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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (47 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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La operación antiterrorista del CESID, las andanzas de los GAL (con ramificaciones en el Ejército, la Policía y la Guardia Civil), los chapuceros operativos sacados a la luz pública por el ex coronel Perote (y que tuvieron, como llamativos antecedentes, las personales peripecias de los tristemente célebres Amedo y Domínguez) fueron, pues, diseñados por la cúpula del CESID y puestos en práctica después por comandos ejecutivos y mercenarios del Ejército, la Guardia Civil y la Policía con arreglo a los conocimientos adquiridos por los servicios de Inteligencia españoles en los centros de instrucción de sus homólogos argentinos. Que, vuelvo a repetirlo, gozaban en España (en su Ejército, más bien) de un magnífico cartel de operatividad y eficacia tras su fructífero trabajo represivo de los años 1976-1982.

En 1983, como digo, y con arreglo a las propuestas del CESID al Gobierno de Felipe González, plasmadas en un nuevo Informe-Propuesta de ese servicio (la llamada «Acta fundacional») en el que hacía las mismas «proposiciones deshonestas» que le hizo en su día a los centristas de Suárez, se pusieron en marcha los famosos GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) que en realidad fueron varios (el plural está perfectamente empleado y no el singular con el que han aparecido en determinados medios de comunicación) y mal avenidos. El cerebro de toda la operación «salvadora de la patria en peligro» (los mismos salvadores de la patria otra vez, antes con Franco y Videla, ahora con González) estaba radicado en el propio CESID, en su Dirección General y en la jefatura de su Grupo Operativo, cuyos máximos responsables, no sin ciertas dificultades, serían por fin procesados en diversas causas relacionadas con estas actividades delictivas de los más altos servicios de Inteligencia del Estado.

Ambas primeras autoridades de La Casa (director general y jefe del Grupo Operativo) mantenían relaciones jerárquicas de superioridad con los servicios de Inteligencia de las tres ramas de las FAS españolas, con los servicios análogos del Estado Mayor de la Defensa (en teoría un escalón superior) y con la Dirección General de la Policía y de la Guardia Civil que, a pesar de pertenecer orgánicamente al Ministerio del Interior, aparecían totalmente subordinadas al mando supremo del ilegal operativo para todo lo relacionado con él. A nadie se le escapaba (ni en el Gobierno, ni en el Ejército, ni en el Ministerio del Interior, ni en la Guardia Civil, ni en la Policía… ni, por supuesto, en la cúpula del CESID) que aquello en lo que estaban enfrascados todos era una operación ilegal, una «guerra sucia a la española» montada desde las alcantarillas del Estado, una reprobable actuación de los poderes públicos en un Estado democrático y de Derecho… pero según ellos debía hacerse, debía solucionarse para siempre, a través de la misma (como habían solucionado ya semejantes situaciones otras naciones «civilizadas»), el tremendo y renuente problema del terrorismo vasco. Por el bien de todos los españoles.

Pero aunque en principio la sucia maniobra de los GAL, la mini-guerra atípica y vergonzante contra ETA concebida y planificada por los militares españoles, a imagen y semejanza de la puesta en marcha en Argentina (salvando todas las distancias) por los sicarios del general Videla, fue dirigida y controlada por los máximos jerarcas del CESID, la propia dinámica de la operación, su carácter irregular, el variopinto número de organismos implicados en la misma y la necesaria descentralización en su ejecución, hicieron que muy pronto fuera imposible un absoluto control del operativo por parte de la cúpula de ese alto órgano de Inteligencia del Estado adscrito al Ministerio de Defensa. Así, como consecuencia directa de ello, surgieron pequeños reinos de taifas, por lo que a su dirección y ejecución se refiere, en todos y cada uno de los escalones institucionales cooperantes y llegó la consabida chapuza nacional.

Así, el Ministerio del Interior (cuyos máximos dirigentes de la época también serían procesados en diversas causas relacionadas con la «guerra sucia» que comentamos) pronto empezaría a actuar por libre, al margen de la suprema autoridad del CESID (aunque, eso sí, respetando siempre las formas y la confidencialidad debidas), apoyándose sus responsables en la buena amistad y en las relaciones políticas fluidas que mantenían con el presidente del Gobierno. Y esta «independencia operativa» enseguida se trasladaría a sus Direcciones Generales de la Policía y Guardia Civil, que montarían rápidamente sus órganos de dirección intermedios y sus comandos operativos de mercenarios (Amedo y Domínguez) la primera, y grupos especiales de guardias civiles «fuera de la ley» (cuartel donostiarra de Intxaurrondo), la segunda. ¡Ah, el Intxaurrondo de los años 1983-l986! la ESMA española, con sus expeditivos procedimientos para obtener información y sus mecanismos atípicos para controlar y detener comandos etarras copiando sin ningún rubor el secuestro, la bañera, la picana, el asalto, el tiro en la nuca, la cal viva… de sus profesores argentinos. ¡Ah, el Intxaurrondo de los años 1983-1986, el «Fort Apache» de la Guardia Civil en el País Vasco, haciendo la guerra por su cuenta, la guerra sagrada y bien retribuida de los nuevos salvadores de la patria!

Este
totum revolutum
operativo de dirigentes, comandos operativos y servicios de Inteligencia del Estado, de los tres Ejércitos, del Ministerio de Defensa, del Ministerio del Interior, de la Guardia Civil y de la Policía… explica bien a las claras el chapucero discurrir de la malhadada operación de guerra sucia montada en España contra ETA (policías que con todo descaro se juegan los dineros del Estado en el casino de Biarritz, que contratan mercenarios en Lisboa utilizando la Visa oro del Ministerio del Interior, que se inscriben en los hoteles donde se entrevistan con los asesinos a sueldo con sus nombres y apellidos reales… etc., etc.) y su desastroso final, con un trágico balance de secuestros, torturas, chantajes, extorsiones, 28 asesinatos… y ningún daño apreciable en la infraestructura de la organización independentista etarra. Un triste y despreciable resultado que, aparte de su ilegalidad y la responsabilidad penal que supuso para los en él implicados (no para todos, evidentemente, pues los máximos responsables todavía no han sido llevados ante la justicia), nos debe hacer reflexionar a todos cuantos respetamos la ley y la justicia en el marco del Estado de derecho en el que aspiramos a vivir.

Por cierto, en relación con las responsabilidades, todavía no aclaradas, en este deleznable asunto de los GAL convendría hacer, ya que en el presente libro estamos hablando preferentemente del rey Juan Carlos y las turbias maniobras político-militares auspiciadas por él y su entorno palaciego, algunas puntualizaciones muy importantes y varias acusaciones muy graves. Y la primera de esas puntualizaciones es afirmar rotundamente que el jefe del Estado español, el rey Juan Carlos I, siempre estuvo al tanto de la «guerra sucia» que preparaba el CESID para doblegar a los más radicales independentistas vascos, ya que mucho antes de que florecieran los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación (a principios de 1983) recibió oportunamente, como lo recibieron todos los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el Informe/Propuesta de Estrategia Antiterrorista dirigido al Gobierno de Adolfo Suárez (ya mencionado en estas páginas), elaborado por ese supremo órgano de información del Estado en julio de 1978 y que aspiraba a involucrar al Estado democrático en la lucha irregular e ilegal contra la organización etarra. Como asimismo recibió años después el Borbón, en esa triste y recordada fecha de principios de 1983, como jefe del Estado y Comandante Supremo de las FAS, el documento confeccionado por los estrategas antiterroristas de «La Casa» (léase CESID) con idénticos fines y que después ha sido conocido en ambientes periodísticos e, incluso, judiciales como el «Acta Fundacional de los GAL»; algo que en esa ocasión sí recibiría el visto bueno del Gobierno, el presidido por el socialista Felipe González (y el correspondiente «
nihil obstat
» por parte del soberano) para introducirnos a todos los españoles en el laberinto indeseable del terrorismo de Estado.

Y no sólo estaría el rey Juan Carlos al tanto de la «guerra sucia» contra ETA a través de estos dos importantes documentos del CESID de 1978 y 1983 (dato éste que puede ser confirmado, a pesar del tiempo transcurrido, acudiendo a la documentación interna de ese alto organismo de Inteligencia del Estado e, incluso, analizando toda la precisa documentación que sobre los GAL y su estructura organizativa y de mando recibieron durante los años 80 los altos mandos de las Fuerzas Armadas y sus Estados Mayores), sino que antes, durante y después de cada una de sus acciones terroristas tuvo a su disposición, como la obtuvieron, precisa y oportunamente, los mas altos jerarcas del Ejército (los informes sobre las andanzas contra ETA de los pistoleros de la «democracia» española de los años 80 llegaban puntualmente no sólo al Estado Mayor del Ejército sino hasta el modesto escalón Brigada), toda la información que sobre estos grupos de justicieros con licencia para matar generaban tanto el Centro Superior de Información de la Defensa como las Divisiones de Inteligencia de los tres Ejércitos, el Estado Mayor de la Defensa y, por supuesto, los órganos de Inteligencia del Ministerio del Interior y de la Guardia Civil.

El jefe del Estado español, el jefe supremo de sus Fuerzas Armadas, el máximo garante teórico del Estado de derecho, el adalid de la democracia española tras el esperpéntico 23-F, el rey Juan Carlos I, conociendo, como conocía, absolutamente todos los entresijos de la «guerra sucia» contra ETA, debió de actuar de inmediato frenando tal demencial proyecto. Era su ineludible obligación moral y política como máximo representante de un Estado democrático y, además, por exigencias de la propia Constitución que le marca taxativamente la misión de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las Instituciones.» ¿Y qué mejor manera de arbitrar y moderar el funcionamiento de una Institución como el Gobierno de la nación que evitando que se enfrascara en 28 asesinatos de Estado?

Y, sin embargo, el rey no hizo nada. Miró para otro lado, convirtiéndose, por omisión, en cómplice de las aventuras asesinas de los GAL y, por ende, en el máximo responsable de sus crímenes, secuestros y tropelías. A algún conspicuo ciudadano de buena fe le puede parecer muy duro esto que acabo de decir, pero la realidad objetiva es la que es. Y el jefe del Estado en cualquier país moderno, democrático y de derecho, que ostenta, además, la suprema jefatura de sus Fuerzas Armadas, aunque no gobierne directamente (aunque sí entre bambalinas) como es el caso de España, tiene unas muy claras exigencias éticas, morales y políticas. No se puede llamar andana y mirar hacia otro lado cuando las propias fuerzas de seguridad del Estado, pasándose por la entrepierna las leyes y normas básicas del Estado de derecho, asesinan a presuntos delincuentes e, incluso, por error, a gente honesta de la calle que nunca tuvo la mas mínima relación con la organización terrorista etarra…

Los españoles nos creemos muy cargados de razón cuando tachamos de asesinos, de genocidas, de escoria humana, a siniestros personajes de fuera como Pinochet, Milosevic, Videla, Hitler, Sadam Hussein, Gadafì… Sin embargo, nos cuesta muchísimo reconocer que aquí, en nuestro país, se han cometido, y no hace tantos años, en plena democracia, crímenes de Estado horrendos por los que nadie ha pagado todavía. No pagó en su momento el dictador Franco, ni pagaron después la pandilla de asesinos que se beneficiaron con su régimen y que luego se convertirían, por intereses personales, en demócratas advenedizos. Y tampoco han pagado muchas altas autoridades de la democracia que, como en estos flagrantes delitos de los GAL, creyeron que los atajos extralegales y las cloacas del Estado eran posibles caminos a transitar para acabar con la lacra del terrorismo etarra.

El juez Baltasar Garzón, el durante tantos años látigo judicial de la Audiencia Nacional para meter en vereda a los independentistas del norte y valeroso adalid de la justicia internacional contra genocidas y dictadores, debería haber mirado en su propia casa antes de meterse a perseguir crímenes cometidos muy lejos de nuestras fronteras. Y no debió dejarnos a todos los españoles en la insoportable duda de quién se encontraba detrás de su famosa «X» en el organigrama de los GAL. Por lo menos, para darnos una mejor y definitiva pista, debió pintar una coronita real encima de la enigmática letra… Porque mucha gente en este país ha venido colocando todos estos años en el lugar que no le correspondía, como jefe indiscutible de los GAL, al presidente del Gobierno de entonces, Felipe González. Y a cada cual lo suyo. Porque donde manda patrón no manda marinero, y hasta en las mafias asesinas y en las organizaciones criminales con licencia para matar es el jefe supremo el que debe responder ante la justicia si las cosas vienen mal dadas.

Es cierto que por debajo de la «X» de Garzón, por supuesto con corona real, muchas altas autoridades del Estado español estaban también al tanto de lo que ocurría en las cloacas de Interior y Defensa; entre ellas, los miembros del Gobierno, con su presidente al frente, y todos los mandos del Ejército que, con los mejores servicios secretos de la nación bajo su férula, conocían al detalle la siniestra planificación de una guerra asquerosa e impropia, se mire como se mire, de un Estado moderno. Pero, aunque nunca puede servir de justificación, estos altos mandos del Ejército (y de la Policía y la Guardia Civil) estuvieron siempre sometidos a la jerarquía, a la cadena de mando, al Gobierno de la nación que autorizó los asesinatos y al jefe supremo de los Ejércitos, al que, en definitiva, le correspondió siempre ser el primero en actuar y detener como fuera aquel delirio asesino. En conciencia y con el poder en la mano.

10. LA BELLA Y EL REY (B. R.)

-El mayor escándalo sexual de la monarquía borbónica. -Un largo y tórrido romance que nos ha costado a los españoles más de quinientos millones de pesetas. -La secreta maniobra de La Zarzuela y el CESID para enfrentar el chantaje de la
vedette
. -La fortuna real, el yate Fortuna y la fortuna del yate… -El rey moroso. -El rey cazador. -El triste destino del oso «Mitrofán».

La monarquía juancarlista que padecemos (algunos osados monárquicos e incluso bastantes demócratas de buena fe preferirían decir «disfrutamos») siempre ha evidenciado, ante la opinión pública española, dos peligrosos «talones de Aquiles»: la escandalosa vida sentimental de su titular, el rey Juan Carlos I, que se ha traducido a lo largo de los años en multitud de turbias relaciones extramatrimoniales que su santa y profesional esposa, Dª Sofía, ha sabido aceptar y perdonar con resignación encomiable; y el rápido (por no decir meteórico), incomprensible, y presuntamente delictivo, enriquecimiento de la Casa Real española que, en tan sólo treinta años de reinado, ha pasado de la pobreza más absoluta y el tener que vivir de las limosnas que recibía de la nobleza y de determinados monárquicos adinerados, a disponer de una cuantiosísima fortuna privada que la revista
Eurobusiness
ha cifrado en la actualidad, sin que en ningún momento haya sido desmentido por portavoz alguno de La Zarzuela, en unos 1.790 millones de euros (300.000 millones de las antiguas pesetas), la cuarta más alta de España y «sólo» la sexta en el ranking de los monarcas europeos.

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