Juan Raro (26 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Envió a tierra una lancha con un Teniente. Los isleños tenían cinco horas para preparar los equipajes y subir a bordo. El Teniente volvió al barco con un ataque de nervios, e informó que las instrucciones no se habían cumplido. El Comandante mismo bajó entonces a tierra con un destacamento armado. Rechazó toda invitación, y anunció que los isleños debían embarcar enseguida.

Juan pidió explicaciones y trató de arrastrar al hombre a una conversación normal. Señaló que la mayor parte de los colonos no eran súbditos británicos, y que no molestaban a nadie. Todo fue inútil. El Comandante era algo sádico, y las desnudas carnes femeninas lo habían exasperado. Ordenó el arresto de todos los colonos.

Juan habló entonces con una voz solemne.

—No dejaremos vivos en la isla. Todos los que usted toque, caerán muertos.

El Comandante se rió. Dos marineros se acercaron a Chargut, que estaba más cerca. El tibetano miró a Juan, y cuando los marineros lo tocaron, cayó al suelo. Los marineros examinaron a Chargut. No mostraba signos de vida.

El Comandante, visiblemente confundido, no supo qué decir. Se puso tieso, y repitió la orden. Juan dijo:

—¡Tenga cuidado! ¿No ve que está ante algo que no puede entender? No tomarán a ninguno vivo.

Los marineros titubearon. El Comandante gritó:

—¡Obedezcan las órdenes! Comiencen con una muchacha, para mayor seguridad.

Los hombres se acercaron a Sigrid. Ésta se volvió hacia Juan, con una sonrisa, y extendió hacia atrás la mano para tocar a Kargis, su compañero. Uno de los marineros le puso tímidamente una mano en el hombro. Sigrid cayó hacia atrás, en brazos de Kargis.

El Comandante, trastornado, observó que los marineros estaban a punto de insubordinarse. Trató de razonar con Juan, asegurándole que los colonos serían tratados con toda corrección. Juan se limitó a sacudir la cabeza. Kargis se había sentado en el suelo, con el cuerpo de la muchacha en los brazos. Luego de contemplar un momento a Sigrid, el Comandante dijo:

—Consultaré el caso con el Almirantazgo. Mientras tanto pueden quedarse aquí.

Volvió con sus hombres al bote. El crucero se alejó.

Los isleños colocaron los cadáveres en la roca de la playa. Durante unos instantes, de pie, inmóviles, guardamos silencio. Las gaviotas pasaban chillando. Una de las muchachas hindúes, que había tenido relaciones con Chargut, se desmayó. Kargis, en cambio, no parecía triste. La expresión desolada que había tenido su rostro cuando Sigrid cayó muerta, había desaparecido. Aquellos espíritus supernormales no sucumbían durante mucho tiempo a una emoción inútil. Durante algunos segundos, el joven miró fijamente a Sigrid. De pronto se echó a reír. Su risa se parecía a la de Juan. Se inclinó, besó dulcemente los labios de Sigrid, con una sonrisa, y se hizo a un lado. Juan miró los cadáveres. Se alzó una llamarada, y los cadáveres se consumieron.

Días después le pregunté a Juan si los isleños no podían llegar a un acuerdo con Gran Bretaña. La colonia, sin duda, sería disuelta; pero sus miembros podrían volver a sus respectivos países, e iniciar una vida larga y fecunda. Juan sacudió la cabeza y replicó:

—No puedo explicártelo. Podría decirte que somos ahora un solo cuerpo. Si nos separásemos, no podríamos vivir. Y aunque hiciésemos como tú dices, y volviésemos al mundo de tu especie, nos espiarían, nos vigilarían, nos perseguirían. Nuestros mismos ideales nos invitan a morir. Pero aún no estamos preparados. Retardaremos un poco el fin para poder concluir nuestra tarea.

Poco después de la segunda visita, ocurrió algo, y comprendí mejor a los colonos. Ng-Gunko, desde hacía algún tiempo, trabajaba secretamente. Tenía el amor propio y la afición al misterio de todos los niños. Luego, un día, con una sonrisa de orgullo y satisfacción, convocó a los colonos. Habló telepáticamente, y las discusiones que siguieron fueron también telepáticas. Mi relato se basa en lo que más tarde me contaron Juan, Shen Kuo y otros.

Ng-Gunko había inventado un arma que, aseguraba, impediría que el
Homo Sapiens
se acercase a la isla. El arma proyectaba un rayo destructor, derivado de la desintegración atómica, capaz de aniquilar un aeroplano o un buque de guerra que se encontrasen a menos de sesenta kilómetros. El proyector, ubicado en el más alto de los picos, podría dominar el horizonte. Los planos del arma estaban ya concluidos, pero su ejecución demandaría un gran trabajo, y el concurso de todos. Ciertas piezas de fundición y acero deberían encargarse secretamente en Japón o los Estados Unidos de América. Sin embargo, era posible fabricar armas similares, aunque más pequeñas, y montarlas en el avión y el
Skid
. De ese modo podría rechazarse cualquier ataque en los próximos meses.

Un cuidadoso examen demostró que el invento de Ng-Gunko podía ser eficaz. Se discutió entonces la construcción del arma. En ese momento, parece, intervino Shen Kuo aconsejando el abandono del proyecto. Señaló que absorbería todo el poder de la colonia, y que la misión espiritual debería postergarse.

—Cualquier resistencia —dijo— uniría a la especie inferior contra nosotros. No habría paz entonces mientras no conquistásemos el mundo. Esta conquista llevaría mucho tiempo. Somos jóvenes, y la guerra consumiría nuestros años más críticos. Y cuando concluyéramos esa matanza, ¿estaríamos aún capacitados para emprender nuestra verdadera tarea: la fundación de una nueva especie, la creación de un nuevo culto? No. Estaríamos arruinados, deformados, y de un modo irremediable. La violencia borraría para siempre la visión de nuestra meta. Si tuviésemos treinta años, quizá podríamos atravesar un largo período de guerras sin quedar empobrecidos, espiritualmente. Pero, dadas las circunstancias, será mejor renunciar al arma y continuar nuestra empresa espiritual.

Me bastó observar las caras de los isleños para advertir que vivían un angustioso conflicto. No era sólo una cuestión de vida o muerte. Estaba en juego un principio fundamental. Cuando Shen Kuo terminó su discurso, hubo un clamor de confusas protestas, verbalmente expresadas, pues todos estaban profundamente conmovidos. Se decidió enseguida postergar el problema para el día siguiente. Mientras tanto, se celebraría una reunión en la sala común. Se vería entonces si era posible un acuerdo y una solución justa. La reunión duró varias horas. Supe más tarde que todos, incluso Ng-Gunko y Juan, habían aceptado con satisfacción el punto de vista de Shen Kuo.

Pasaron las semanas. La observación telepática informó que entre los tripulantes del segundo crucero había varios casos de amnesia. El informe del Comandante era incoherente e inverosímil. Como el otro Comandante, cayó en desgracia. Las embajadas extranjeras, por medio de sus Servicios Secretos, trataron de investigar estos últimos incidentes. No llegaron a saberlo todo, pero obtuvieron algunos jirones de verdad, bordados de exageraciones fantásticas. Se dijo entonces que no podía tratarse, solamente, de un juego diplomático, o un extravío del Gobierno inglés. Había allí algo de sobrenatural, que superaba toda imaginación. Tres naves habían visitado la isla, y una increíble confusión mental había atacado a sus tripulantes. Los isleños, además de ser físicamente excéntricos, y de una moral perversa, debían de estar dotados de extraños poderes que, en otra época, hubieran sido llamados diabólicos.

De un modo vago y subconsciente, el
Homo Sapiens
empezó a comprender que su supremacía estaba amenazada.

El Comandante del segundo crucero había informado que los isleños eran de varias nacionalidades. El Gobierno británico no se sentía cómodo. Un paso en falso, y se lo acusaría de asesino de niños. Sin embargo, la situación debía resolverse con firmeza y rapidez, antes que los comunistas la aprovecharan. Se decidió entonces solicitar la cooperación de otras potencias.

Mientras tanto, una nave soviética había dejado Vladivostock y navegaba ya por los mares del Sur. La avistamos un atardecer. Era un buque mercante, de aspecto inofensivo. Echó anclas, y desplegó la bandera roja con insignia de oro.

El Capitán, un hombre canoso de blusa de campesino, con una mirada en la que parecían brillar todavía los reflejos de la guerra civil, nos traía un halagador mensaje de Moscú. Se nos invitaba a emigrar a Rusia. Allí podríamos administrar la colonia a nuestro gusto. Las potencias capitalistas, que odiaban nuestro comunismo y nuestras costumbres sexuales, no podrían atacarnos.

Mientras el Capitán nos dirigía este discurso, lentamente, pero en buen inglés, una mujer oficial intimaba con Sambo, que le examinaba las botas. La mujer sonreía y murmuraba algunas palabras de cariño. Cuando el Capitán dejó de hablar, Sambo miró a la mujer, y exclamó:

—Camarada, has errado el camino.

Los rusos quedaron desconcertados, pues Sambo parecía aún una criatura.

—Sí —dijo Juan, riendo—. Camaradas, habéis errado el camino. Somos como vosotros, comunistas; pero también otra cosa. Para vosotros el comunismo es el fin, para nosotros el comienzo. Para vosotros el grupo es lo más sagrado; para nosotros, sólo una trama formada por individuos. Admiramos, en muchos aspectos, las realizaciones de la Rusia nueva, pero si aceptáramos esta invitación pronto nos veríamos en un conflicto. No podemos someternos. Preferimos que la colonia sea destruida.

En ese momento, Juan comenzó a hablar en ruso, con gran rapidez, mirando a veces a sus compañeros, como en busca de apoyo. Los visitantes se sintieron otra vez desconcertados. Insinuaron algunas réplicas, y comenzaron a discutir.

Todos se dirigieron entonces a la terraza del refectorio. Se sirvieron bebidas a los visitantes y se les siguió el tratamiento. Como no comprendo el ruso, no sé qué se habló; pero los marinos estaban visiblemente excitados. Mientras que algunos se entusiasmaban cada vez más, otros miraban a los isleños como seres peligrosos.

Cuando los rusos se retiraron, la confusión de sus mentes era casi total. Nuestros telépatas dijeron más tarde que el informe del Capitán había sido tan breve, contradictorio e increíble, que se lo destituyó enseguida por incapacidad mental.

Las noticias de la expedición rusa, y el anuncio de que había dejado a los colonos en posesión de la isla, confirmaron los peores temores de las otras potencias. Evidentemente, la isla era una avanzada comunista. Probablemente una base naval y aérea para atacar a Australia y Nueva Zelanda. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña redobló sus esfuerzos. Las potencias del Pacífico debían emprender una acción común.

Entre tanto, las historias incoherentes de la tripulación rusa habían causado cierto revuelo en el Kremlin. Se había decidido que cuando los isleños llegaran a Rusia, la prensa soviética publicaría la historia de su persecución por los británicos. Pero el asunto era tan misterioso que las autoridades no sabían qué pensar. Decidieron prohibir toda mención de la isla.

En ese momento, el Kremlin recibió una nota de protesta. El futuro de la isla, decía la nota, sólo concierne a Gran Bretaña. La respuesta rusa fue conciliatoria. Los comunistas deseaban formar parte de la nueva expedición. Amargamente, la Gran Bretaña tuvo que ceder.

Los isleños siguieron telepáticamente la pequeña flota. Los barcos venían de Asia y América y convergían hacia la isla. El punto de reunión era la Isla de Pitcairn. Días después, vimos en el horizonte una columna de humo, luego otra, y otra más. Así aparecieron seis barcos. Exhibían las banderas de Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos de Norteamérica, Holanda, Japón y Rusia. En fin, «las potencias del Pacífico». Los barcos anclaron, y todos echaron al agua una lancha de motor, con la bandera nacional en la popa.

La flotilla de lanchas se reunió en el puerto. Juan recibió a los visitantes en el muelle. El
Homo Superior
recibió a la caterva del
Homo Sapiens
, y se vio enseguida que el
Homo Superior
era indudablemente el mejor. El proyecto era arrestar enseguida a todos los colonos, pero ocurrió un curioso tropiezo. El inglés, encargado de hablar, parecía haber olvidado su parte. Tartamudeó algunas palabras incoherentes, y se volvió pidiendo ayuda a su vecino francés. Siguió una discusión en voz baja, mientras los otros, visitantes rodeaban a la pareja. Los isleños, silenciosos, observaban a los hombres. El inglés volvió a adelantarse y se puso a hablar, casi sin aliento.

—En nombre de las potencias del Pacífi…

Se detuvo, frunciendo el ceño, con los ojos clavados en Juan. El francés dio entonces un paso adelante, pero Juan lo interrumpió:

—Caballeros —dijo señalando la terraza—. Vayamos a la sombra. Es evidente que el sol los afecta.

Se volvió, y echó a caminar. El pequeño rebaño lo siguió obedientemente.

En la terraza aparecieron vinos y cigarros. El francés iba a aceptar, cuando el japonés gritó:

—¡No tome nada! Puede ser veneno.

El francés retiró la mano y sonrió con aire de desaprobación a Marianne que estaba sirviendo unos refrescos. La muchacha dejó la bandeja en la mesa.

El británico, que había recobrado el habla, exclamó de un modo muy poco oficial:

—Hemos venido a arrestarlos. Se los tratará bien, por supuesto. Mejor será que empiecen a empacar enseguida.

Juan lo miró un rato en silencio, y al fin dijo amablemente:

—Me gustaría saber cuál es nuestro delito, y en nombre de quién habla usted.

El infortunado marino descubrió una vez más que no podía hablar coherentemente. Tartamudeó algo a propósito de las «potencias del Pacífico» y unos «muchachos descarriados», y al fin se volvió, quejumbroso, hacia sus colegas. Lo que siguió fue la Torre de Babel. Todos hablaban y nadie entendía. Juan esperó un momento. Luego dijo:

—Mientras ustedes tratan de recobrar el habla, les hablaré de la colonia.

Juan relató toda la aventura. Advertí que apenas se refería a la rareza biológica de los isleños. Afirmó solamente que eran criaturas hipersensibles y monstruosas que deseaban vivir su propia vida. Opuso luego el estado trágico del mundo a la vida idílica de la isla. Era un hábil alegato, pero mucho menos importante en realidad que la influencia telepática que en ese mismo momento recibían los visitantes. Era evidente que algunos estaban emocionados. Un mundo luminoso e insólito se abría ante ellos. Observaron a Juan y a sus compañeros, y luego se miraron como por vez primera.

Cuando Juan dejó de hablar, el francés se sirvió vino. Pidió a los otros que también llenaran sus vasos y bebieran a la salud de la colonia, y pronunció un discurso breve, pero elocuente, declarando que reconocía en el espíritu de estos jóvenes algo realmente noble, algo, en verdad, casi francés. Si su Gobierno hubiese conocido la verdad de los hechos, no habría participado en esta expedición. Sugirió a sus colegas que abandonasen la isla y se comunicaran con sus Gobiernos.

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