Authors: Ava McCarthy
Se reprochó a sí misma su carácter asustadizo y empezó a subir las escaleras no sin antes pulsar de nuevo el interruptor para que la luz no se apagara tan pronto. Empezó a contar y se preguntó de cuánto tiempo dispondría antes de quedarse a oscuras de nuevo. Qué casero más ruin.
Alcanzó el rellano y pasó por delante de una puerta situada a la izquierda. Dio por hecho que se trataba de un lavabo por el olor añejo a orín que desprendía. Siguió contando al subir el siguiente tramo de escalera y, finalmente, llegó al cuarto piso.
¿Y ahora qué? Había conseguido entrar en la casa, pero ya no sabía cómo improvisar. Se sacó los guantes de motorista y los metió en el casco. Se acercó a la puerta de puntillas, arrimó una oreja y le llegó el sonido de unas voces masculinas amortiguadas. No estaba segura de cuántas personas eran. Miró a izquierda y derecha. No había más puertas en aquel rellano, sólo podía bajar las escaleras.
De repente, se quedó a oscuras otra vez. La luz se mantenía encendida sólo durante treinta segundos, por eso el anciano la abandonó tan rápido en la planta baja. No quería quedarse atrapado en la oscuridad.
Las voces de detrás de la puerta se escuchaban cada vez con más intensidad. Dio un paso atrás. El pomo vibró y Harry, sobresaltada, bajó las escaleras como pudo, entró como una flecha en el lavabo maloliente y se arrimó bien a la pared. En ese momento, se abrió la puerta del cuarto piso.
—Te pago por resultados, y hasta ahora no has conseguido nada.
—Contrata a otra persona si crees que puede hacerlo mejor. Te digo que no hay nada que buscar.
Harry se tapó la boca con la mano. Avanzó lentamente hacia la puerta y miró a hurtadillas por la rendija. Un rectángulo de luz procedente del piso iluminaba el rellano. Había un hombre con una chaqueta oscura en lo alto de las escaleras que le daba parcialmente la espalda. Su cabeza, calva y lisa como un huevo, refulgía en la oscuridad.
—Obtén información que la pueda perjudicar, Quinney, necesito algo que me haga poderoso —dijo el otro hombre.
Harry quería verlo, pero el tipo calvo se lo tapaba.
—Llevará su tiempo.
—A ti todo te lleva tiempo.
—Y tú quieres que lo haga al momento.
—Quiero que lo hagas pronto.
El tipo llamado Quinney se encogió de hombros y empezó a bajar las escaleras. Ella escondió bruscamente la cabeza, se arrimó aún más a la pared y contuvo la respiración para evitar inhalar el hedor del lavabo.
—Saca sus trapos sucios, te lo recompensaré.
Los pasos de Quinney se detuvieron justo delante de la puerta del lavabo. Harry le oyó respirar. Aún se tapaba la boca con la mano por si, presa del miedo, emitía algún sonido. No le cabía la menor duda: hablaban sobre ella.
Se arriesgó a mirar de nuevo, pero sólo pudo ver la cabeza de Quinney por detrás. Unos gruesos rollos de carne rosados le cubrían la zona del cuello hasta la base del cráneo como una ristra de salchichas crudas.
—Tiene novio —recordó finalmente.
Harry arqueó las cejas. Primeras noticias para ella.
—¿Podemos usarlo?
Quinney se encogió de hombros.
—Quizá.
Al apartar de nuevo la cabeza de la rendija, Harry vislumbró una figura rectangular sobre la alfombra junto a los pies de Quinney. Se quedó mirándolo con la boca abierta. Era un sobre acolchado. Rápidamente, repasó los objetos que llevaba: bolso, casco y guantes. Ningún sobre. ¡Mierda!
Se puso de cuclillas y palpó las frías baldosas que la rodeaban; cada vez que tocaba algún montoncito de pelos o de papel, apartaba la mano. Debería haberse dejado los guantes puestos. Cerró los ojos y sintió por un instante cómo le daba vueltas la cabeza. Debía de haberse caído el sobre al bajar las escaleras.
—¿Y quién es su novio?
—Un jodido pez gordo. Puedo conseguir más información sobre él.
La mirada de Harry se deslizó hasta el paquete que estaba en el suelo. Se encontraba tan sólo a unos centímetros, pero le resultaba imposible alcanzarlo sin ser descubierta. A lo mejor no valía la pena. Al fin y al cabo, era un simple sobre.
Entonces abrió los ojos de par en par y, por un momento, su corazón dejó de latir. En la parte frontal del paquete había una etiqueta con su nombre y dirección.
—De acuerdo, hazlo —contestó el interlocutor de Quinney—. Husmea todo lo que puedas. Indaga sobre su novio, su familia, sus amigos, cualquier persona con la que la hayas visto. Encuentra algo útil.
—Primero la pasta. Sin dinero, no hay investigación.
—Te pagaré cuando termines tu trabajo, no antes.
Hubo una pausa.
—Puede que mis honorarios hayan subido.
Harry oyó cómo el otro hombre bajaba las escaleras pisando fuerte. El rectángulo de luz se fue reduciendo a medida que la puerta de arriba se cerraba. Harry se inclinó hacia delante. En un segundo, la oscuridad le permitiría lanzarse a por el sobre, pero el hombre fue demasiado rápido. Debió de pulsar el interruptor de la luz, ya que todo volvió a iluminarse de golpe.
Aguantó la respiración y, de forma instintiva, empezó a contar mientras oía discutir a los dos tipos. Se sintió extrañamente ajena a aquella situación. Le parecía absurdo estar agachada en un lavabo inmundo escuchando cómo se peleaban dos extraños para decidir si valía la pena hurgar en su propia vida.
Nueve, diez, once. Volvió a lanzar una mirada por la rendija. Quinney era más alto que el hombre que tenía delante; pero esa ventaja no le proporcionaba más argumentos. Aún no podía ver al otro tipo del todo.
Dieciséis, diecisiete, dieciocho. Flexionó los dedos y siguió contando. Parecía que estaban llegando a un acuerdo y empezaban a zanjar el asunto.
Veintiuno, veintidós, veintitrés. Harry tragó saliva. Se apoyó con una mano sobre las húmedas baldosas y extendió lentamente la otra mano hacia la rendija de la puerta sin apenas despegarla del suelo.
Veintiocho, veintinueve, treinta.
El rellano se quedó a oscuras y los dos hombres soltaron un improperio. En ese preciso instante, Harry sacó rápidamente el brazo y agarró el sobre. Lo apretó contra su pecho y se arrimó de nuevo a la pared. La oscuridad paralizó a aquellos tipos por unos momentos, pero rápidamente dieron con el interruptor. Harry oía los fuertes latidos de su corazón y le costaba horrores no jadear.
Los dos individuos se dirigieron al siguiente tramo de escalera y allí se separaron. Quinney continuó hacia la puerta de la calle mientras que el otro sujeto dio media vuelta y subió las escaleras con pasos pesados. Al pasar por la puerta del lavabo, Harry alcanzó a verle el rostro.
Lo conocía, estaba segura. Había visto su fotografía en viejos periódicos. Tenía unos kilos de más y llevaba una mugrienta camiseta en lugar de un traje pero, sin duda, era él.
Leon Ritch.
Harry conducía por South Circular Road con diversas preguntas zumbándole por la cabeza.
¿Por qué Leon Ritch tenía una copia de su extracto de cuenta? ¿Quinney era el tipo que le había destrozado el apartamento? A lo mejor era el mismo que la empujó delante del tren. No reconoció su voz, pero eso no quería decir nada.
Una cosa estaba clara: Leon había visto los doce millones de euros y ahora quería recuperarlos.
Se estremeció. Ya no estaba tan tensa, pero tenía frío y tiritaba. Recordó el plan de Quinney para sacar a relucir los asuntos turbios de su novio y se preguntó a quién habría elegido para ese rol. Durante los últimos días había estado con Jude y con Dillon, así que un extraño podía creer que su novio era cualquiera de los dos. Harry volteó los ojos. Pasó una noche con Dillon, así que eso seguramente lo convertía en el candidato favorito.
Mientras esquivaba el tráfico se le ocurrió que debería haber seguido a Quinney, pero lo cierto es que estaba aterrorizada. En cualquier caso, él tenía más experiencia que ella vigilando a gente. Era obvio que había controlado todos sus movimientos durante aquellos días.
Puede que aún lo estuviera haciendo.
Clavó los ojos en el retrovisor. Le seguía un Fiesta negro que precedía a un Jaguar plateado. Harry frunció el ceño. ¿Ashford no conducía un Jaguar? Se le agarrotaron los dedos en el volante. La ciudad estaba llena de coches de alta gama, aquello no significaba nada necesariamente. Cambió de carril y ninguno de los coches siguió su maniobra. Al girar a la derecha para tomar Harcourt Street, el Fiesta continuó recto y el Jaguar desapareció detrás de una furgoneta. Harry trató de concentrarse en el tramo de calle que tenía por delante, pero las preguntas la atormentaban. Necesitaba hablar con alguien y confiarle sus problemas, alguien que no se limitara a decirle que fuera a visitar a su padre.
Pensó en Amaranta, pero sabía que se limitaría a ofrecerle una serie de instrucciones al estilo de un jefe. Y hablar con su madre quedaba descartado. Miriam no era la persona adecuada para sincerarse, al menos no para ella.
Harry repiqueteó con los dedos sobre el volante mientras conducía en dirección sur, de vuelta a su apartamento. En aquel momento cambió de opinión. Se abrió paso entre el tráfico cruzando dos carriles y volvió a tomar rumbo al norte hacia el centro urbano. Era domingo y le resultó fácil: en menos de diez minutos ya tenía el coche aparcado enfrente de la puerta georgiana roja de las oficinas de Lúbra Security.
Al cruzar la calle, recordó que debía encender el móvil. Emitió un pitido: tres llamadas perdidas más de Jude. ¿Qué diablos querría? Metió el teléfono en el bolso. Lo último que necesitaba era una conversación con un banquero cuyo perfil encajaba con el de El Profeta.
Sacó las llaves de las oficinas y abrió la puerta. Pasó por la recepción vacía y atravesó las puertas de cristal que conducían a la oficina principal. Echó un vistazo por toda la habitación.
La empresa de Dillon ocupaba toda la planta baja de aquella casa georgiana restaurada. El zumbido de los ordenadores invadía la sala, aunque los escritorios se encontraban vacíos. De repente, se acordó del centro de llamadas de Sheridan Bank al ver los tabiques acolchados que separaban cada terminal de trabajo.
Frunció el ceño. De nuevo sentía aquel runrún en algún lugar de su cabeza indicándole que había dejado algo por hacer. Tendría que revisar el contenido del informe de Sheridan.
Harry se dirigió al despacho de Dillon, un compartimiento acristalado en la otra punta de la sala. Estaba vacío. Al lado había un gran escritorio, el único donde había alguien.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo Harry.
Imogen la miró con los ojos abiertos como platos en su rostro menudo. Dos coletas cual alas de mariposa a ambos lados de la cabeza reforzaban su aspecto de chihuahua.
—No te he oído entrar. —Sonrió, pero enseguida se fijó en su cara—. ¿Qué te ha pasado?
Saltó de su asiento y rápidamente hizo sentarse a Harry en la silla más cercana. De pie y delante de ella, con las manos en las caderas, examinó los rasguños que le cubrían el rostro. Harry siempre se sentía enorme al lado del pequeño cuerpo de Imogen, incluso cuando estaba sentada.
—Mírate, estás hecha un desastre —comentó Imogen.
Harry sonrió al oírla hablar en aquel tono maternal.
—No estoy tan mal como parece.
—No me vengas con ésas. ¿Has tenido un accidente?
—Algo así.
Harry sintió cómo las lágrimas le nublaban los ojos, pero inmediatamente se contuvo. No estaba acostumbrada a que la mimaran.
—Venga, Harry, suéltalo.
No pudo resistirse a la idea de contar con alguien que la escuchara. Así pues, le explicó de forma atropellada todo lo que le había ocurrido, desde la desastrosa reunión en KWC a la muerte de Felix y el trato que había hecho con El Profeta. Imogen escuchó todo el rato, sin preguntas ni melodramas.
Cuando Harry acabó, se quedaron un momento en silencio.
—¿De verdad te empujaron delante de un tren?
—Era un tren lento. Sólo tengo algunos moretones.
—Santo cielo, Harry, no sé qué decir, pero me alegra que me hayas buscado. —Hizo una pausa—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
Harry consiguió esbozar una leve sonrisa.
—No tienes novio. Siempre trabajas los domingos cuando estás soltera.
La cara de Imogen reflejó tristeza, pero enseguida retomó el tema con seriedad.
—Debiste haber acudido a mí. Podría haberme colado en el sistema de KWC en cuestión de minutos.
Harry le sonrió de nuevo. La mamá gallina desaparecía cuando afloraban sus instintos básicos de
hacker
. Sentada sobre sus talones en la silla, se abrazó el pecho. Se sentía reconfortada y soñolienta, como una niña tomando algo caliente antes de acostarse. Los consejos de Imogen no siempre eran sensatos, pero el mero hecho de recibirlos la reconfortaba.
Entonces recordó aquel vago runrún en su cabeza.
—La verdad es que sí me puedes ayudar en algo —respondió—. ¿Me envías por correo electrónico el informe que preparaste para Sheridan?
—¿Hay algún error? Dillon me mandó la información de tu test de intrusión, parecía bastante sencillo.
—Así es. Seguro que está bien, pero quiero comprobar una cosa.
—De acuerdo. —Imogen se cruzó de brazos y empezó a dar golpecitos con el pie—. Y mientras tanto, ¿qué vas a hacer?
—Se aceptan sugerencias.
—Memeces. Sabes perfectamente qué es lo que debes hacer.
Harry puso los pies en el suelo.
—No voy a ir a la policía, y tú tampoco. Te dije que...
—Lo sé, lo sé. Pero si quieres mi opinión, no vale la pena correr riesgos por la reducción de la condena de tu padre.
—Mira...
Imogen le hizo un gesto para que callara.
—No hablaba de acudir a la policía.
—¿Y entonces?
—Es obvio. Tienes que ir a ver a tu padre.
Harry se hundió en la silla y cerró los ojos. Como una niña pequeña, tenía ganas de taparse los oídos y hacer ruido para no escucharla.
—Sé que la relación con tu padre es complicada —prosiguió Imogen.
Definirla como «complicada» era quedarse corto. Harry esperó a que Imogen continuara pero, corno no lo hizo, abrió los ojos.
Imogen la observaba desde el otro extremo de la sala.
—¿Has dejado la puerta abierta?
Harry se giró.
Ashford había entrado en la oficina y se dirigía hacia ellas.
—Uno de mis empleados murió anoche en un incendio.
Ashford cerró la puerta del despacho de Dillon y continuó: