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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (15 page)

BOOK: La Antorcha
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La noche anterior había vigilado con las demás guerreras la operación de cargar los carros. Al recordar la intensa negrura de los lingotes de hierro y el deslustre de aquellas lupias de estaño, se preguntó por qué sería tan valiosa materia de tan fea apariencia. Con seguridad tenía que haber en las entrañas de la tierra metales suficientes para que todos pudieran utilizarlos. ¿Por qué los hombres, y las mujeres, tenían que pelear por aquello? Si no había bastante para quienes los deseaban, no debía de ser difícil extraer más de las minas. Sin embargo parecía como si la reina Imandra se enorgulleciese de que quedaran desatendidas las demandas de muchas.

El día transcurrió sin acontecimiento alguno. Las amazonas cabalgaban en fila de a una por la gran planicie, al paso que marcaban los traqueteantes carros. Casandra iba junto a una de las herreras de Colquis, hablando con ella acerca de su curioso oficio. Para su sorpresa descubrió que aquella mujer estaba casada y que tenía tres hijos varones ya crecidos.

—¡Y ni una hija a la que transmitir mi oficio!

—¿Por qué no puedes enseñar a tus hijos el oficio de herrero? —le preguntó Casandra.

La mujer la miró con el entrecejo fruncido.

—Creía que vosotras, mujeres de las tribus de las amazonas, lo comprenderíais —dijo—. Ni siquiera criáis a vuestros propios hijos varones, sabiendo lo inútiles que son. Mira, muchacha, el metal es arrancado de las entrañas de la Madre Tierra, ¿cuál sería su ira si cualquier hombre osase tocar y moldear su preciado bien? Tarea de una mujer es trabajarlo hasta darle la forma adecuada para que los varones lo usen. No hay hombre alguno que pueda desempeñar el oficio de herrero, porque la Madre Tierra no le perdonaría su intromisión.

Si la diosa no quiere que esta mujer enseñe su oficio a sus hijos varones, pensó Casandra. ¿Porqué no le dio hijas? Pero estaba aprendiendo a no expresar todos los pensamientos que cruzaban por su mente.

—Es posible que tenga una hija —comentó.

—¿Cómo? ¿Corriendo de nuevo el riesgo de un parto cuando he vivido casi cuarenta inviernos? —objetó la herrera.

Casandra nada respondió a aquello. Se limitó a espolear a su yegua hasta alcanzar a Estrella. La muchacha, mayor que ella, se limpiaba las uñas con un cuchillito de hueso.

—¿Crees que tendremos que pelear?

—¿Importa algo lo que yo crea? Eso es lo que piensa la Señora, y ella sabe más que yo.

Desairada de nuevo, Casandra se concentró en sí misma. Soplaba un viento frío. Se envolvió en su pesado manto y pensó en los combates. Desde que vivía con las amazonas no había pasado día sin que se le exigiera practicar con el arco, y poseía una cierta destreza con la jabalina e incluso con la espada. Su hermano mayor, Héctor, comenzó a ser adiestrado en el combate desde que tuvo edad suficiente para aferrar una espada. Le hicieron su primera armadura cuando tenía siete años. Su madre, antes de casarse, había sido también guerrera y sin embargo, en Troya, a nadie se le ocurrió que Casandra o su hermana Polixena debieran aprender algo de las armas o de la guerra. Y aunque, como todos los hijos de Príamo, había sido destetada con relatos de héroes y de gloria, veces había en que se le antojaba que la guerra era algo horrible y que mejor era hallarse al margen de ello. Pero si la guerra resultaba algo tan malo para las mujeres, ¿por qué entonces tenía que ser algo bueno para los hombres? Y si constituía algo espléndido y honroso para los hombres, ¿por qué iba a ser inconveniente que las mujeres compartiesen el honor y la gloria?

La única respuesta a la que podía recurrir en su perplejidad era el comentario de Hécuba: No es costumbre.

Pero, ¿por qué?, había preguntado entonces y la única respuesta de su madre fue: Ato hay razón para las costumbres; existen, simplemente.

No lo creía ahora más de lo que lo creyó entonces.

Ensimismada, se descubrió buscando en su interior a su hermano gemelo. Troya y las soleadas laderas del monte Ida parecían muy lejanas. Evocó el día en que él persiguió y alcanzó a Enone y las extrañas y apasionadas sensaciones que su emparejamiento suscitó dentro de ella. Se preguntó en dónde se hallaría en aquel momento y qué estaría haciendo.

Pero, excepto una rápida e indiferente visión de las ovejas y las cabras que pastaban en las laderas del monte Ida, nada había que contemplar. Por lo común, eran los hombres quienes viajaban y las mujeres quienes permanecían en casa. Pero yo estoy aquí, se dijo, lejos, y es mi hermano quien se ha quedado en las laderas de la montaña sagrada. Bueno, ¿por qué no podían ser así las cosas, al menos por una vez?

¿Alcanzaría quizás el rango de heroína en lugar de ser Héctor o Paris quienes cobrasen fama por sus hechos heroicos?

Pero nada sucedía. Los carros traqueteaban lentamente y las amazonas cabalgaban detrás.

Cuando el temprano crepúsculo invernal prolongó las sombras en formas desiguales y cambiantes, las amazonas reunieron sus caballos para acampar, formando un estrecho círculo en torno a los carros. Pentesilea dijo en voz alta lo que todas pensaban.

—Yendo tan protegida la caravana, es posible que no la ataquen; tal vez sólo tengamos un largo y cansado viaje.

—¿No sería eso lo mejor que podría suceder, que nunca nos acometiesen y que la caravana llegase en paz al final de su viaje? —preguntó una de las mujeres—. Entonces esto se resolvería sin lucha...

—No se resolvería en modo alguno —añadió otra—. Sabríamos que ellos continuaban al acecho y que en cuanto se retirase la guardia atacarían de nuevo. Es posible que perdamos aquí todo el invierno. Me gustaría acabar de una vez con esos bandoleros.

—Imandra quiere que aprendan que no deben atacar a las caravanas de Colquis —proclamó con altivez una de las mujeres—. Y esa lección merecerá la pena.

Cocinaron un estofado de carne seca en la hoguera, y se tendieron en círculo en torno de los carros. Muchas de las mujeres, notó Casandra, invitaban a los hombres de los carros a que acudiesen a sus mantas. Se sentía muy sola, pero no se le ocurrió imitarlas. Percibió cómo poco a poco el campamento se sumía en el silencio hasta que ya no se oyó más que el continuo sonido del viento sobre la planicie. Todos dormían.

Daba la impresión de que el día se sucedía a sí mismo una y otra vez. Avanzaban como orugas geómetras contrayéndose sobre una hoja, al ritmo de los pesados carros; y Casandra, mirando hacia atrás sobre la vasta llanura, pensó que, con un buen caballo, podría recorrerse la distancia que las separaba de las puertas de hierro de la ciudad de Colquis y de las naves de su puerto en una sola jornada.

Había perdido la cuenta de aquellos días tediosos que pasaban llenos de monotonía, en los que no se producían más aventuras que la caída de un fardo de un carro, con la consiguiente detención de toda la columna para que los hombres lo devolvieran a su lugar.

Al undécimo o duodécimo día (no había nada con que marcar el tiempo) vio cómo uno de los fardos se desplazaba lentamente hacia atrás bajo el lienzo embreado que cubría toda la carga. Sabía que hubiera debido adelantarse con su caballo y avisar al jefe de la caravana, o al menos al que conducía el carro para que sujetaran mejor el fardo; pero, cuando cayese, al menos quebraría la uniformidad de la jornada. Contó los pasos hasta que perdiera el equilibrio y se precipitase al suelo.

—No puede decirse que sea una aventura —le comentó a Estrella—. Escoltando la caravana, llegaremos al país de los hititas. ¿No habrá nada más interesante que esto?

—Quien sabe —repuso Estrella, encogiéndose de hombros—. Creo que hemos sido engañadas. Se nos prometieron combates y una buena paga. Y hasta ahora sólo hemos conocido esta aburrida marcha. Al menos en el país de los hititas tendremos algo que ver. He oído que allí nunca llueve; todas sus casas son de adobe, así que si alguna vez lloviera fuerte, las casas, los templos, los palacios y todo lo demás se disolvería, y se derrumbaría el Imperio. Pero aquí hay tan poco en que pensar que me siento tentada a invitar a mi lecho a ese apuesto palafrenero. —¡No lo harás!

—¿No? ¿Por qué? ¿Qué tengo que perder? Excepto que está prohibido para una guerrera —dijo Estrella—. Si tuviese un hijo, habría de pasar cuatro años amamantando al mocoso y lavando pañales en vez de pelear y hacerme un nombre.

Casandra estaba asombrada. Su compañera hablaba muy a la ligera de aquellas cosas.

—¿No te has fijado en cómo me mira? —insistió Estrella—. Es guapo y de constitución fuerte. ¿O es que piensas ser una de esas muchachas que hacen voto de castidad en honor de la Doncella Cazadora?

Casandra no había pensado seriamente en eso. Había dado por supuesto que permanecería al menos varios años con las amazonas, que consideraban la castidad como algo normal.

—¿Pero toda tu vida, Casandra? ¿Vivir sola? Eso bien puede estar para una diosa, capaz de tener a cualquier hombre cuando quiera —volvió a insistir Estrella—, pero se dice que incluso la Doncella mira desde los cielos de vez en cuando y elige a un joven apuesto para compartir su lecho.

—Yo no lo creo —contestó Casandra—. Me parece que los hombres gustan de inventar tales cosas porque no les agrada pensar que una mujer pueda resistírseles; no quieren imaginar ni aun que una diosa pueda optar por la castidad.

—Bueno, pues a mí me parece que tienen razón —declaró Estrella—. Yacer con un hombre es lo que toda mujer desea, sólo que nosotras no nos vemos obligadas a permanecer con un hombre, ni a cuidar de su casa ni a vivir pendientes de sus deseos. Pero sin los hombres no tendríamos hijos. Estoy ansiosa por escoger el primero y, a pesar de todo lo que digas, tengo la seguridad de que no eres diferente de nosotras.

Casandra recordó al tosco pastor que intentó violarla y se sintió mal. Al menos aquí, entre las amazonas, nadie la apremiaría a que se entregase a cualquier hombre a no ser que ella lo decidiera por sí misma. Y no podía imaginar por qué una mujer se decidiría a semejante cosa.

—Para ti es distinto —añadió Estrella—. Eres una princesa de Troya y tu padre dispondrá tu matrimonio con el hombre que quieras: un rey, un príncipe o un héroe. No existe nada semejante en mi futuro.

—Pero si deseas un hombre —dijo Casandra—, ¿por qué cabalgas con las amazonas?

—No pude elegir —le explicó Estrella—. No soy amazona por mi gusto sino porque lo fue mi madre y porque, antes que ella, la madre de mi madre optó por esta vida.

—No puedo concebir vida mejor que ésta —afirmó Casandra.

—Entonces eres muy corta de imaginación —dijo Estrella—. Casi cualquier otra vida que yo pueda imaginar sería mejor que ésta. Prefiero ser una guerrera a ser una aldeana con la pierna quebrada, pero preferiría vivir en una ciudad como Colquis y elegir un marido a ser una guerrera.

Aquél no era el género de vida que Casandra deseaba, y no encontró nada que decir. Tornó a observar el movimiento de los pesados fardos de los carros. Cabalgaba medio dormida en su silla cuando un fuerte grito la hizo estremecerse y el carretero cayó de repente sobre el camino con el cuello atravesado por una flecha.

Pentesilea alertó a sus mujeres y Casandra se desciñó rápidamente el arco, dispuso una flecha y la lanzó contra el más próximo de los hombres harapientos que, de repente, habían invadido la planicie como si hubieran brotado igual que dientes de dragón
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de la arena. La flecha alcanzó certeramente su blanco y el hombre que más se había aproximado al carretero se desplomó aullando. En el mismo momento, la pesada carga rechinó y se precipitó al sendero pedregoso, aplastando a uno de los atacantes que trataba de subir al carro. El hombre y los lingotes rodaron cuesta abajo. Una de las guerreras desmontó y corrió tras él hasta que logró traspasarlo con su jabalina.

Otro de los asaltantes se aferró a la guarnición de la silla de Casandra y tiró de una de sus piernas. Trató de desembarazarse de una patada pero él, a pesar de eso, consiguió desmontarla. La muchacha pugnó entonces por desenvainar su daga.

Le asestó una cuchillada de abajo a arriba y el hombre cayó sobre ella, sangrando por la boca. Luego le atacó con la jabalina y el enemigo se derrumbó sin vida sobre ella. Mientras se esforzaba por librarse de su peso le llegó una jabalina dirigida a su cuello; levantó la daga para desviarla y sintió un dolor agudo en la mejilla.

La mano de un hombre aferró su codo. Ella lo impulsó hacia atrás con fuerza, contra la boca de su atacante; y recibió en su propia cara un chorro de sangre y un diente. De soslayo pudo ver a muchos hombres que se apoderaban de los fardos de lingotes y los lanzaban al camino. Oyó los gritos de Estrella en alguna parte y el siseo de las flechas lanzadas. Por doquier resonaba el estridente grito de guerra de las amazonas. Casandra lanzó su jabalina y el hombre que la había atacado cayó muerto al suelo. Tiró del arma para recobrarla y la sacó llena de sangre. A toda prisa empuñó de nuevo el arco y empezó a asaetear a los bandidos, pero el temor a herir a alguna de sus compañeras acompañaba a cada flecha que lanzaba.

Después acabó todo. Pentesilea corrió hacia el carro, llamando a las mujeres para que se le acercasen. Casandra se apresuró a recobrar su yegua que, para su sorpresa, había resultado indemne pese a las nubes de flechas. El carretero yacía cadáver en el suelo, tendido boca arriba. Estrella estaba medio aplastada bajo su caballo derribado; media docena de las flechas de aquellos hombres habían acabado con la vida del animal. Espantada, Casandra se esforzó en alzar el cuerpo del caballo para liberar a su amiga. Estrella permaneció inmóvil, con la túnica desgarrada, con la parte posterior de la cabeza en un charco de sangre y los ojos muy abiertos y fijos.

Quería un combate, pensó Casandra. Pues bien, ya lo ha tenido. Se inclinó sobre su amiga y cerró sus ojos con suavidad. Entonces reparó en el estado de su mejilla herida. La sangre goteaba de la piel y de la carne rasgadas.

La reina de las amazonas acudió a su lado y se inclinó sobre el cuerpo de Estrella.

—Era demasiado joven para morir —declaró tiernamente la reina de las amazonas—. Pero peleó con bravura. De poco le servirá eso ahora a Estrella, pensó Casandra. Pentesilea la miró directamente a la cara. —Pero estás herida, niña, deja que te cure —le dijo. —No es nada. No me duele —contestó ella, con voz apagada.

—Ya te dolerá —aseguró su tía.

Y la condujo hasta uno de los carros en donde Elaria lavó con vino la mejilla desgarrada y le aplicó después aceite de oliva.

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