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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (64 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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La primera era el dossier confidencial del Servicio de Seguridad sobre Caril Ann Curtin. Lo leyó por encima, buscando cualquier dato que pudiera darle algún indicio sobre el modo en que reaccionaría cuando le soltasen la verdad a la cara. Pero no era algo fácil de determinar: el dossier la revelaba como una funcionarla del estado diligente pero reservada. Había obtenido resultados muy favorables en las pruebas para ascensos e informes de rendimiento. Al parecer trabajaba eficientemente con sus compañeros, y los supervisores se referían a ella en términos muy elogiosos. Había poca información sobre su vida social, salvo un dato que inquietó a Jeffrey: Caril Ann Curtin pertenecía a un club de tiro femenino, en el que había ganado varios premios en competiciones con pistola. También según el dossier, participaba activamente en organizaciones religiosas y cívicas, era socia de varios gimnasios y había corrido un maratón en menos de cuatro horas el año anterior, en la carrera de Nueva Washington.

En lo referente a su vida anterior a su llegada al estado cincuenta y uno, el dossier era aún más escueto. Ella aseguraba haberse diplomado en Administración de Empresas en una academia de Georgia. Tenía una experiencia laboral limitada, pero que la cualificaba de sobra para ejercer como secretaria. En la carpeta había dos cartas de recomendación de ex empleadores que la ponían por las nubes. Una de ellas la había escrito el abogado de Trenton, detalle que el hombre había omitido en su conversación forzada con Jeffrey Clayton. La otra, supuso éste, era falsificada o comprada, pero sin duda satisfactoria para el estado en sus inicios, la época en que estaba cobrando forma. En apariencia, estaba capacitada, era perfecta. Su marido tenía dinero y era generoso con él. Una vez que hubo pasado a formar parte de la burocracia, ella había subido peldaños con la determinación de un salmón que vuelve a su hogar.

Jeffrey dejó esa carpeta a un lado y abrió la segunda.

Ese expediente era aún más corto. Era un listado de ordenador impreso del Centro Nacional de Información Criminal. El encabezamiento rezaba: «Elizabeth Wilson. Fallecida.»

Jeffrey sacudió la cabeza.

«Fallecida no —pensó—. Sólo renacida.»

El documento del banco de datos nacional describía a una joven que se había criado en el campo, en Virginia Occidental. Tenía todo un historial como delincuente juvenil por allanamiento, incendios provocados, agresión con lesión y prostitución. Había un informe breve del Departamento de Libertad Condicional de las autoridades del condado de Lincoln que mencionaba la existencia de unas pruebas no confirmadas de que había sufrido abusos sexuales constantes en su infancia por parte de su padrastro.

Elizabeth Wilson había acabado en la cárcel por homicidio sin premeditación a los diecinueve años. Le había sacado una navaja a un cliente que se negaba a pagarle después de mantener relaciones sexuales con ella. El hombre la había golpeado varias veces antes de darse cuenta de que ella lo había rajado desde el vientre hasta la cintura. Le concedieron la libertad condicional después de cumplir tres años de condena en la penitenciaría estatal de Morgantown. Según el informe, seis meses después de salir a la calle, había conseguido empleo en un bar de moteros en una zona rural del estado a unos cien kilómetros de la ciudad. Su primera noche de trabajo, había salido del establecimiento en compañía de un hombre, y no la habían vuelto a ver. La policía había descubierto ropa desgarrada y ensangrentada en una hondonada, pero no habían hallado ningún cadáver. Esto había ocurrido a finales del invierno, y el terreno resultaba casi impracticable. Ni siquiera una unidad con perros había sido capaz de reconocer el territorio. Posteriormente, la policía había interrogado a varios hombres que se hallaban presentes en el bar esa noche y que según testigos habían estado hablando con ella. Detuvieron a uno cuya camioneta tenía manchas de sangre en el asiento. El tipo de sangre coincidía con el de Elizabeth Wilson, y más tarde las pruebas de ADN revelaron que era suya. Al registrar la camioneta se encontró un cuchillo de caza grande metido bajo un panel roto del suelo. La hoja también presentaba manchas de sangre. A pesar de que declaró que esa noche estaba borracho y no se acordaba de nada, el hombre fue juzgado y condenado a cadena perpetua.

Jeffrey pensó que eso debió de resultarle divertido a su padre. Dejar un poco de sangre en el coche de un desconocido. El cuchillo también le pareció un detalle ingenioso. Se preguntó si su padre había aleccionado a Elizabeth Wilson mientras le extraía sangre unas horas antes aquella tarde; «llama la atención, coquetea, enzárzate en una discusión, luego márchate con un tipo que esté tan borracho que apenas se tenga en pie. Un hombre que luego sea incapaz de recordar un solo detalle».

Después, su padre se llevó a la joven cuya muerte había fabricado y la recreó, del mismo modo que se había reinventado a sí mismo antes. Esa noche, ella debió de ser como una recién nacida, desnuda, con la ropa hecha jirones y empapada en su propia sangre, tiritando a causa del frío y el miedo.

Jeffrey cerró la carpeta y pensó: «Seguro que ella se lo debe todo.»

Echó una mirada rápida a su hermana y luego a su madre.

«No tienen idea de lo peligrosa que puede ser esta mujer —se dijo—. No hay un solo detalle de su vida que no haya sido inventado por mi padre. Ella le tendrá tanta devoción como un feroz perro guardián. Quizás incluso más.»

Junto con el expediente, habían enviado una vieja fotografía. En ella aparecía un rostro joven y airado con expresión ceñuda, una boca torcida de dentadura mellada y una nariz rota que se había soldado mal, todo ello enmarcado por una cabellera rubia enmarañada y grasienta.

Jeffrey comparó mentalmente ese retrato con la fotografía del pasaporte de Caril Ann Curtin. Costaba creer que la joven que sostenía bajo su cara el número de identificación en la comisaría fuese la misma mujer adulta segura de sí misma que había demostrado su valía en tantas tareas oficiales. Le habían arreglado los dientes y suavizado el mentón. La nariz rota había sido reparada y remodelada. La había esculpido un experto, pensó Jeffrey, tanto física como emocional y psicológicamente. Como Henry Higgins a Eliza Doolittle. Sólo que, en este caso, se trataba del Henry Higgins de la muerte.

Jeffrey guardó de nuevo las dos carpetas en el maletín de lona, remetiéndolas entre el expediente escolar de Geoffrey Curtin y la fotografía de Peter Curtin. Los ordenadores no contenían información sobre él, salvo las referencias indirectas en los dossieres de su esposa e hijo.

En el coche había un teléfono del Servicio de Seguridad. Jeffrey lo cogió y comenzó a marcar un número. Hicieron falta tres intentos frustrantes para que pudiera ponerse en contacto con la Universidad Cornell. Se identificó y acto seguido pidió que lo pasaran con el encargado de seguridad. Tardaron unos segundos en localizar al hombre, pero cuando contestó, su voz sonó muy cercana pese a los cientos de kilómetros que los separaban.

—Aquí el jefe de seguridad, ¿cuál es el problema?

—Señor, necesito saber si un alumno de Cornell continúa alojado en la residencia.

—Dispongo de esa información. ¿Para qué la necesita?

—Se ha producido un accidente de tráfico aquí —mintió Jeffrey—, y seguimos buscando entre los restos del vehículo quemado. Es posible que se trate de parientes cercanos. Pero hemos recuperado cadáveres sin identificar. Nos sería útil poder descartar al menos a una persona…

—¿Como se llama el alumno?

—Geoffrey, con G, Curtin. Se escribe C-U-R-T-I-N…

—Deje que eche un vistazo, señor…

—Clayton. Agente especial Clayton.

—Cada vez recibimos más solicitudes de jóvenes del estado cincuenta y uno, ¿sabe? Son buenos chicos. Buenos estudiantes. Pero cuando llegan al campus lo pasan fatal durante las primeras semanas. Aquí las cosas son diferentes que allá… —El oficial de seguridad hizo una pausa y luego añadió—: Oiga, ¿seguro que me ha dado bien el nombre?

—Sí. Geoffrey Curtin, de Sierra, en el estado cincuenta y uno.

—Pues no me sale nadie con ese nombre.

—Vuelva a comprobarlo, si es tan amable.

—Ya lo he hecho. Aquí no consta nadie. Tengo la lista general, ¿sabe? Figuran todos los alumnos, profesores, empleados del campus… todas las personas relacionadas con la universidad. Él no aparece. Quizá debería telefonear a Ithaca College. A veces la gente se confunde, ¿sabe? Están muy cerca de nosotros.

Jeffrey, después de colgar, rebuscó en la carpeta del informe académico. Sujeta al documento había una copia de la carta de aceptación de Cornell, con una nota escrita a mano por el tutor en la parte superior, que decía: «Depósito enviado.»

Jeffrey se percató de que tanto su madre como su hermana lo observaban.

—No está allí —dijo—, que es donde se supone que debería estar. Eso podría significar que está aquí…

El agente taciturno farfulló desde el asiento delantero:

—Pruebe con Control de Pasaportes. Ellos sabrán si está o no en el estado.

Jeffrey asintió.

—Se supone que tengo que ayudarles —prosiguió el agente, entre dientes—, pero mire que amenazarme con una pistola…

Jeffrey realizó la llamada. Gracias a su autorización de seguridad, obtuvo una respuesta rápida: Geoffrey Curtin, de dieciocho años, con domicilio en Buena Vista Drive 135, Sierra, había salido del estado el 4 de septiembre con destino a Ithaca, Nueva York, y aún no había regresado.

—Bueno —dijo Susan—. ¿Qué opinas? ¿Está aquí o no?

—Creo que no, pero debemos ser prudentes.

—Me llaman doña Prudencia —bromeó Susan.

—No, no es cierto —replicó Diana con aire sombrío—. Nunca te han llamado así.

La calle principal de Sierra estaba atestada de coches que daban bocinazos, encendían y apagaban los faros, y zigzagueaban por la calzada de dos carriles. Había adolescentes apretujados dentro de los vehículos, agarrados a la parte posterior de camionetas o saludando desde ventanas abiertas, armando en conjunto un gran jaleo. En la plaza central de la ciudad ardía una hoguera cuyas llamas anaranjado rojizo se elevaban casi hasta diez metros de altura hacia el cielo azul negruzco. Un coche de bomberos estaba aparcado discretamente a unos cincuenta metros, y media docena de bomberos, con una manguera a sus pies, miraban, sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cruzados, a una fila de chicos que serpenteaba en torno al fuego, sus siluetas recortadas contra el fuego, girando. Dos coches del Servicio de Seguridad, con sus luces estroboscópicas rojas y azules marcando el compás, también se encontraban cerca de la multitud. No sólo había adolescentes; la muchedumbre estaba integrada tanto por personas muy jóvenes que estaban trasnochando mucho más de lo que era habitual en ellos, como por adultos igual de entregados a la danza, si bien de forma menos vigorosa y quizá considerablemente más ridícula. Los radiocasetes de un puñado de coches trucados tocaban una música rítmica de bajos graves que retumbaba en el aire. Estos sonidos quedaron ahogados por la marcha interpretada por una orquesta de viento que apareció doblando una esquina, con los instrumentos brillando bajo las luces mezcladas de los coches y del fuego.

—La final del campeonato de fútbol americano entre institutos —les informó el agente desde el asiento delantero mientras se abría paso cuidadosamente por entre el gentío—. Debe de haber ganado Sierra hoy. Ahora podrán jugar en la Super Bowl juvenil del estado. No está mal. No está nada mal.

El agente le tocó la bocina a un descapotable lleno de adolescentes que se había detenido delante de ellos. Los chicos se volvieron, riendo y gesticulando de manera animada pero no agresiva. Con una sacudida y un chirrido de neumáticos, la chica que iba al volante logró apartar el coche de su camino.

—Saldremos de esto enseguida. Parece que todo aquel que es alguien en esta ciudad ha venido aquí esta noche.

—¿Cuánto tiempo más durará? —preguntó Susan.

El agente se encogió de hombros.

—Esa hoguera parece recién encendida. Y no veo que el equipo haya llegado todavía. Estarán esperándolos. Y también al entrenador. Y probablemente el alcalde y los concejales del ayuntamiento y Dios sabe quién más tendrán que coger un megáfono y decir algunas palabras. Me da la impresión de que la fiesta acaba de empezar. —El agente bajó la ventanilla y le gritó a una pequeña panda de chicas—. ¡Eh, señoritas! ¿Cómo ha quedado el marcador?

Las chicas se dieron la vuelta y miraron al agente como si acabara de llegar de Marte.

—Veinticuatro a veintidós —contestó una de ellas—. No he dudado ni por un momento. —Todas se rieron.

El agente sonrió.

—¿Quiénes son los siguientes?

—¿Las siguientes víctimas? —chillaron las chicas a la vez—. ¡Nueva Washington!

El agente volvió a subir la ventanilla.

—¿Lo ven? —dijo—. Algunas cosas nunca cambian. El fútbol americano juvenil, por ejemplo.

Jeffrey contempló a la multitud y pensó que era una suerte. Si alguien los seguía, le resultaría sumamente difícil no perderlos entre tanta gente.

El agente viró para salir de la calle principal y pasó por debajo de una pancarta que decía: MANIFESTACIÓN EN LA PLAZA POR LA CATEGORÍA DE ESTADO, 24 DE NOV.

Jeffrey se volvió en su asiento para mirar la calle que dejaban atrás y asegurarse de que nadie los siguiera. Las luces y el ruido empezaron a difuminarse a sus espaldas. Pasaron junto a grupos de personas que se dirigían a toda prisa al centro de la ciudad, luego salieron de Sierra y se adentraron rápidamente en la oscuridad de una carretera angosta. Los árboles llegaban hasta el borde mismo del asfalto, y sus troncos negros parecían bloquear los haces de los faros. En cuestión de minutos, el mundo que los rodeaba parecía haberse vuelto más cercano, estrecho, enmarañado y nudoso. Pasaron junto a varios caminos particulares de casas cuyas luces apenas resultaban visibles en lo más profundo del mundo boscoso en el que se estaban internando. Entonces Jeffrey rompió el silencio.

—Pare el coche. Ahora.

El agente obedeció. Los neumáticos hicieron crujir la grava en el margen de la carretera.

Jeffrey tenía la pistola en la mano.

—Todos abajo —dijo.

El agente vaciló, luego posó la vista en el arma. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó.

Jeffrey hizo lo mismo. Respiró hondo, echó un vistazo a la calzada como para intentar ver más allá del límite de los faros y se volvió hacia atrás.

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