Authors: Ava McCarthy
—No, los tiburones no son de mi agrado.
Ethan levantó una ceja.
—Entonces no está en el lugar adecuado.
Harry sonrió, separó una ficha de color violeta de la pila y la colocó delante, en el punto de apuesta: quinientos dólares. Ethan fue sacando las cartas de la caja de madera para repartirlas. A Harry le tocaron un seis y un cuatro, mientras que el anciano que tenía al lado recibió dos ochos.
—¿Y por qué tantos trabajos? —preguntó.
Al encontrar un rostro familiar le habían entrado ganas de hablar.
Ethan giró una de sus cartas y dejó la otra boca abajo. Era un nueve.
—Ya le dije que este lugar tan lento no es para mí. Me largaré de aquí tan pronto como reúna el dinero necesario.
La miró y esperó a que jugara su mano. Harry dio unos golpecitos sobre el tapete de la mesa con el dedo índice y el muchacho le alargó otra carta. Un diez, con el que conseguía veinte en total. Harry puso la mano encima de las cartas para indicar que había terminado.
—¿Y adónde irá, a Nueva York? —preguntó.
—Tal vez, o a Las Vegas. —Ethan recogió las cartas y las fichas del anciano, que ya se había pasado—. Allí hay muchos casinos.
Ethan giró su carta de mano. Ahora tenía un cinco para su nueve. Se repartió un ocho y perdió. Entregó a Harry sus ganancias acompañadas de otra ficha violeta y recogió las cartas.
En la siguiente mano, Harry colocó todas sus fichas en el punto de apuesta: un total de dos mil quinientos dólares.
—Quizá pueda ayudarme, Ethan. —Entrelazó las manos—. Estoy buscando a un hombre llamado Philippe Rousseau. Sé que viene mucho por aquí a jugar.
Ethan le echó una mirada y después se fijó en su apuesta.
—Lo conozco. Juega al póquer en una sala privada. —Lanzó las cartas sobre el tapete—. Pero no creo que usted quiera complicarse la vida con esos tipos, son unos jugadores empedernidos.
Repartió a Harry una reina y el as de picas.
Blackjack
.
Harry sonrió.
—A lo mejor yo también lo soy.
La carta que Ethan mostraba no tenía nada que hacer con un
blackjack
. Contó tres mil setecientos cincuenta dólares en fichas y se las pasó a Harry en dos pilas. Se había puesto serio.
—¿Rousseua ha venido esta noche?
—El señor Rousseau siempre está aquí.
—¿Puede decirme dónde?
En lugar de contestar, repartió dos cartas más al hombre del cigarrillo. Con la segunda carta, el señor se pasó. Bajó del taburete y lanzó al crupier una ficha verde al abandonar la mesa. Ethan hizo sonar dos veces su timbre plateado con la palma de la mano sin apartar la vista de Harry.
—Sólo puede jugar con el señor Rousseau si está invitada —contestó cuando el hombre ya se había ido—. No deja entrar a cualquiera.
—Lo hará si le dice que me llamo Sal Martínez.
La observó un momento mientras hacía sonar con los dedos una pila de fichas. Después, señaló a alguien detrás de Harry. Ella dio media vuelta y se preguntó si habría llamado a algún gorila para que se la llevara a rastras de allí. Pero se equivocaba: una chica negra con chaleco de crupier se acercó hasta allí y lo sustituyó detrás de la mesa.
—Venga conmigo —le dijo Ethan.
Harry guardó las fichas en el bolso y lo siguió entre el gentío. La guió hasta una esquina en la que había una puerta con un cartel que rezaba «PRIVADO» y la abrió con una llave atada a una cadena que llevaba alrededor de la cintura. Al otro lado vio un ascensor de cromo pulido. Para abrir las puertas, Ethan introdujo la misma llave en una ranura situada en la pared, y Harry lo siguió. Pulsó un botón con la inscripción «P3». Esperaba que el ascensor subiera, pero en lugar de eso le pareció que caía en picado al suelo. Cuando las puertas se abrieron de nuevo, entraron en un pequeño vestíbulo adornado con alfombras y espejos dorados.
—Espere aquí —le pidió Ethan sin mirarla. Desapareció por una puerta sin ninguna indicación.
Harry obedeció y se quedó esperando; se sentía como una niña a la que hubieran pillado en clase haciendo alguna trastada. Pero tuvo que recordarse a sí misma que no necesitaba la aprobación de Ethan. El simple hecho de pensar aquello ponía de manifiesto lo aislada que se sentía. Se sentó en una silla de cojines dorados junto a la puerta y cruzó las piernas. Examinó el contenido de su bolso, aunque ya sabía lo que iba a encontrar. Lo había revisado muchas veces antes de abandonar el hotel.
Oyó el ruido de la puerta al abrirse, se levantó rápidamente y enderezó los hombros. Ethan le indicó con un gesto que entrara.
—Puede pasar —le dijo, posando sobre ella sus ojos de color ámbar—. Pero tenga cuidado con los tiburones.
Harry supuso que la advertencia de Ethan sobre los tiburones hacía referencia a los jugadores de cartas, pero en aquel momento ya no estaba tan segura.
La sala era del tamaño de un auditorio, con arañas de luces que proyectaban un resplandor color champán sobre unas treinta o cuarenta mesas de póquer. Un enorme acuario en forma de «L» gigante ocupaba dos paredes enteras del suelo al techo.
Los cristales reflejaban una misteriosa luz azul en la sala. Un tiburón solitario de más de dos metros se abría camino en el agua en dirección a Harry como si tuviera todo el tiempo del mundo para examinarla. Cuando llegó al final del acuario, golpeó levemente el cristal con su afilado hocico. Parecía que la estaba mirando con sus pequeños ojos mortecinos.
—En realidad no la mira a usted. Los tiburones no tienen el sentido de la vista muy desarrollado.
Harry se giró. A su lado se encontraba un hombre alto de unos cincuenta años vestido con un esmoquin que resaltaba su cabello canoso y el lustre de su piel morena.
Le tendió la mano,
—Philippe Rousseau. —Tenía las uñas blancas y relucientes como si les hubiera sacado brillo—. Usted debe de ser la hija de Sal. El parecido es sorprendente.
Harry le dio la mano.
—Sí, lo sé. Me llamo Harry. Disculpe, pero dije que me llamaba Sal porque...
—Ya, para poder entrar. Estoy muy intrigado. —Hablaba con una sonora voz de barítono, y su entonación caribeña le aportaba un dejo refinado—. Dígame, ¿cómo se encuentra su padre?
Sus ojos eran tan penetrantes que a Harry le costó no mirar hacia otro lado. Seguramente sabía que su padre había cumplido condena en la cárcel, pero parecía querer desafiarla con la mirada a que ella misma lo mencionara. Por el momento, decidió seguirle el juego.
—No muy bien. Está en el hospital. Un accidente.
Rousseau levantó las cejas.
—Lo siento mucho. La carretera puede ser muy peligrosa.
Harry frunció el ceño y se preguntó qué sabría aquel hombre exactamente.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, Harry? —prosiguió.
Se sintió insegura y vulnerable al oírle pronunciar su nombre. Representar el papel de Catalina Diego le resultaba mucho más sencillo que hacer de sí misma. Echó un vistazo a las mesas de póquer y prestó atención al sonido de las fichas y al discreto murmullo de las conversaciones. No dejaba de pensar ni un momento en los sobres que llevaba en el bolso y no dejaba de preguntarse adónde la conduciría el siguiente paso. Cogió aire y esbozó una sonrisa.
—Me gustaría jugar.
—Vaya, el instinto jugador de los Martínez. Me temo que la apuesta inicial es de cincuenta mil dólares.
—Ningún problema.
La examinó un momento y asintió con la cabeza.
—Veamos si es tan buena como su padre.
Mientras la conducía por entre las mesas, muchos jugadores le daban la mano al pasar. Tenía mucha confianza con todos, y Harry se dio cuenta de lo bien que desempeñaba su papel de anfitrión.
En el casino principal, las normas imponían un vestuario poco menos que elegante, pero en aquel lugar las reglas eran más estrictas: todo el mundo lucía lujosos trajes de noche. Había esmóquines, cabellos engominados y enormes gafas de sol por doquier. Harry se alegró de llevar aquel vestido de seda color crema.
Rousseau se dirigió a la mesa con mejores vistas del acuario. Cuando ya se encontraban muy cerca de ella, se volvió y le habló en voz baja.
—No le presento a estas personas porque son contactos profesionales de muy alto nivel, y este tipo de gente necesita mantenerse en el anonimato. Nadie explica su vida en estas mesas.
La miró fijamente y Harry asintió con la cabeza para darle a entender que lo comprendía. No iba a hablar de su padre ni de dónde se encontraba. De momento, le seguiría la corriente.
Rousseau llegó a la mesa y colocó una silla para ella enfrente del crupier y de cara a la pared del acuario. Harry se sentó. Enfrente, un banco de peces de color azul eléctrico surcaba velozmente las aguas al unísono, como un pelotón militar en un desfile: giro a la derecha, giro a la izquierda, y de nuevo marcha hacia delante. El tiburón había desaparecido del panorama.
Harry sacó el dinero que le quedaba en el sobre y lo colocó en el tapete. El joven de su izquierda le sonrió mientras la escrutaba de arriba abajo con la mirada, tal como suelen hacer los hombres.
—Mi tipo de jugador de póquer favorito —dijo—. Una bella mujer.
Tenía poco más de veinte años y un inconfundible acento del sur de Londres. Con aquellas greñas y su barba de tres días, podía pasar perfectamente por un miembro de algún grupo de música pop masculino. Harry le devolvió la sonrisa y echó un vistazo a la mesa. Había dos jugadoras de más edad que la ignoraban.
El crupier le pasó dos pilas de fichas, una gris y otra violeta, a cambio de su dinero. A diferencia de las fichas redondas que se repartían en las mesas para todos los públicos, aquéllas se reservaban para las partidas con apuestas más elevadas y eran grandes y ovales. Harry cogió la pila gris y, con la mano ahuecada, meneó las fichas. Pesaban más de lo normal y resultaban más agradables de manejar. Tenían la palabra «Atlantis» grabada con unas elaboradas letras azules sobre un barniz nacarado, además de su valor nominal de mil dólares, cinco mil en el caso de las violetas.
El crupier se remangó y abrió en abanico la baraja de cartas sobre el tapete. Después la giró, la mezcló sobre la mesa, cortó y empezó a repartir. Jugaban al Texas Hold‘Em sin límite de apuesta.
Rousseau estaba sentado a la izquierda del crupier, junto a la mujer de más edad. La señora tenía unos cincuenta años y una boca excesivamente grande en la que sólo se veían dientes. Susurró algo al oído de Rousseau y éste le respondió en un fluido francés que sonó algo insinuante. Harry miró hacia otra parte. Su padre también utilizaba su encanto español para causar un efecto similar.
Levantó la esquina de sus dos cartas de mano. Un seis y un nueve de diferente palo. La mujer de al lado hizo una apuesta inicial de diez mil dólares. Harry le echó una mirada. Era muy delgada, y sus ojeras parecían indicar que no había dormido en un año. Harry se mordisqueó el labio inferior. Pretendía mantenerse al margen durante las primeras manos para poder estudiar al resto de jugadores, sobre todo a Philippe Rousseau. Si él iba a convertirse en su aliado en el banco, Harry necesitaba un tiempo para valorar su potencial de cara a aquel papel que pretendía asignarle. Además, debía darle motivos para que la tomara en serio.
Un seis y un nueve de diferente palo, justo la clase de primera mano que le gustaba: no tan buena como para ponerla en un aprieto, pero con muchas posibilidades. Dejó de morderse los labios y aceptó la apuesta.
El chico cogió sus fichas y también aceptó. A los jugadores con prisas solían gustarles sus cartas, así que Harry imaginó que tenía una pareja de reyes o de reinas. Rousseau susurró algo en su francés aterciopelado a la mujer de la izquierda y se entretuvo contando sus numerosas fichas. Entre ellas, Harry distinguió unas pocas de color carmesí por valor de cien mil dólares. Debía de haber derrotado a algunos jugadores desafortunados antes de su llegada. A la hora de jugar, dejaba las relaciones públicas a un lado y sólo quería ganar.
Rousseau lanzó sus fichas sobre la mesa, aceptando la apuesta, mientras que la mujer de los dientes se retiró. El crupier mostró las tres cartas del
flop
: rey de tréboles, siete de diamantes y ocho de corazones. Harry notó que el vello de los brazos se le erizaba: tenía un seis, un siete, un ocho y un nueve. Sólo necesitaba un cinco o un diez para completar una escalera.
Rousseau sonrió a Harry abiertamente.
—Aquí hay para todos, creo.
Harry le aguantó la mirada. Le correspondía a él abrir la apuesta. Sin perder la sonrisa, puso quince mil dólares en la mesa. Harry estaba convencida de que contaba con otro rey, y quizá también con una carta de desempate para formar pareja con el siete o el ocho. Pero, aun así, dos parejas no vencerían a una escalera, y ella disponía de dos oportunidades más para completarla. La mujer delgada aceptó y se desprendió de sus fichas con ojos atentos y bien abiertos. Sólo se había quedado con unos pocos dólares, y Harry se preguntó qué cartas de mano tendría para haber apostado tan fuerte.
Una sombra azul añil se aproximaba a través de las aguas justo detrás del crupier. El tiburón había regresado y nadaba cerca de la pared del acuario. Se colocó de lado y dejó a la vista la fantasmagórica parte inferior de su vientre y la «U» invertida de su boca de aspecto descontento. Harry miró hacia otro lado y contó hasta cinco. Finalmente aceptó.
En aquella ocasión, el chico no tenía tanta prisa; puede que sus dos cartas ya no le parecieran tan buenas. Se pasó la mano por la boca antes de empujar las fichas para colocarlas en el bote. Ya había cien mil dólares en la mesa.
El crupier dio la vuelta al
turn
. El diez de picas. A Harry se le encorvaron los dedos de los pies. Había completado la escalera. Se esforzó en mantener una expresión de indiferencia, pero al mismo tiempo procuró no paralizarse. No existía nada mejor para delatar una mano ganadora que dejar de respirar. Notó que Rousseau clavaba sus ojos en ella.
—Bueno, bueno —dijo él—. Me pregunto si alguien ha conseguido una escalera.
Entrelazó las manos y apoyó los codos sobre la mesa; sus uñas blancas parecían casi fluorescentes en contraste con su piel morena. La observó con detenimiento y Harry hubiera dado cualquier cosa por llevar puestas unas de aquellas gafas de sol enormes.
—Su padre arriesgaría y nos haría creer que tiene una escalera —aseguró—. ¿Usted es como él?