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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (40 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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El resto de los documentos del archivo, la información de las operaciones, las notas, todo está firmado por mí. No coincidirían.

Harry le devolvió la sonrisa.

—Por lo que recuerdo, existe un espacio para un segundo signatario en el impreso de solicitud. El asistente de mi gestora estuvo a punto de firmar, pero ella no se lo permitió. Así pues, ahora no hay nada que le impida añadir su nombre y rubricar la fotografía, ¿verdad?

Rousseau tomó otro trago de whisky y se limpió los labios con el dorso de la mano. Harry se esforzó por mantener la sonrisa.

—Y no tenemos que preocuparnos de si resulta extraño que el nombre de mi gestora aparezca junto al suyo —afirmó ella—. Por lo visto, es su antigua jefa, Glen Hamilton. Es de lo más normal que los dos juntos aprobaran un impreso de solicitud de un cliente nuevo.

Rousseau frunció el ceño y cogió la licorera.

—Todo esto está muy bien, pero ¿qué me dice de las instrucciones de operaciones que hay en el archivo? Las envió Sal, no usted. Están firmadas con su palabra de acceso personal, la misma que escribió en su solicitud. No coincidirá con la suya.

—Si no me equivoco, creo que los dos elegimos la misma. —Observó su rostro—. «Pirata».

Harry advirtió en su mirada que había reconocido la palabra: estaba en lo cierto. Una sensación de euforia le recorrió el cuerpo de arriba abajo.

—Aun así es imposible —aseguró Rousseau—. Esos archivos de identificación personal se guardan en una cámara acorazada. Sólo los gestores de cuentas tienen acceso a ellas y, como ya le he dicho, yo ya no me ocupo de la cuenta de su padre.

—Usted es el vicepresidente de relaciones con clientes internacionales. Seguro que puede acceder a la cámara si se lo propone de verdad.

—Esos archivos están guardados a cal y canto. ¿Qué se supone que debo hacer, librarme de seis vigilantes armados y volar la cámara? —Le dio un tirón a su pajarita—. Sólo puedo hacerme con los archivos de identificación personal por cauces oficiales, es decir, firmando un registro de entrada y otro de salida. ¿Piensa que dejaré constancia de que en una ocasión traté de alterarlos?

—Nadie va a hacer sonar la alarma, nunca notarán el cambio. La cuenta de mi padre no registra ninguna actividad, y probablemente el archivo que he abierto hoy permanecerá intacto para siempre porque no lo voy a utilizar.

—¿Y cuando Sal intente retirar el dinero? ¿Qué pasará entonces?

—No se preocupe, eso no sucederá. Tan pronto como tenga el dinero, negociaré con mi padre. No podrá reclamarle al banco esa cantidad sin ponerme en la línea de fuego, por lo que desistirá de hacerlo. Además, extremará las precauciones porque no quiere que la gente se entere de la existencia de esta cuenta. —Se revolvió en la silla para apoyarse con los codos hacia atrás sobre la barra—. Tranquilícese. El cambio nunca saldrá a la luz. Rosenstock puede ser un banco con una seguridad muy estricta, pero su objetivo es velar por el anonimato de sus clientes, no controlar si éstos intercambian sus identidades.

Philippe Rousseau rió sin ganas y movió la cabeza de un lado a otro.

—Lo tiene todo planeado, ¿verdad? Pero no sabe lo que me está pidiendo, no tiene ni idea.

Abandonó la barra, se dirigió al centro de la habitación, extendió los brazos y empezó a dar vueltas como una veleta. Finalmente, se detuvo y la miró.

—Fíjese en esto. —Colocó las palmas de las manos hacia arriba y contempló todo lo que le rodeaba. Sus brazos estirados abarcaban el fastuoso techo abovedado, el escritorio presidencial y los aburridos pero probablemente carísimos óleos de las paredes—. ¿Sabe por lo que he tenido que pasar hasta llegar aquí? ¿Sabe cuáles fueron mis inicios? —La señaló, hendiendo el aire con el dedo índice—. Empecé como chico de los recados en el banco cuando tenía diecisiete años. Iba a buscarles la ropa a la tintorería, reservaba restaurantes elegantes para sus comidas de negocios y les traía donuts para desayunar. Pero ¿sabe qué hice también?

Empezó a caminar hacia ella y se golpeó la palma de una mano con el dorso de la otra para enfatizar su explicación.

—Aprendí a establecer contactos y a ser de ayuda a las personas. A las personas adecuadas. Me dedicaba a averiguar cuáles eran los mejores restaurantes y lugares de ocio. Reservaba en locales poco convencionales de los que nadie había oído hablar para impresionar a los clientes. Tomaba notas sobre toda la gente importante de la empresa; apuntaba los cumpleaños de sus mujeres y los nombres de sus hijos. Me convertí en alguien indispensable y pasé de ser un mandado a prácticamente dirigir su maldito banco.

Ya se encontraba junto a Harry. Se inclinó hacia ella con las manos sobre los brazos de su taburete, y la muchacha percibió un aroma acre a whisky en su aliento.

—Ahora, explíqueme —dijo—. ¿Por qué tendría que poner en peligro todo eso actuando como un suicida dentro de mi propio banco?

Harry esperaba que no se diera cuenta del miedo que tenía ni del sudor que le resbalaba por su columna. Agarró el sobre con los dedos índice y corazón y lo agitó de derecha a izquierda como un limpiaparabrisas ante el rostro de Rousseau.

—Piense en lo que podría pasar si esta información saliera a la luz. Yo en su lugar me quedaría con la opción menos arriesgada e intercambiaría los archivos.

Rousseau, con las narices ensanchadas, se irguió. Harry aprovechó la oportunidad para bajar del taburete. Lanzó el sobre encima de la barra y empezó a caminar hacia la puerta.

—He escrito el número de cuenta en la primera hoja —añadió—. Necesito que haga el cambio antes de que el banco abra por la mañana.

Llegó a la puerta y, con la mano en el pomo, se giró para mirarlo. Había vuelto a coger el whisky de la barra y se lo estaba bebiendo de un solo trago.

—Para su información —dijo—, existen varias copias de ese informe en circulación. De momento puedo conseguir que no se corra la voz, pero si algo me sucede lo acabará sabiendo todo el mundo.

Rousseau la miró fijamente mientras se llenaba el vaso de nuevo. A Harry le hubiera gustado que aquella amenaza fuera real y no una mera invención.

Él se recostó en la barra y la observó un momento.

—Creo que se está marcando un farol.

—Olvida que no soy como mi padre. Yo no me marco faroles.

Pero Rousseau se limitó a despedirla alzando el vaso con una sonrisa.

Capítulo 48

—Ya era hora —dijo Leon mientras observaba a Quinney caminar a tientas por el cine hasta encontrar un asiento plegable a su lado.

—¿Por qué diablos hemos quedado aquí? —Quinney se agachó para ver qué estaba haciendo. Su calva brilló con la parpadeante luz de la pantalla—. En este maldito sitio da sueño.

Leon echó un vistazo al cine vacío y se encogió de hombros. Era un lugar húmedo, deprimente, y olía a viejo. No lo habían reformado en casi cincuenta años y dentro de poco se convertiría en un bingo. Quinney tenía razón: daban ganas de echarse a dormir, pero era un lugar seguro. Leon se hundió aún más en el asiento de la última fila que ocupaba y se arropó con el anorak. Había pasado mucho tiempo allí durante los dos últimos días, justo desde que se enteró del accidente de Sal.

—Aquí está mi informe —dijo Quinney, y le mostró un sobre blanco. Entonces, vaciló y pareció prestar atención a las bolsas de patatas fritas que había en el suelo y a la ropa arrugada de Leon. Apartó la mano—. Primero, el dinero.

Leon resopló, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un sobre.

—Aquí tienes.

Se quedó mirando a Quinney mientras éste contaba el dinero. Con su calva y aquellos carnosos labios, parecía un gnomo. Hacía bien su trabajo, pero su actitud resultaba difícil de soportar. Era la segunda vez que lo contrataba. Habían transcurrido cinco años de la primera vez, cuando Maura solicitó el divorcio. Ella aseguró que no existían terceras personas, pero Leon no la creyó. Quinney confirmó sus sospechas con un montón de fotografías en las que se veía a su mujer abrazada a un hombre alto y rubio, el mismo que había despeinado cariñosamente el pelo de su hijo en la estación de trenes la semana anterior.

Quinney acabó de contar el dinero, se guardó los billetes en el bolsillo y lanzó el sobre blanco en el regazo de Leon.

—Como te dije por teléfono, no hay rastro del dinero. Tendrías que haberme dejado seguirla hasta el avión.

Leon soltó un gruñido. Los sueldos de los detectives privados ya eran bastante desorbitados como para tener que añadirles dietas de viaje. Apretó los dientes. Maldita sea, daba la impresión de que aquel dinero se encontraba más lejos que nunca.

Quinney se levantó y el asiento chocó contra el respaldo.

—Esos tíos van a por ella, está claro. La siguen todo el tiempo. He incluido todos sus nombres en el informe. —Señaló el sobre con la cabeza—. Quizás algunas fotografías te parezcan interesantes.

Recorrió la fila de asientos en dirección a la salida mientras Leon lo observaba marcharse. Las axilas le sudaban copiosamente bajo aquel anorak. Quinney le había explicado lo que vio en Arbour Hill: un jeep había atropellado a Sal Martínez justo delante de las puertas de la cárcel. Leon sintió náuseas con sólo pensar en las fotografías.

De repente, las luces del cine se encendieron y le deslumbraron la vista. Apenas había prestado atención a la película; sólo sabía que era una amable comedia sobre una familia con una numerosa prole. Cerró los ojos un momento y, aunque intentó evitarlo, se acordó de su hijo. Leon había vuelto a pasar por Blackrock Station los dos últimos días por la mañana para poder verlo aunque sólo fuera un momento. Se había arreglado e incluso había llevado su traje a la tintorería. Pero no lo encontró por ninguna parte.

«A la mierda con las familias felices», pensó.

Abrió los ojos, palpó el sobre, despegó la solapa y sacó unas doce páginas escritas a máquina y un fajo de fotografías. Además de seguir a Harry Martínez durante casi toda la semana, Quinney había realizado indagaciones sobre personas relacionadas con ella e incluido además biografías de las más importantes en el sobre. Leon intentó leer aquel material pero sus ojos se le iban a las fotos. Finalmente, apartó a un lado el informe y examinó la primera imagen. Notó cómo le temblaban las manos.

La fotografía se había tomado por la noche y en ella se veía a Harry subiendo a un Mini azul deportivo. La calle estaba flanqueada por muros de ladrillo rojo victorianos y árboles altos. Leon la examinó más de cerca. Al otro lado de la calzada distinguió la oscura figura cuadrada de un Jeep. Tragó saliva y le dio la vuelta a la foto. Quinney había anotado el nombre de la chica, la fecha y el lugar con bolígrafo azul. Raglan Road, domingo 12 de abril, 20.30. Hacía tres días.

En la siguiente foto aparecía un hombre alto de pelo oscuro que ayudaba a subir a Harry los escalones de uno de los viejos edificios de ladrillo rojo. Ella tenía un cardenal en un lado de la cara y las mejillas manchadas de barro. El Jeep no aparecía por ningún lado.

Leon pasó a otra foto temiéndose lo peor; pero resultó ser una imagen inofensiva de alguien que reconoció: el mojigato de Jude Tiernan a la salida del edificio de KWC. Leon había tenido un encontronazo con Tiernan años atrás, cuando ambos trabajaban en JX Warner. Dibujó una mueca de desprecio con los labios. Si no hubiera sido por la actitud moralista de Tiernan, nunca lo habrían despedido.

Colocó la foto detrás del fajo y echó un vistazo a algunas más. Las extremidades se le relajaron al ver a la hermana de la chica saliendo del St. Vincent’s Hospital: sólo eran imágenes de su familia. Prestó atención a una en la que aparecía una mujer de cerca de sesenta años. Así que ésa era la esposa de Sal. Con aquellos pómulos, podía pasar por polaca o rusa. A Sal siempre le había gustado lo exótico. Frunció el ceño al ver el hombre que la cogía del brazo. Leon hubiera reconocido aquella enorme cabeza abombada en cualquier parte. ¿Qué diablos hacía Ralphy agarrando así a la mujer de Sal?

Saltó a otra instantánea que lo dejó helado. Era una toma a distancia de unos elevados muros grises con ventanas victorianas y rejas de hierro. Podría tratarse de un orfanato o un manicomio, pero Leon lo reconoció perfectamente. Se estremeció. Había pasado un año en aquel espantoso lugar. Compartió celda con un hombre llamado Noel que cumplía condena por haber quemado su propia casa con su mujer y sus tres hijos dentro. La respiración de Leon era cada vez más superficial y sus dedos imprimieron unas marcas de sudor en la brillante foto. Durante doce meses, su mundo se había reducido a una litera y un lavabo, con unos vigilantes que aporreaban la puerta cada día a las cinco de la mañana para asegurarse de que no hubiera muerto mientras dormía.

Apartó la foto de su vista y respiró profundamente un par de veces, como para deshacerse de aquel recuerdo. Miró con atención la siguiente foto y tardó unos segundos en entender de qué se trataba. Un cuerpo yacía en el suelo, parcialmente tapado por un pequeño coche rojo y sólo se veían las piernas: pantalones grises y zapatos oscuros. La chica se encontraba arrodillada en el suelo de espaldas a la cámara. Se fijó bien en lo poco que se veía de Sal y movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Pobre desgraciado. Se lo habían intentado cargar justo al salir de aquel asqueroso lugar. Menuda suerte.

Leon colocó la foto detrás del fajo pensando que era la última, pero quedaba una más: un primer plano del hombre que conducía el Jeep. Unos mechones de cabello rubio casi blanco que recordaban la paja descolorida asomaban por debajo de su gorro de lana. Tenía los nudillos tensos sobre el volante y miraba fijamente al frente, ajeno a la cámara. Aquellos ojos abiertos de par en par le pusieron la piel de gallina. Eran de un misterioso tono extremadamente claro, como si las pupilas hubieran desaparecido y sólo se apreciara en ellos el color de la locura. Leon intentó humedecerse los labios pero tenía la lengua seca. Siempre supo que El Profeta se valía de los servicios de alguien para hacer el trabajo sucio, pero era la primera vez que veía el rostro de aquella persona.

Leon se pasó la mano por la boca. Maldita sea, puede que aquella vez todo hubiera llegado demasiado lejos. Quizá debería escaparse de aquel infierno. Entonces se acordó de Jonathan Spencer y una bola de fuego ácida empezó a arderle en el estómago. Jonathan quiso abandonar, pero El Profeta no se lo permitió. ¿Por qué diablos le había enviado El Profeta aquel mensaje de correo electrónico sobre la chica? ¿Por qué lo había implicado en aquel asunto?

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