Authors: Ava McCarthy
Harry se encogió de hombros.
—Quizá sí, quizá no.
Con mano firme y sin inmutarse, Rousseau agrupó veinte fichas violetas en dos pilas y se las colocó delante. Veinte mil dólares.
La mujer delgada se apretó los dedos contra la boca como si quisiera detener el temblor de sus labios. Negó con la cabeza y se retiró.
Harry aún suponía que Rousseau tenía un rey y una carta de desempate para conseguir otra pareja. Cogió sus fichas y rozó el tapete con los nudillos, un gesto que había heredado de su padre. Rousseau puso cara de pocos amigos, como si hubiera reconocido aquel ritual y le disgustara lo que acostumbraba a suceder después.
Harry empujó todas las fichas que le quedaban y se las colocó delante.
—Apuesto todo.
Se hizo el silencio mientras el crupier las contaba.
—Veinticinco mil —dijo.
Se oyó una especie de grito ahogado en la mesa de atrás y Harry se dio cuenta de que ya tenían público. El joven lanzó sus cartas de mano con mala cara y se recostó en la silla. Ahora sólo dependía de Rousseau.
Cuando un jugador apuesta todo lo que tiene en la mesa, sus contrincantes deben mostrar las cartas de mano. Después, se reparte el resto de cartas comunitarias y ya no se permiten más apuestas. Es el único caso en el que los faroles y las estrategias no sirven de nada.
—Lo apuesta todo en la primera mano —comentó Rousseau con una ceja levantada. Ya no sonreía—. Hace falta valor.
El tiburón aún merodeaba por allí como si les estuviera observando. Cortaba las aguas con su cuerpo en forma de torpedo; a Harry, su aleta dorsal curvada le recordaba la guadaña de la Muerte.
—Una de dos: o es inteligente o imprudente. —Rousseau prosiguió—: Su padre solía ser imprudente.
—Pagó un precio por su imprudencia. Quizá también por la de otros.
La fulminó con la mirada.
—Siempre fue un jugador muy temerario, asumía demasiados riesgos.
—¿Y usted prefiere jugar a lo que haga el rey y dejar que otro asuma el riesgo?
Rousseau entrecerró los ojos. Harry seguía respirando al mismo ritmo y no le temblaban las manos. Su padre siempre le había recomendado que prestara atención a sus propias señales, pero también a las de los demás. Intentó no mordisquearse el labio inferior y, en lugar de eso, se inclinó hacia delante con los brazos cruzados mientras esperaba a que Rousseau se decidiera.
—Acepto —dijo.
El bote ascendía ya a ciento cincuenta mil dólares. El crupier aguardó a que giraran las cartas de mano. Harry mostró el seis y el diez y captó la tensión en los labios de Rousseau.
—Vaya —comentó él—. Después de todo, no era un farol.
Flexionó los dedos y dio la vuelta a sus propias cartas. Dos reyes.
Se oyó un murmullo en la mesa de atrás; todo el mundo hacía sus cábalas. El rey que había en la mesa proporcionaba a Rousseau un trío. La escalera de Harry aún era la mano más fuerte, pero todavía faltaba el
river
. Si salía otro rey, perdería, igual que si Rousseau obtenía un
full house
en caso de conseguir una pareja con el siete, el ocho o el diez.
Harry dejó de disimular y contuvo la respiración mientras esperaba a que se descubriera el
river
. El crupier giró la carta: se trataba de su vieja amiga, la jota de picas. Había ganado la mano.
Respiró aliviada y notó las extremidades más relajadas. Era consciente de que todo el mundo se volvía en sus asientos para mirarla. Rousseau alzó la barbilla y apretó los puños.
—Cuando entró, pensé que se parecía mucho a su padre —admitió finalmente—, pero ya veo que estaba equivocado. —Harry tenía la sensación de que la estaba clavando a la silla con los ojos—. No ha venido aquí sólo para jugar al póquer, ¿verdad?
—Así que Sal ya no está en la cárcel.
Harry oyó el tintineo de los cubitos de hielo al caer dentro de un vaso. Rousseau le daba la espalda mientras se servía alguna bebida en un pequeño bar situado al fondo de la habitación.
Estaban en una suite privada que daba al vestíbulo, junto a los ascensores. Tenía forma elíptica y su techo abovedado era una réplica reducida del que cubría la Gran Entrada de las Aguas. En un extremo de la habitación había un regio escritorio de roble y, detrás de él, dos mástiles de más de dos metros sujetaban la bandera británica y la estadounidense. Aquella distribución le recordaba al Despacho Oval de la Casa Blanca.
Harry se dirigió al bar y se encaramó a un taburete.
—Salió ayer.
Rousseau le ofreció un vaso de whisky pero ella negó con la cabeza. Él dio un sorbo y se volvió hacia Harry con un codo apoyado en la barra.
—Creía que le quedaban dos años más.
—Reducción de condena por buena conducta.
—Ha mencionado algo de un accidente.
—Así es. Lo atropellaron con un Jeep. —Harry se notaba el cuerpo rígido y le sorprendió la serenidad con la que era capaz de hablar—. Supongo que no sabía nada de esto.
Rousseau enarcó una ceja; aquel discurso parecía cansarle. Después agitó el vaso y los cubitos se movieron.
—¿Por qué no me explica sin más rodeos el motivo de su visita?
Harry se encogió de hombros.
—Es muy sencillo: mi padre tiene una cuenta numerada en su banco con unos dieciséis millones de dólares. Quiero ese dinero.
Rousseau la observó un momento con atención. Acto seguido, inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—¿Y para eso ha venido? ¿Para preguntarme por el dinero de su padre? ¿Por qué no se lo dice a él?
—Como le he comentado, ha tenido un accidente. No puede hablar.
—Qué mala suerte. Pero la cuestión es qué tengo que ver yo con eso.
—Mi padre me explicó muchas cosas sobre usted. —Abrió el bolso, sacó el segundo sobre y lo colocó en la barra de mármol, justo entre Rousseau y ella—. Me lo contó todo sobre sus inversiones.
Él dirigió la mirada al sobre.
—Mis inversiones son asunto mío.
—No si demuestran que estaba en connivencia con un cliente declarado culpable de abuso de información privilegiada. ¿Qué cree que opinarían los ejecutivos de Rosenstock Bank sobre esto?
Los dedos de Rousseau agarraron con fuerza el vaso; sus pulcras uñas parecían aún más blancas.
—Si insinúa que yo pertenecía a la organización de Sal, comete un craso error. Además, estoy seguro de que conoce las leyes de privacidad bancaria de mi país, señorita Martínez. Mis operaciones son totalmente confidenciales.
—Oh, sí, estoy al corriente de la privacidad bancaria, créame. Y también sé que la ley hace caso omiso de ella cuando se comete un delito grave, como por ejemplo el tráfico de información privilegiada. —Repasó con la vista la lujosa suite presidencial—. Parece que usted tendría mucho que perder.
Rousseau dejó el vaso sobre el mármol con un golpe y sonrió a destiempo. No tenía los dientes delanteros muy bien colocados y tampoco lucían tan blancos como sus uñas.
—¿Qué es lo que quiere?
Harry cogió el sobre y sacó seis hojas de papel dobladas.
Las alisó y les echó un vistazo como si fuera la primera vez que las veía.
—¿Se acuerda de EdenTech? —preguntó finalmente—. Era una compañía de software que cotizaba en la NASDAQ en 1999. Unos suizos la compraron en mayo del año siguiente. Mire esto.
Giró la hoja para mostrársela y la señaló. Intentó que no le temblaran las manos. El encabezamiento de la página decía: «Archivos de Rosenstock Bank, Centro de Operaciones en Red». Era uno de los informes de Matilda. Había convencido a la recepcionista del Nassau Sands Hotel para que le permitiera utilizar la impresora antes de irse.
—Es el archivo de las operaciones de mi padre —dijo—. Esta entrada de aquí indica que compró ciento cincuenta mil acciones de EdenTech por trescientos sesenta y siete mil dólares a las 14.00 horas del 28 de abril de 2000, dos semanas antes de que se hiciera pública la información sobre la adquisición por parte de los suizos. —Señaló otra entrada que aparecía más abajo—. Y mire esto, tres semanas más tarde las vendió de nuevo por ochocientos cuarenta y nueve mil dólares. Un buen negocio.
—¿Y qué?
—Otra más. Boston Labs. Quebraron en mayo de 2000, ni siquiera pudieron pagar a sus empleados. Un gran grupo norteamericano absorbió la empresa. Pero fíjese, una semana antes de que aquello sucediera, mi padre compró un montón de acciones de Boston Labs. Y... ¡sorpresa! Dos semanas después las vendió y le proporcionaron importantes ganancias.
—¿Adónde quiere llegar, señorita Martínez? —Rousseau cogió una licorera de cristal de la barra y volvió a llenarse el vaso—. Los abusos de información de Sal son un secreto a voces.
—Desde luego, aunque las autoridades nunca conocieron la existencia de esta cuenta en particular. Pero tiene razón, esto no es ninguna novedad. —Harry hojeó el informe—. Sin embargo, lo que nadie sabe es que una persona imitaba las operaciones de mi padre.
Rousseau se estaba acercando el vaso a los labios, pero su mano se quedó paralizada. Harry continuó.
—Alguien jugaba con él a seguir al rey. Compraba todo lo que él compraba, y a la hora de vender procedía del mismo modo. Permita que se lo muestre.
Le pasó el informe. Había resaltado en amarillo algunas entradas.
—Menos de media hora después de que mi padre comprara parte de EdenTech, esta persona se hizo con setenta y cinco mil acciones. Sal las vendió a las 15.20 horas del 1 de mayo, poco más tarde del anuncio público de la absorción. Cinco minutos después, su imitador también vendió las suyas. —Giró la hoja—. Lo mismo sucedió con Boston Labs: su misterioso emulador compró sesenta mil acciones sólo seis minutos después de que mi padre adquiriera las suyas, y también se deshizo de ellas con una diferencia de tres minutos respecto a su amigo Sal.
Examinó el rostro de Rousseau, que estaba perplejo. Se mantuvo en silencio.
—Hay mucho más —prosiguió—. CalTel, Sorohan... La lista continúa. Si ocurre una o dos veces tal vez puede atribuirse a una casualidad, pero si la situación se prolonga durante seis meses... —Negó con la cabeza—. No hay ninguna duda, alguien se aprovechó de la información confidencial de mi padre. Existen suficientes pruebas para que las autoridades ignoren la ley de privacidad bancaria e interpongan una acción judicial. —Dio un golpecito con el dedo sobre la segunda columna de los datos tabulados del informe—. Este es el número de cuenta de nuestro imitador ¿lo reconoce?
Rousseau se quedó mirando fijamente la página. En la mandíbula inferior, un músculo se le empezó a contraer de forma involuntaria.
—¿Cómo ha accedido a esta información?
—Se sorprendería de la clase de información que puedo obtener..., y del daño que puede causar.
—Si desenmascara a este copión, sea quien sea, dejará al descubierto más operaciones ilegales de Sal. Podrían procesarlo de nuevo y enviarlo de vuelta a la cárcel. ¿Le haría eso a su propio padre?
Harry se encogió de hombros.
—¿Qué quiere que le diga? Nunca hemos tenido una relación muy cercana.
Rousseau la observó un momento.
—A ver si lo he entendido bien. Me está acusando de utilizar la información confidencial de Sal para realizar mis propias operaciones. Para que usted no me delate, se supone que tengo que vaciar su cuenta y entregarle a usted el dinero. —Se echó a reír y movió la cabeza de un lado a otro—. Mejor que se lo diga ahora: lo que propone es del todo imposible. Ni aun queriendo podría hacerlo. Sólo Sal está autorizado para sacar personalmente ese dinero a través de su gestor de cuenta. La seguridad del banco es mucho más estricta de lo que cree.
—Sí, lo sé. No se preocupe, no pretendo que me entregue el dinero.
—¿Ah, no?
Harry le sonrió y negó con la cabeza.
—Eso sería pedir demasiado. Como ha comentado, nunca podría conseguirlo con un protocolo de seguridad tan férreo.
—Bueno, bien, me alegro de que nos entendamos.
—Es algo mucho más sencillo: sólo quiero que intercambie unos archivos.
—¿Qué archivos?
Harry dobló los informes y los introdujo en el sobre.
—Esta tarde he abierto una cuenta en Rosenstock Bank. Tuve que rellenar un impreso de solicitud con los datos habituales: nombre, dirección y firma, ese tipo de cosas. Después pegaron mi fotografía al impreso y se quedaron con copias de algunos documentos personales, como por ejemplo recibos del gas y de la luz o mi declaración de la renta. —Apretó la solapa adhesiva del sobre—. Entonces lo guardaron todo en una caja especial con el número de mi nueva cuenta.
Rousseau asintió con la cabeza. Todavía la miraba con recelo.
—Su archivo de identificación personal. Es el procedimiento habitual.
—Exacto, así lo llaman. Mi archivo de identificación personal. Es la única manera que tienen de saber quién es realmente el titular de una cuenta numerada, ¿verdad?
Rousseau asintió con la cabeza de nuevo, aunque algo más despacio.
Harry prosiguió.
—Por lo tanto, en algún lugar también existe una caja con el número de cuenta de mi padre. Y dentro de ese archivo se encuentran sus datos de solicitud personales: nombre, fotografía, firma y recibos del gas y de la luz.
Rousseau sorbió un poco de whisky sin apartarle la mirada. No dijo nada.
—Ya sabe adónde quiero ir a parar, ¿no? —Sonrió—. Quiero que intercambie nuestros documentos.
Dio un buen trago y negó con la cabeza.
—Es imposible.
—No, no lo es. Lo único que tiene que hacer es sacar los documentos de identificación del archivo de mi padre y sustituirlos por los míos. De ese modo, cuando mañana vaya a retirar el dinero de su cuenta, todo indicará que yo soy la titular.
Rousseau seguía moviendo la cabeza de un lado a otro.
—El gestor de cuenta conoce personalmente a Sal. No se fiará del archivo para identificarlo.
—Nunca se llegaron a ver. Cuando a usted lo ascendieron y asignó la cuenta a otra persona, mi padre dejó de realizar operaciones. Y, naturalmente, después lo detuvieron. Hace mucho que no viene a las Bahamas. Nadie ha tenido que abrir ese archivo en más de ocho años.
—Pero su fotografía...
—La fotografía de mi pasaporte es lo bastante vieja como para no levantar sospechas. Podría pertenecer perfectamente a una solicitud de hace nueve años.
Rousseau esbozó una sonrisita.
—Seguro que sí, pero está firmada por su gestor de cuenta.