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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (65 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—Muy bien —dijo—. Gracias por su ayuda. Siento ser tan poco cortés. Dígame ahora mismo: ¿cómo nos están siguiendo la pista?

El agente se encogió de hombros.

—Se supone que debo dar cuenta de su paradero a una unidad especial. Las veinticuatro horas del día.

—¿Qué clase de unidad?

—Especialistas en limpieza. Como Bob Martin. Jeffrey asintió.

—¿Y si no reciben noticias suyas?

—Se supone que eso no debe ocurrir.

—De acuerdo. Entonces ha llegado el momento de que haga usted esa llamada.

—¿Aquí, donde Cristo perdió el gorro? —soltó el agente—. No lo pillo.

—No. —Jeffrey sacudió la cabeza—. Aquí no. ¿Está en condiciones de correr?

—¿Qué?

—¿Está en buena forma? ¿Puede correr?

—Sí —respondió el hombre—. Puedo correr.

—Bien. La ciudad no queda a más de siete u ocho kilómetros de aquí. No debería tardar más de media hora o quizá cuarenta y cinco minutos, con esos zapatos que lleva. Una hora, tal vez, porque llevará consigo esto… —Le entregó al agente el maletín.

El hombre continuó mirando a Jeffrey, con más frustración que rabia.

—En teoría no debo separarme de ustedes —se lamentó—. Esas son mis órdenes. Me va a caer una buena.

—Dígales que yo le obligué. De hecho, es la verdad. —Jeffrey hizo un gesto con la pistola—. Además, estarán demasiado ocupados para echarle la bronca.

—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —El agente agitó el maletín.

—No perderlo —dijo Jeffrey. Sonrió brevemente y prosiguió—: Esto es lo que hará cuando llegue a la ciudad. Da igual que se haya quedado sin aliento o que le hayan salido ampollas en los pies: vaya directamente a la subcomisaría local del Servicio de Seguridad. No se distraiga con la hoguera ni las celebraciones. Camine sin detenerse hasta la subcomisaría. Cuando llegue, llame a su unidad de asesinos. Luego, telefonee al director. No se ponga en contacto con su supervisor, ni con el comandante de guardia, no llame a su mujer ni a nadie más. Llame al director del Servicio de Seguridad. Da igual dónde esté o lo que esté haciendo; accederá a hablar con usted. Créame. Si lo hace, salvará su empleo. Porque durante los próximos minutos, usted se convertirá en la única persona en el mundo con quien él querrá hablar. ¿Lo entiende? Bien, cuando lo tenga al otro lado de la línea (a él y a nadie más, ni secretarias, ni ayudantes, nadie), cuéntele exactamente lo que ha sucedido esta noche. Y dígale al director que yo le he dado un maletín que contiene información sobre la identidad del hombre que me pidió que encontrara, así como su dirección y algunos detalles sobre su familia. Seguramente querrá saber adónde hemos ido, y usted le dirá que la dirección está en esos dossieres, pero que nos hemos adelantado porque en este punto su problema y el nuestro divergen. ¿Se acordará de decírselo, exactamente en estos términos?

Incluso a un costado del coche, a la luz indirecta de los faros, que alumbraban en otra dirección, Jeffrey advirtió que el agente había abierto mucho los ojos.

—¿«Divergir», dice? Esto es importante, ¿verdad? Debe de tener que ver con el motivo por el que usted está aquí, ¿no?

—Sí a ambas preguntas. Y tal vez para cuando llegue el final de la noche, todos hayamos encontrado respuestas —dijo Jeffrey. Escrutó la oscuridad que los envolvía—. Pero también es posible que las respuestas nos encuentren a nosotros.

Apuntó con el cañón de la pistola a la carretera, en dirección a la ciudad. El agente dudó por unos instantes, Jeffrey señaló de nuevo y entonces el hombre arrancó a correr despacio, sujetando el maletín contra su pecho.

Susan, que había bajado del coche, se encontraba de pie junto a la puerta abierta.

—Vaya, vaya, vaya. —Y se agachó para volver a subir.

La entrada a Buena Vista Drive estaba apenas un kilómetro más adelante. Según el mapa, sólo había tres casas muy espaciadas en la calle sin salida. La que ellos buscaban era la última de las tres, la más aislada. Jeffrey habría preferido sobrevolar el lugar en una avioneta o un helicóptero, pero había resultado imposible. En cambio, había tenido que estudiar los mapas topográficos del Servicio de Seguridad, que suponía que eran sólo tan precisos como el propietario y el contratista habían querido. En este caso concreto, tenía claro que probablemente no serían demasiado precisos. Le preocupaba el acercamiento, por los sensores ocultos de la alarma y, especialmente, por el pabellón separado que no aparecía en ningún mapa ni plano pero del que le había hablado el contratista. Se había devanado los sesos intentando imaginar la función de esa estructura, pero no había sacado nada en limpio. Sabía que era de importancia capital para su padre, pero no logró deducir exactamente por qué.

Esto le molestaba inmensamente.

Jeffrey detuvo el vehículo del Servicio de Seguridad a un lado de la carretera y apagó los faros justo fuera del camino de acceso de un solo carril al número 135. La única señal de que había una casa oculta en el corazón del oscuro bosque era un pequeño número en una placa de madera colocada junto a la calle sin salida. No había valla ni cercado, sólo un solitario camino particular que desaparecía entre los árboles.

Por unos momentos, los tres permanecieron sentados en la penumbra, en silencio. Su plan era simple, tal vez demasiado, pues dejaba muchas cosas en el aire.

Jeffrey debía coger las armas, caminar por el sendero de acceso hasta la casa y entrar por la parte delantera como pudiese, aunque para ello tuviera que llamar a la puerta. Daba por sentado que, poco después de iniciar su avance, las alarmas se dispararían, lo vigilarían a través de cámaras, y luego se enfrentarían a él. Ese era el objetivo de su aproximación; atraer sobre sí la atención de los ocupantes del número 135 de Buena Vista Drive. Si lo conseguía sin que lo desarmasen, mejor. Una vez dentro, Susan y Diana debían seguirlo lo más sigilosamente posible. Jeffrey creía que, en cuanto los ocupantes se hubiesen fijado en él, no estarían alertas a una segunda oleada. Susan y Diana debían rodear la casa hasta la parte posterior para intentar pillarlos por sorpresa. El contratista le había dicho que los monitores de videovigilancia estaban en la planta superior, de modo que Jeffrey sabía que debía mantener a los ocupantes de la casa abajo. Así de simple.

El asalto a la casa se basaba en un factor psicológico muy poco firme: Jeffrey esperaba que, al aparecer solo, su padre pensara que intentaba proteger a su madre y a su hermana, y que las había dejado en algún lugar lejano y seductoramente seguro. Con una actitud altruista. Dispuesto a plantar cara al padre —y a cualquier peligro que representase— él solo.

Esa era una mentira que se consideraba capaz de vender.

La verdad, claro está, era justo lo contrario. Madre y hermana eran las abrazaderas de la trampa. El sólo era el resorte.

Los tres bajaron del coche sin hacer ruido y se reunieron junto al maletero. Todos llevaban ropa oscura, téjanos, sudaderas y zapatillas para correr. Jeffrey abrió el maletero y de la primera de las dos talegas sacó tres chalecos antibalas recubiertos con Kevlar que rápidamente se pusieron sobre el torso. Susan tuvo que ayudar a su madre, que no estaba familiarizada con semejantes prendas.

—¿Esto funciona? —preguntó Diana—. Porque cómodo no es, para nada.

—Protege contra armas y munición convencionales, pero…

—Siempre hay un pero —comentó Diana con brusquedad—. ¿Y qué te hace pensar que tu padre tendrá algo remotamente convencional?

Esta pregunta arrancó una sonrisa nerviosa a Jeffrey.

—Creo que será prudente llevarlos, de todos modos. Considera estas cosas el regalo de despedida de nuestro querido y añorado agente Martin. Estaban en su taquilla de la oficina. —Esta muestra de humor negro les hizo sonreír a los tres. Jeffrey se inclinó sobre la segunda talega, abrió la cremallera y comenzó a sacar armas.

Ayudó a su hermana a colocarse la pistola en la sobaquera, luego comprobó la suya propia. A continuación, los dos empuñaron sendas metralletas y se pusieron en la cabeza gorros de lana negros de la Marina. Del fondo de la talega, Jeffrey extrajo dos pares de gafas de visión nocturna. Se colgó uno al cuello y le pasó el otro a su hermana. A continuación introdujo la mano y cogió dos palancas pequeñas. Sujetó una a su cinturón y la otra se la entregó a Susan.

A Diana le vinieron a la mente imágenes de los dos cuando eran niños y jugaban juntos, como si éste fuera una especie de juego perverso de policías y ladrones. Sin embargo, mientras ella se dejaba enternecer por esos recuerdos gratos, su hijo se volvió de pronto, le alargó un gorro parecido y la ayudó a sujetarse una pistola al pecho con una correa. Le dio el revólver que Susan había traído de Florida.

Jeffrey se quedó un momento con los brazos en torno a su madre. Le pareció más pequeña y frágil, más anciana de lo que jamás creía que sería, debilitada por la enfermedad y por todo lo ocurrido. Había poca luz, pero en la penumbra vislumbró las arrugas de preocupación en su frente.

Diana, por otro lado, permanecía ajena a todo esto.

Respiraba agitadamente, tomando bocanadas del aire frío, pensando que no había lugar en el mundo donde prefiriese estar. Por primera vez en semanas, y quizá meses, pudo hacer acopio de fuerzas en su interior y relegar su enfermedad a algún rincón, como si le cerrase la puerta en las narices a su mal. Se había pasado toda su vida adulta temiendo que el hombre a quien había llamado marido los acorralara y los hundiese a ella y a sus hijos, y le inspiraba una esperanza serena y una satisfacción inmensa pensar que esta noche era ella quien lo acosaría a él y no al revés, que iba armada y era peligrosa, por primera vez en la vida quizás incluso más peligrosa que él.

Susan comprobó el mecanismo de corredera de la pistola. Se volvió hacia su hermano.

—¿Y qué hacemos con la esposa y el hijo?

—Caril Ann Curtin es una víbora. No te lo pienses dos veces.

Diana sacudió la cabeza.

—Ella es una víctima, como nosotros. Peor aún. ¿Por qué habríamos de…?

—Tal vez lo fue alguna vez —la interrumpió Jeffrey—. Tal vez si ella hubiera huido cuando aún estaba a tiempo, como huiste tú con nosotros. Tal vez si hubiera puesto tierra de por medio cuando descubrió por qué la quería a su lado y por qué la aleccionaba y por qué estaba ella allí para apoyarlo. Tal vez podría haberse salvado entonces. La mujer a quien debe su nombre, Caril Ann Fugate, puso sobre aviso al policía del estado de Nebraska que topó de forma bastante fortuita con ella y Charles Starkweather. Salvar a ese agente de su amante probablemente la salvó a ella de acabar en el patíbulo. De modo que tal vez, tal vez. Tal vez cuando lleguemos allí, ella decida salvarse. —Clavó en su madre una mirada intensa—. Pero no cuentes con ello. —Su tono era frío como el aire de la noche.

—¿Y Geoffrey? —insistió Diana—. ¿Tu tocayo? Sólo es un adolescente. ¿Qué sabemos de él realmente?

—¿Realmente? Nada. Nada con certeza. De hecho, espero que no esté aquí esta noche. Tendremos más posibilidades si somos tres contra dos. Tres contra tres podría resultar duro. De todos modos, supongo que no estará, pues tengo la impresión de que el Control de Pasaportes en este estado es bastante eficiente.

—Pero… —comenzó Susan. Hizo una pausa y terminó su frase—: Supón que es… que es peligroso. ¿Será como él o como nosotros?

—Bueno —contestó Jeffrey—, ésa es una distinción que todos tendremos que determinar esta noche, ¿no? —No quiso esperar a que su hermana respondiera antes de continuar—: Mira, se trata de un proceso. De un desarrollo. No es algo que ocurra sin más. Hace falta alimentarlo. Es como un experimento científico que tarda años en rendir fruto. Añades los elementos adecuados (crueldad, tortura, perversidad, abusos), en los momentos indicados, a medida que un niño crece, y obtienes algo perverso y retorcido. Mamá nos apartó de él justo cuando ese proceso estaba comenzando. ¿Me preguntas por el hijo nuevo? No lo sé. Ha estado ahí desde el principio. Esperemos que esté en la escuela.

—Sí, en la escuela. Pero no en la que se supone que debería estar —observó Susan con dureza.

—Nada es como se supone que debería ser —dijo Jeffrey—. Ni tú, ni yo, ni él, ni este estado entero. Calculo que quedan entre sesenta y noventa minutos para que llegue el Servicio de Seguridad. Vendrán helicópteros y unidades de Operaciones Especiales, con armas automáticas y gas lacrimógeno. Tendrán órdenes de erradicar el problema. Sería prudente no interponernos en su camino. Hagamos lo que hagamos, debemos hacerlo en el lapso de una hora. ¿Entendido?

Madre e hija asintieron.

Diana les recordó el otro factor:

—¿Y qué hay de Kimberly Lewis? Supongamos que está viva.

—La rescataremos. Si es posible. Pero debemos enfrentarnos primero a nuestro problema.

Esto preocupaba a Diana. Susan parecía comprenderlo mejor. Recibió esta orden de su hermano con un gesto de resignación.

—Haremos lo que podamos —dijo.

Jeffrey esbozó una sonrisa lánguida, echó un brazo a los hombros de su hermana y le dio un apretón. Luego se volvió y abrazó a su madre brevemente, sin nada más que una muestra de afecto momentánea y rutinaria, como si el viaje que se disponía a emprender fuese tan previsible y normal como parecía serlo el mundo que los rodeaba.

—Nos vemos allí delante —dijo, intentando inyectar serenidad y determinación a su voz—. Aseguraos de darme tiempo suficiente para atraer su atención.

Dicho esto, Jeffrey dio media vuelta y se alejó a paso rápido por el camino de acceso, con las armas terciadas, y la negrura de la noche lo engulló enseguida.

Los ojos de Jeffrey tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad, pero cuando eso ocurrió alcanzó a entrever la forma del sendero, que serpenteaba entre filas densas de árboles cuyas copas se extendían sobre el angosto espacio y casi no dejaban que se filtrase la luz de la luna y las estrellas. Escuchó con atención la noche que lo rodeaba, el rumor ocasional de ramas que se frotaban una contra otra cuando soplaba una ráfaga de viento, mezclado con el sonido ronco de su propia respiración. Notaba una sequedad invernal en la garganta y al mismo tiempo una pegajosidad propia del verano en las axilas a causa del sudor provocado por el nerviosismo. Caminaba hacia delante, sintiéndose como un hombre a quien le habían pedido que inspeccionara su propia cripta.

Sospechaba que ya había activado una alarma dentro de la casa; los detectores debían de ser sensibles al calor y al volumen y hallarse ajustados de modo que no saltaran por alguna zarigüeya o mapache que pasaran por el bosque, aunque probablemente se disparasen si un ciervo de cola negra se aventuraba a acercarse demasiado a la casa. Sin embargo, Jeffrey sabía que esa noche no pasarían por alto la alarma atribuyéndola a un animal. Instaladas en lo alto de los árboles, en algún lugar, habría cámaras que captarían su avance por el camino. Aun así, se movía cautelosa y pausadamente, como si confiara en que nadie lo vería acercarse. «Esto es importante —pensó—. Mantener la ilusión. Hacerle creer que estoy solo y que no tengo ni el sentido común ni la experiencia para evitar caer en la trampa.»

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