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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (18 page)

BOOK: La Antorcha
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Casandra lo entendió y, en consecuencia, se dirigió al mercado con su tía en busca de una vasija para su serpiente; mañana, se dijo a sí misma, iré al campo para encontrar una. No le pareció conveniente comprarla en el mercado, aunque suponía que podría hablar con quienes las criaban para el templo. Tal vez consiguiese que Imandra le dijera lo que debía saber.

Recorrió los puestos de los cacharreros del mercado y finalmente halló un recipiente de un tono verdiazul, decorado con animales marinos. En un lado, estaba la imagen de una sacerdotisa que ofrendaba una serpiente a una diosa desconocida. A Casandra le pareció que aquella vasija era la indicada para guardar su serpiente, y la compró con el dinero que Pentesilea le había entregado. Había muchas decoradas de forma parecida y se preguntó si todas estarían destinadas al mismo uso.

Después de ponerse el sol y en compañía de Andrómaca, observó desde la terraza del palacio cómo se encendían una tras otra las luces de la ciudad que se extendía a sus pies.

—No puedes presentarte ante la diosa con calzones de amazona —dijo Andrómaca—. Te prestaré un vestido.

—¿Acaso es estúpida la diosa? —preguntó Casandra un poco molesta—. Soy lo que soy. ¿Crees que puedo engañarla por cambiar de indumentaria?

—Tienes razón, desde luego —contestó Andrómaca, conciliadora—. No es que a la diosa le importe; pero algunos fieles podrían verte y, no comprendiéndolo, sentirse escandalizados.

—Ésa es otra cuestión —admitió Casandra—. Entiendo lo que dices. Llevaré un vestido si tienes la amabilidad de prestármelo.

—Pues claro, hermana —dijo Andrómaca, dudó, y añadió como defendiéndose—. Serás mi hermana si me caso con Héctor; y, cuando llegue a Troya, contaré con una amiga en tu extraña ciudad.

—Sí. —Casandra la tomó del brazo y permanecieron inmóviles en la oscuridad—. Pero Troya no es más extraña que tu ciudad.

—Más extraña para mí, sin embargo —afirmó la muchacha—. Estoy acostumbrada a una que está gobernada por una reina. ¿Es cierto que tu madre Hécuba no gobierna la ciudad?

Casandra lanzó una. risita ante la idea de que Hécuba pudiera mandar a su adusto padre.

—No, no gobierna. ¿Tu madre no tiene marido?

—¿De qué le serviría un marido? Dos o tres veces, desde que murió mi padre, tomó un consorte por una temporada y lo despidió cuando se cansó de él. Eso es legítimo para una reina si siente el deseo de un hombre... al menos en nuestra ciudad.

—¿Y sin embargo tú estás dispuesta a casarte con mi hermano y a someterte a él como se hallan sometidas a sus hombres nuestras mujeres?

—Creo que me gustará —declaró Andrómaca, riéndose, y luego gritó— ¡Oh, mira!

Una brillante luz cruzó el cielo y desapareció al instante.

Otra la siguió sin tardanza, y otra más, tan brillantes que por un momento pareció que la tierra se tambaleaba y el cielo se movía. Una tras otra, las estrellas parecían romper sus amarras y caer. Mientras las dos muchachas las contemplaban, Casandra murmuró:

—... allí permaneceréis hasta que caigan las estrellas de la primavera.

En la oscuridad, una sombra se dividió en dos, y aparecieron en la terraza la reina Imandra y Pentesilea.

—Ah, supuse que estaríais aquí. Ocurre como la diosa nos dijo —declaró Pentesilea, observando el resplandor celestial del que parecían caer las estrellas—. Una lluvia de estrellas fugaces.

—Pero, ¿cómo pueden caer las estrellas? ¿Lo harán todas las del cielo? —preguntó Andrómaca—. ¿Y qué sucederá cuando todas hayan desaparecido?

Pentesilea se echó a reír.

—No temas, muchacha. Son numerosos ya los años en que he visto caer las estrellas; siempre quedan muchas en el cielo —dijo.

—Además —agregó Imandra—, no me imagino qué consecuencias podría tener para la tierra, excepto la desaparición de su luz.

—En una ocasión —explicó Pentesilea—, cuando yo era aún muchacha, cabalgaba con mi madre y su tribu por las llanuras que se extienden al norte de aquí, entre las montañas del hierro, y una cayó cerca de nosotras entre un enorme estruendo y un gran resplandor. Buscamos durante toda la noche, guiándonos por el olor a quemado, y al final hallamos una enorme piedra negra, aún enrojecida. Por eso creen muchos que las estrellas son fuego fundido que al enfriarse se torna roca. Mi madre me legó esta espada, que yo vi forjar con el metal del cielo.

—El hierro del cielo es mejor que el hierro arrancado de la tierra —confirmó Imandra—. Quizá porque no pesa sobre él la maldición de la Madre; no ha sido arrebatado a la tierra sino que es don de los dioses.

—Me gustaría encontrar una estrella caída —murmuró Andrómaca—. Son tan bellas...

Su tono era tan anhelante que Casandra le dijo.

—Me gustaría encontrar una para hacerte el regalo que mereces.

—Así que ya podemos regresar a nuestros propios llanos y pastizales; aun no sé por qué la diosa nos envió hasta aquí —comentó Pentesilea.

—Sea cual fuere la razón —dijo Imandra—, fue para fortuna mía. Tal vez la diosa sabía que te necesitaba aquí. Y si algunas de tus mujeres deciden quedarse y adiestrar a las mujeres de mi guardia, serán bien pagadas.

Alzó la vista hacia el cielo por donde se deslizaban todavía las estrellas fugaces, y murmuró:

—Casandra, quizá la diosa envió estas estrellas como augurio de tu viaje hacia ella. No tuve yo presagio semejante cuando la busqué por los campos para ofrecerme a su servicio —añadió casi con envidia.

—¿A dónde he de ir? —preguntó Casandra—. ¿He de viajar sola?

En la oscuridad, Imandra tocó su mano cariñosamente.

—El viaje es del espíritu, sobrina; no necesitarás dar un solo paso. Y aunque tendrás muchas compañeras, cada candidata viaja sola, como sola se halla siempre el alma ante los dioses.

Los ojos de Casandra estaban deslumbrados por las estrellas fugaces y, en el extraño ambiente de aquella noche, le pareció que las palabras de Imandra poseían un significado más hondo del que expresaban?

—Habladme más del metal del cielo —rogó Andrómaca—. ¿No deberíamos empezar a buscar ya que las estrellas están cayendo a nuestro alrededor? Entonces no necesitaríamos sacarlo de la tierra ni enviar naves para que lo traigan de los países septentrionales.

—Los astrólogos de mi corte profetizaron esta lluvia de estrellas y estarán vigilando desde un campo fuera de la ciudad. Tienen caballos veloces. Por tanto, si una estrella cae cerca, saldrán a buscarla. Sería impiedad dejar que un don de los dioses quedase abandonado o cayera en manos de quienes no lo trataran con la debida reverencia —dijo Imandra.

Le pareció a Casandra que habían caído centenares de estrellas pero, cuando miró al cielo, vio tantas como siempre. Tal vez, pensó, caen unas y surgen otras. El espectáculo empezaba a aburrirla y apartó los ojos del cielo, suspirando.

—Deberías acostarte —le aconsejó Pentesilea—. Mañana serás conducida con las otras que buscan a la diosa en su tierra. Y come bastante antes de dormir porque ayunarás durante todo el día.

—Dormirá en mi alcoba esta noche, madre —anunció Andrómaca—. Le he prometido prestarle un vestido para mañana.

—Has tenido una excelente idea —dijo Imandra—. Id entonces a descansar, muchachas, y no perdáis el tiempo en charlas.

—Te lo prometo —contestó Andrómaca.

Por una escalera oscura condujo a Casandra al interior del palacio. Llevó a su prima a sus habitaciones y llamó a una doméstica para que les preparase el baño y les llevara pan, frutas y vino. Tras haberse bañado y cenado, Andrómaca comentó:

—Mira, aún caen estrellas.

—Y sin duda seguirán cayendo durante toda la noche —comentó Casandra—. A no ser que una entre por la ventana, me parece que ya no nos afecta.

—Supongo que no —dijo Andrómaca—. Si cayese una aquí, podrías conseguir una espada como la de Pentesilea. Yo no siento deseo alguno de tener armas.

—Imagino que tampoco yo las necesitaré puesto que, al parecer, seré sacerdotisa y no guerrera —comentó Casandra, suspirando.

—¿Te gustaría guerrear durante toda tu vida, Casandra?

Casandra le contestó, con los dientes apretados:

—No creo que mis preferencias tengan importancia; mi destino ha sido determinado y nadie puede luchar contra su sino, por muchas que sean las armas con que cuente.

Después de que se acostaran una junto a otra en el lecho de Andrómaca y, cuando incluso la luz intermitente de las estrellas fugaces disminuyó al acercarse el alba, Casandra sintió a través de su inquieto sueño que alguien se hallaba de pie en el umbral de la puerta; se incorporó a medias para murmurar una pregunta, pero aun estaba atrapada por el sueño y no emitió sonido alguno. Pero supo que era Pentesilea quien había entrado silenciosamente en la estancia, y que la observó durante largo tiempo a la luz de la luna y luego tendió la mano para tocar sus cabellos un instante, como si la bendijera. Después desapareció, aunque Casandra no la vio salir, y en la alcoba sólo quedó la luz de la luna.

Empezaba a amanecer cuando una mujer entró en la estancia sin llamar y descorrió por completo las cortinas. Andrómaca metió la cabeza bajo las sábanas para protegerse de la intromisión, pero Casandra se sentó en el lecho y la miró. Era una mujer de Colquis, morena y corpulenta, con la dosis de seguridad en sí misma que tenían las guerreras de Pentesilea. Vestía un largo traje de lino blanquísimo, sin adorno alguno. En torno a su muñeca se enroscaba una pequeña serpiente verde y Casandra supo que se trataba de una sacerdotisa.

—¿Quién eres? —le preguntó Casandra.

—Mi nombre es Evadne y soy una sacerdotisa enviada para prepararte —contestó—. ¿Eres tú o es tu compañera quien ha de presentarse hoy ante la diosa? ¿O sois las dos?

Andrómaca miró un momento por encima de las sábanas y explicó:

—Yo fui iniciada el año pasado; se trata sólo de mi prima.

Volvió a cerrar los ojos, y se dispuso a dormir de nuevo. Evadne le sonrió a Casandra y luego volvió a su seriedad.

—Verás —dijo—. Todas las mujeres deben servicio a los inmortales, como también todos los hombres. ¿Pretendes servirles cuando te lo pidan o dedicarles toda tu vida?

—Estoy dispuesta a consagrar toda mi vida a ese servicio —afirmó Casandra—, pero ignoro qué exigirá de mí.

Evadne le tendió el vestido que Andrómaca había dejado sobre un banco.

—Pasemos a la estancia inmediata para no molestar a la princesa —dijo.

Cuando estuvieron allí le preguntó:

—Ahora, dime. ¿Por qué quieres ser sacerdotisa?

Casandra volvió a contar lo que le sucedió en el templo de Apolo, hablando sin reparos por vez primera. Aquella mujer conocía a los inmortales y si algún ser vivo podía entenderla, era ella. Evadne le escuchó sin hacer comentario. Al final del relato sonrió.

—El Señor del Sol es un amo celoso —dijo—. Y creo que te ha llamado. Pero aun así, la Madre es dueña de cada mujer y no puedo negarte el derecho de verla.

—Mi madre me dijo que la Madre Serpiente y el Señor del Sol son viejos enemigos, Señora. —El término de respeto afloró a sus labios de un modo natural—. Afirmó que Apolo, Señor del Sol, luchó contra la Madre Serpiente y que la mató. ¿Es eso cierto? ¿Seré desleal al Señor del Sol si sirvo a la Madre?

—Ella es la madre de todo lo nacido y, en consecuencia, jamás podrá morir —respondió Evadne, haciendo un gesto de reverencia—. Por lo que al Señor del Sol se refiere, los inmortales se comprenden entre sí y no ven estas cosas de la manera en que las vemos nosotros. La Madre Tierra, según dicen, tuvo primero su templo donde Apolo construyó su oráculo. Afirman que mientras edificaban su templo, surgió del centro de la tierra una gran serpiente o un dragón y el Señor del Sol, o quizá su sacerdote, mató a la bestia con sus flechas. En consecuencia, las gentes ignorantes aseguraron que el dios se había enfrentado con la Madre Serpiente; pero el Señor del Sol, como todos los demás seres creados, es hijo suyo.

—¿Puedo responder entonces a la llamada de la Madre aunque ya me haya llamado el Señor del Sol?

—Todos los seres creados le deben servicio —manifestó la sacerdotisa, repitiendo su gesto reverente—. No puedo decir más a quien todavía no se ha iniciado. Ahora, me parece, debes arreglarte y reunirte con las demás que te acompañarán en el viaje. Más tarde, si lo deseas, podré contarte algunos relatos referentes a la diosa tal como es aquí adorada.

Casandra se apresuró a obedecer, poniéndose el vestido que Andrómaca había arrojado descuidadamente sobre el banco. Le estaba demasiado largo, cubriéndole los tobillos. Se lo recogió un poco por el cíngulo para poder andar con facilidad. Luego peinó sus cabellos y se los dejó sueltos como le habían dicho que era costumbre entre las vírgenes de la ciudad, aunque le resultaba molesto que los alborotara el viento.

De la calle le llegaban los ruidos de la fiesta. Las mujeres salían de sus casas y corrían, llevando ramas verdes y ramos de flores. Volvió Evadne y la condujo al salón del trono dónde estaban reunidas varias muchachas de su edad. El trono aún se hallaba vacío, cubierto por un paño de oro tejido sobre el que estaba enroscada la gran serpiente de Imandra.

—Mira —cuchicheó una de las chicas—, dicen que la reina es también una sacerdotisa que puede transformarse en serpiente.

—Qué tontería —contestó Casandra—. La reina se halla en otro lugar y ha dejado a la serpiente en el trono como símbolo de su poder.

Pentesilea figuraba entre las mujeres que aguardaban. Casandra se deslizó a su lado y la reina de las amazonas tomó su mano y la apretó; aunque Casandra en realidad no estaba asustada, se alegró por aquel contacto tranquilizador. Imandra se hallaba allí también, entre ellas, pero al principio Casandra no la reconoció porque la reina vestía el traje de sacerdotisa. Aquello le pareció razonable a Casandra; también era costumbre en Troya que la reina fuese la representante mortal de la Gran Diosa.

Le sorprendió no encontrar entre las mujeres a Andrómaca. ¿Por qué no se reunía con las demás sacerdotisas si había sido iniciada el año anterior? Parecía que Andrómaca no estaba muy comprometida con la religión; y se preguntó si ésa era otra de las razones por las que Imandra dudaba sobre la designación de su hija como heredera del trono. Hasta entonces nadie le había hablado sobre eso, pero Casandra se estaba acostumbrando a enterarse de lo que no se decía y a ver lo que no se mostraba.

Imandra hizo un gesto para silenciar a las parlanchinas muchachas, y las sacerdotisas ya iniciadas la rodearon. Casandra advirtió que ella era la mayor de las candidatas a la iniciación; probablemente era costumbre en la ciudad que este acto tuviese lugar a una edad más temprana. Se preguntó si todas aquellas muchachas tendrían que dedicar sus vidas a la diosa o si se trataba sólo de «ofrecer su servicio cuando se le requiriese» que era la alternativa que Evadne le había sugerido. De cualquier modo, parecía que aquél era el paso preliminar e imprescindible en el servicio de los inmortales.

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