lo dejé estar y me giré en pos de marcharme. Entonces vi que en el agujero del tronco de un árbol sobresalía un hierro oxidado. Lo saqué y observé que era una pata de cabra de las que había visto en las películas que se usan para forzar puertas, alguien lo había dejado allí para abrir la trampilla.
La curiosidad me apretaba el pecho y aunque nunca había utilizado una, la encajé con rapidez en la pieza e hice palanca. Al segundo intento la trampilla cedió.
Levanté el asa y de inmediato un fuerte olor a humedad, abofeteó mi cara.
En un primer momento creí que era un pozo pero cuando logré adaptar la vista conseguí ver un peldaño a un metro de profundidad, luego ya todo era oscuridad.
Me pregunté repetidas veces qué podía hacer aquello allí, no parecía ser un desagüe, ni una alcantarilla, ni nada parecido. Me vino a la mente los refugios de la guerra, sabía que en la zona había varios túneles que se habían usado para proteger a los soldados.
Me sentí entusiasmada de que en mi propia finca hubiera uno de ellos, quizá todavía por investigar. Sentí el impulso de adentrarme en él y descubrir sus secretos pero también pensé en lo oscuro y peligroso que podía ser. Nadie sabía que estaba allí.
Volví a taparlo, el miedo de nuevo fue más poderoso.
Mientras caminaba hacia la casa decidí no contar lo que había visto, pensé que si les decía que Aina y Rosco me habían ayudado a descubrir un túnel en el bosque me mirarían de forma extraña y luego girarían la cara ignorándome. Pensé que debía presentarme directamente con las pruebas en mis manos, con aquello que pudiera encontrarme allí abajo.
Cuando llegué a casa ya tenía en mente la idea de volver en otro momento con una linterna y una cuerda.
No sé qué pretendía demostrar pero todo el miedo que sentía parecía ser contrarrestado con la imagen que veía en mi cabeza: En ella aparecía en medio de la cena de Nochebuena con un tesoro de la guerra civil en mis manos y toda mi familia mirándome asombrada por mi hazaña. Los veía orgullosos de mí preguntándome cómo lo había conseguido y lo valiente que había sido.
Pero mi ensoñación se vio interrumpida al toparme de nuevo con la realidad. Cuando llegué al comedor estaban todos sentados, las doncellas servían el consomé. Al escuchar mis pasos todos se giraron de golpe.
Mi padre me clavó una fría mirada.
Rosco saltó sobre las piernas de mi madre y le ensució el vestido nuevo que me había enseñado aquella misma mañana.
—¡Mi Rosquillo! ¿Pero que te ha pasado mi cielo? —le preguntó como si este pudiera responderle.
Luego me miró de arriba abajo.
—¿De dónde vienes llena de barro?
Una de las doncellas se acercó a mí y me sacó el abrigo como si llevará excremento de cerdo sobre él, luego me hizo un gesto para que me quitara las botas.
—Lo siento, se me ha debido parar el reloj —mentí.
Mis sobrinos y los hijos de mis primos comenzaron a reírse. Me sentí ridícula.
Aina corrió hacia mí y me abrazó.
—¡Ya sé esquiar! Y no me he caído, bueno, solo una vez.
Me agaché para darle un beso en la mejilla y le dije al oído:
—Aina no vayas sola nunca al bosque ¿me has entendido? Es muy peligroso.
Aina me miró y levantó ambas cejas.
—No he ido al bosque, he estado esquiando, y había mucha nieve y luego me he montado en un trineo con Marc y Andreu. Andreu me ha tirado una bola de nieve en el ojo.
Me quedé paralizada mirándola.
—¿Por qué me mientes? —le pregunté. Aina agachó la cabeza y se marchó de nuevo a la mesa. Pensé que estaban todos en mi contra y que poco a poco también pondrían a Aina a su favor.
Me senté en la silla que quedaba libre y comí en silencio con la idea de volver al túnel y convencerles a todos de que podía ser genial y divertida como Marta y descubrir cosas increíbles.
Todavía no me daba cuenta de que todo cuanto hacía no era para demostrarle a mi familia, lo valiente e ingeniosa que era. Lo estaba haciendo para demostrarme a mí misma que podía enfrentar los retos que me ponía la vida, venciendo los miedos y las limitaciones que me encontraba a cada paso que daba.
Por si no éramos suficientes en la casa, llegaron aquella noche a cenar unos amigos de mis padres: los Argerich, una acaudalada familia de banqueros que también pasaban las vacaciones navideñas en la comarca todos los años.
Mi padre y Ricard Argerich eran amigos desde la niñez y siempre se habían apoyado mutuamente en los negocios. Ambos tenían una visión casi profética de dónde debían invertir y cuándo, que sorprendía a todos, siendo muy respetados como empresarios.
Durante la cena hablaron de la crisis financiera, de política y de comercio internacional, temas que me hacían bostezar continuamente sin yo poder remediarlo. Deseaba que se fueran al salón a fumar sus puros y dejar de poner cara de estúpida, cada vez que me miraban, esperando una aprobación a los comentarios que hacían.
Y lo único, en lo que yo pensaba, era en el momento en el que bajaría al túnel, en la longitud de cuerda que necesitaba y también en lo oscuro y húmedo que debía de ser. Pero necesitaba aventura, algo que me arrancara de aquella estática realidad, no podía remediarlo.
—Sandra, me ha comentado Braulio que vas a colaborar con un discurso en la presentación del nuevo medicamento. Creo será conmovedor.
Me sobresalté al sentir la patada de mi madre bajo la mesa.
Busqué a mi posible interlocutor, ya que no había prestado atención, y me encontré a Ricard Algerich, clavándome sus pequeños ojos color celeste, a la espera de una respuesta. Aquel hombre me ponía muy nerviosa. No me gustaba su blanco y redondeado rostro. Aunque tenía casi la misma edad que mi padre, siempre había parecido mucho más joven. Eran de aquellas personas que su apariencia contrastaba en demasía con el interior. Parecía afable, casi un tierno abuelito, pero luego su comportamiento era brusco, frío y calculador.
De modo inconsciente miré a mi padre buscando leer algo en sus facciones, algo que me dijera si podía hablar sobre el tema, si era correcto o si debía esperar a que alguien interviniera por mí.