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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (48 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Aunque el fin último del presente libro (ya lo explicité con toda claridad en la Introducción al mismo) siempre fue el sacar a la luz pública los manejos y artimañas político-militares del actual jefe del Estado español, colocándole en el lugar que se merece como dictador en la sombra o
de facto
en este país, no podía dejar de comentar en estas páginas estas dos importantes cuestiones. La primera porque, aunque la vida privada de cada cual (incluida, hasta cierto punto, la del rey) debe ser eso, privada, y sólo le compete al interesado el airearla o no, en el caso de determinada relación amorosa del monarca español, la que mantuvo durante quince años con una bellísima
vedette
del espectáculo español (que en este libro conoceremos a partir de ahora como la «bella del rey» o «B. R.»), concurren circunstancias tan especiales y propias más bien de una buena novela de espías como el chantaje, la intervención de los servicios secretos, los vídeos y audios comprometedores… y, sobre todo, el despilfarro económico que la tal relación extramarital supuso para todos los españoles (más de quinientos millones de pesetas), al tener que pagar a la bella amiguita del monarca fuertes y constantes sumas de dinero de los fondos reservados de la Presidencia del Gobierno para evitar una grave crisis de Estado, que la alejan ostensiblemente del terreno privado (en principio es muy discutible que el rey pueda acogerse a la privacidad en un asunto como éste) y la introducen de lleno en el ámbito del escándalo público, de la vergüenza pública ajena, e, incluso, del delito puro y duro, ya que hablamos de presunta malversación de caudales públicos. Que, sin embargo y una vez más, no podrá por el momento ser juzgado en este país ni por oficio ni a instancia de parte (la que nos correspondería a todos y cada uno de los ciudadanos españoles que nos hemos visto obligados a pagarle las juergas nocturnas a este señor), dada la vergonzosa inmunidad constitucional que todavía disfruta a día de hoy el rey de España, inconcebible a todas luces en un Estado moderno y democrático del siglo XXI.

Y la segunda cuestión, la que hace referencia al meteórico enriquecimiento de la Casa Real española, también debería ser objeto de investigación, estudio y análisis por quien corresponda (me imagino que en un Estado de derecho como el español y a pesar de la comentada inviolabilidad y falta de responsabilidad del monarca, a alguien le corresponderá investigar hasta el fondo si su inmensa fortuna ha sido amasada respetando o no las leyes), ya que en principio no parece posible, aritméticamente hablando, que con un sueldo anual de mil millones de pesetas de media (que no está nada mal) se pueda ahorrar, en treinta años, la friolera de trescientos mil millones, también de las antiguas y modestas pesetas; una suma diez veces superior al monto total de emolumentos que ha recibido el rey en todo ese tiempo para los gastos de su familia. Un misterio financiero éste sin duda, un enigma económico, una especie de multiplicación moderna de los panes y los peces (de los euros y las pesetas en este caso) que, puesto que la Casa Real española no ha explicado ni parece que lo vaya a hacer en el futuro, alguien en este país (economista o no) debería desvelar a todos los españoles. Y sin acogerse, por supuesto, a la sobrenatural tesis del milagro que muy pocos ciudadanos estarían en disposición de admitir a estas alturas, por mucho que el rey Juan Carlos pertenezca constitucionalmente a una categoría «cuasi divina», muy superior desde luego a la de los demás mortales.

***

Pues empecemos con la primera de ambas espinosas cuestiones regias, la de los amoríos del monarca y, en especial, con el mantenido de una forma apasionada (de encoñamiento total podríamos decir, si, para entendemos en castellano puro y duro, me permite el lector tan burda expresión popular) durante quince largos años con una de las más bellas e inteligentes (así lo ha demostrado) estrellas del espectáculo español: la señora o señorita B. R., despampanante
vedette
de revista, actriz, cantante, presentadora de televisión… y también, en sus ratos libres, ama de casa y madre más o menos ejemplar.

La cosa comenzó en 1979. Si bien a esas alturas de su vida el antiguo cadete del Ejército español, y luego general, y luego príncipe de España, y luego rey de todos los españoles, el bueno de
Juanito
, presentaba ya un currículum amoroso asaz repleto de aventuras (una relación casi completa puede, a día de hoy, consultarse en Internet), ninguna de sus abundantes relaciones sentimentales, que lejos de detenerse tras su boda con Sofía de Grecia aumentaron sustancialmente, había alcanzado jamás un tan largo periplo de tres lustros ininterrumpidos de duración; a la par que una intensidad y una dedicación fuera de lo común que, en muchas ocasiones, sobrepasaría la más elemental prudencia personal e institucional que debe exigirse a todo un jefe de Estado.

Pero antes de introducirme en el detalle de esta relación de amistad íntima del rey Juan Carlos con la bella y gentil B. R., que seguro le va a interesar al lector pues voy a darle multitud de detalles inéditos sobre la misma, me voy a permitir una pequeña y seguramente pedestre digresión sobre lo fácil que les resulta (en cualquier país y en cualesquiera circunstancia) a los altos personajes de la política, las finanzas, las empresas… a los ricos y poderosos en general, y no digamos a los escasos reyes, reinas, príncipes y princesas que todavía quedan en este globalizado mundo de hoy, establecer las relaciones sentimentales que les interesan dentro de la máxima confidencialidad y discreción.

Veamos. Cuando el común de los mortales, la gente corriente de la calle (del sexo masculino con preferencia, por lo menos hasta ahora), por mucho gimnasio que se trabaje y mucho músculo que exhiba, quiere echar una cana al aire o engañar a su pareja, bien con carácter esporádico o con afán de permanencia, necesita normalmente montar la consabida operación de desmadre (vespertino o nocturno, preferentemente) debidamente enmascarada de cena de trabajo o reunión de alto nivel y gastarse una pasta gansa en proporción directa al nivel de la señora o señorita con la que desea concretar el pequeño regocijo extramarital entre sábanas, vulgarmente conocido antes de la moderna liberalidad de costumbres como adulterio puro y duro.

Pues bien, los personajes de sangre real (por citar los de más abolengo dentro de la sarta de individuos con poder que hace un momento señalaba) no necesitan nunca montar operación alguna para satisfacer sus naturales y comprensibles ansias de cambio civilizado de pareja, ni preparar nada «per se», ni mucho menos gastarse una parte sustancial del dinero fácil que sus súbditos ponen a su disposición para que vivan, como eso, como lo que son, sin pegar un palo al agua y disfrutando a tope de todos los placeres de la vida. Para proveerles de las señoras de buen ver que quieran (a los que les gusten las señoras, claro, pues la sangre azul no garantiza la heterosexualidad) disponen siempre de unos singulares funcionarios palaciegos encargados tradicionalmente de tal menester, los llamados en el argot palaciego «mamporreros reales» que, contrariamente a lo que la gente puede pensar, no suelen ser de baja condición en el escalafón de la Casa Real en la que prestan sus servicios, sino altos jerarcas de la misma que trabajan a la perfección, y en el más absoluto de los secretos, organizando a sus señores las francachelas que desean con una profesionalidad irreprochable. Sólo necesitan recibir de su amo y señor una escueta orden, siempre verbal, en la que no puede faltar, eso sí, datos operativos imprescindibles como el día y la hora del encuentro regio/palaciego, los parámetros físicos deseables en la dama en cuestión: estatura, peso, perímetro de pecho, cintura y caderas, color del cabello… etc., etc., y nivel cultural y social de la misma. Con todos estos datos en su poder (que normalmente cambian cada muy poco tiempo, para que el conquistador real no se aburra) los probos trabajadores palaciegos del sexo regio pueden colocar en cuestión de muy pocas horas y en el sitio adecuado, a la amante perfecta, al objeto del deseo de su señor.

Y no sólo eso, sino que estos variopintos y parece ser que muy necesarios funcionarios palaciegos son capaces de organizar, siempre en el mas absoluto de los secretos, toda la parafernalia logística necesaria para que el divertido evento (para su señor, evidentemente) de cada día o cada noche pueda desarrollarse sin ningún problema, sin sobresalto alguno: transporte de su señor y de la dama elegida, sistema especial de seguridad
ad hoc
(normalmente al margen del servicio general de seguridad de palacio), enmascaramiento básico necesario, medidas de decepción o engaño contra
paparazzi
y prensa en general… etc., etc.

En numerosas ocasiones, sin embargo, y a pesar de la aureolada capacidad operativa de estos recatados funcionarios palaciegos del placer que, vuelvo a repetir, se desenvuelven normalmente en niveles muy altos de la propia Institución monárquica que les acoge, esta noble misión de proporcionar entretenimiento, que no amor eterno, a reyes y príncipes, recae en personas que no figuran para nada en la plantilla de las Casas reinantes. Sí lo están en el entorno de sus amigos, amiguetes, confidentes, colaboradores, testaferros y encubridores, los cuales suelen prestar estos servicios personales a cambio, ¡cómo no!, de jugosas contraprestaciones.

Bien, pues tras este sucinto recordatorio del modo en que resuelven sus agudos problemas de protocolo erótico/sexual algunos personajes o personajillos de sangre azul que, contra toda modernidad y sentido de la historia, todavía mantienen algunos singulares países (entre los que, desgraciadamente, se encuentra aún España) en las poltronas de sus jefaturas del Estado, retomemos el relato de la increíble aventura amorosa del titular de la Corona española, D. Juan Carlos de Borbón.

***

En el verano de 1979 (no sé por qué, pero este hombre siempre empieza y termina sus aventuras amorosas en verano), tras los buenos oficios de uno de estos «mamporreros reales», concretamente de uno de esos
amateur
fuera de plantilla de los que hablaba hace un momento, se produce el primer encuentro íntimo del siempre fogoso y enamoradizo
Juanito
(lo de enamoradizo lo saco a colación porque en este caso se produciría no sólo su encoñamiento integral o necesidad patológica de sexo con su amada de turno, una más, sino un verdadero amor cuasi platónico) con la famosa
vedette
, actriz y presentadora de televisión que ya conoce el lector, a instancias mías, como la «Bella del Rey» o B. R.

La apasionada relación sentimental iniciada con este encuentro, dada la buena química surgida entre ambos, se prolongará durante quince años, hasta finales de junio de 1994, con visitas regulares de Juan Carlos al domicilio de su amiga, ubicado en una conocida urbanización madrileña, y
vis a vis
reservados mantenidos en diferentes lugares. Relación sentimental, visitas y encuentros que muy pronto conocerían, además de los círculos más cercanos al monarca español, los servicios secretos del Estado, de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad que, en fraternal competencia, tal como hacen siempre, intentarán conseguir el máximo de material sensible sobre las mismas.

El CESID, como decano de todos ellos, se llevará el gato al agua. Comienza de inmediato a controlar y «proteger» los encuentros íntimos del rey Juan Carlos con la señorita B. R. auxiliado en tan morboso quehacer por la División de Inteligencia del Ejército. Ello es así porque ambos organismos son prácticamente unos «vasos comunicantes» desde el punto de vista operativo al haber estado destinados en el segundo de ellos, antes de pasar al primero, la inmensa mayoría de jefes y oficiales en plantilla en el Centro Superior de Información de la Defensa.

La frecuencia de los contactos y entrevistas personales del rey con la bella variarán mucho a lo largo de los años y tendrá, como todo en la vida, sus picos y sus valles. Habrá momentos de especial intensidad erótica en la relación (allá por los primeros años 80), en los que los encuentros llegarán a dos por semana; pero, más tarde, la cosa se estabilizará en una velocidad de crucero de uno cada quince o veinte días, dependiendo lógicamente de la agenda oficial del atareado monarca.

Como cualquiera puede suponer, pues para eso y para cosas mucho peores están, tanto el CESID como las «antenas» adscritas a la División de Inteligencia del Ejército de Tierra (a este autor no le consta, y por ello no hace referencia alguna a posibles intromisiones de las Divisiones de Inteligencia de los otros dos Ejércitos en la persecución del famoso «ligue» del Borbón), realizarían a lo largo de los años abundantes grabaciones de los fogosos encuentros del rey Juan Carlos con B. R. utilizando para ello sofisticados aparatos audiovisuales, todas ellas desde el exterior del edificio en el que éstos tuvieron lugar; absteniéndose siempre de meter cámaras dentro del recinto, aunque técnicamente ello no hubiera revestido especial dificultad. Las únicas grabaciones de vídeo que se hicieron sobre determinados
vis a vis
de Juan Carlos con su, durante tantos años, íntima amiga, fueron las realizadas por ella misma en su dormitorio por medio de una cámara oculta instalada, parece ser, con la ayuda de un buen amigo especializado en estas tareas. Y que son las que han propiciado, entre otras cosas y por el momento, multitud de quebraderos de cabeza al entorno de la familia real en pleno (a la «profesional» y paciente Dª Sofía esta vez le costaría lo suyo no decir «¡Basta!» y largarse con los suyos a su Grecia del alma); a los más altos dignatarios de la Casa del Rey (para el durante tantos años jefe de la misma, don Sabino Fernández Campo, esto sería el principio del fin de su relación con el monarca); a varios ex presidentes del Gobierno de la nación, que fueron soltando millones de pesetas de los fondos reservados para seguir dando carrete a la pasión real; al presidente Aznar, que se plantó, y dijo aquello tan comentado en los mentideros capitalinos de «Los fondos reservados no están para solucionar problemas de bragueta, por muy reales que éstas sean», aunque al final tuviera que tragar y dejar hacer en el asunto del finiquito exigido por la bella; y, por supuesto, a los responsables del CESID (los servicios de Inteligencia del Ejército supieron quitarse de en medio cuando la cosa se puso fea), que no tendrían más remedio que montar un muy complejo operativo a lo James Bond, al alimón con el delegado real, el todopoderoso Manuel Prado y Colón de Carvajal, para evitar que el tenebroso asunto estallase como una bomba nuclear táctica en el corazón mismo de la estructura del Estado. Aunque, eso sí, todo fue a costa de transferir con toda prodigalidad cuantiosos fondos a la saneada cuenta corriente de la astuta B. R., que hemos tenido que pagar en última instancia todos los ciudadanos de este país con nuestros impuestos.

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