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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (17 page)

BOOK: La Antorcha
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La visión ha sido de mi hermano, no mía.

—Di a mi tía que iré —dijo Casandra—. Pero deja que me peine.

—Te ayudaré —le pidió Elaria, arrodillándose junto a ella—. ¿Te duele la cabeza? Se te ha caído el vendaje. Bueno, no te quedará cicatriz; la herida está cerrando muy bien. La diosa ha sido generosa contigo.

Casandra se preguntó: ¿qué diosa?, pero no lo dijo en voz alta. Pocos minutos después, estaba sobre su silla. Cuando emprendieron el largo camino de regreso a Colquis, Casandra vio ante ella, bajo la intensa luz del sol, los rostros y las figuras de las diosas. Pero, ¿qué desean de mi hermano o de mí esas diosas de los aqueos? ¿O qué desean de Troya?

Cabalgando a su paso, libres ya de la traqueteante lentitud de los carros que transportaban el estaño, Pentesilea, Casandra, y las demás que volvían a Colquis dejaron que la caravana prosiguiera su camino hacia el lejano país de los hititas. A Casandra le dolía la cara, y el movimiento de su montura aumentaba su malestar. Se preguntó cuál sería la suerte de las guerreras que continuaban la ruta, y casi deseó haberlas acompañado hacia la desconocida comarca, aunque sólo fuese para compartir con ellas el combate o incluso la muerte. Pero, pensó, no debo quejarme. He viajado lejos de mi hogar más que cualquier otra mujer de Troya, mucho más que mis hermanos y hasta que el propio Príamo.

Cuando emprendieron el regreso a la ciudad, Pentesilea pareció despreocuparse de la posibilidad de que fuesen atacadas. Tal vez no valiera la pena acometer a las amazonas sin el metal que protegían. Casandra se preguntó quien se encargaría de proteger a la siguiente caravana cuando se habían necesitado tantas amazonas para que escoltaran aquélla. Pero sabía que ese asunto no le incumbía.

Ahora que reflexionaba al respecto, advirtió que deseaba conocer mejor la ciudad de Colquis, y el oráculo le había ordenado a Pentesilea que se quedara allí durante algún tiempo. Todo lo que le restaba por hacer era aguardar su regreso a Troya. Entonces comprendió a lo que se refirió su tía cuando le dijo que tendría que volver antes de que resultase penoso llevar la vida habitual de una mujer de Troya. Pero, pensó Casandra, ya es demasiado tarde para eso. Enloqueceré, aprisionada entre las paredes de una casa durante el resto de mi vida.

Luego recordó su visión de las diosas y de su hermano. Con tal don, dispondría siempre de un medio para alejarse de su entorno inmediato y, en consecuencia, sería más afortunada que otras muchas mujeres.

Pero ¿podría sustituir eso a un desplazamiento real? ¿Constituiría simplemente una burla el hecho de que su mente, a diferencia de su cuerpo, fuese capaz?, de escapar de los muros que la aprisionaban?

Sintió deseos de hablar detenidamente sobre esa cuestión con su madre, que había conocido las dos vidas y podía entenderla. Mas ¿estaría dispuesta a hablar de aquello con entera libertad tras haber elegido de una manera irrevocable? ¿Qué era lo que había conseguido su madre a cambio de todo a lo que había renunciado? ¿Volvería a elegir del mismo modo?

Casandra era consciente de que no tendría nunca semejante oportunidad. Para Hécuba era importante parecer poderosa, y nunca admitiría ante Casandra, ni ante nadie, que hubiera errado al elegir.

¿Con qué otra persona podría hablar? ¿Había allí alguien a quien confiar su confusión y. su angustia? No era capaz de pensar en nadie. Resultaba improbable que Pentesilea se prestara a hablar de eso con ella. Casandra estaba segura del cariño de su tía, pero también de que la consideraba una niña, no una igual con la que pudiera expresarse libremente.

Aunque cabalgaban a la mayor velocidad que podían proporcionarles sus monturas, el viaje a Colquis parecía interminable. Al final del primer día llegaron a divisar las altas murallas de la ciudad de puertas férreas, pero aún les quedaba un largo trecho, varios días sobre la silla desde las primeras luces sin más parada que una breve al mediodía para comer el habitual queso, o la cuajada. Al menos aquello era mejor que el hambre sufrida en los pastizales del Sur. Al ocaso del tercer o cuarto día pasaron las fatigadas amazonas bajo las grandes puertas junto a las torres. Lanzaron vítores a los que Casandra trató de unirse, pero al abrir la boca para gritar, sintió el dolor de su herida vendada. Había refrescado y amenazaba lluvia.

Junto a las murallas las aguardaba una mensajera que habló a Pentesilea. Después, ésta llamó a Casandra.

—Tú y yo hemos de ir a palacio, y el resto reunirse con las demás en el campamento.

Casandra se preguntó qué querría de ellas la reina. Trotaron lentamente por las calles empedradas con guijarros, entregaron sus caballos a las puertas del palacio y fueron conducidas ante la presencia real por las mujeres de la reina Imandra.

Las aguardaba en la misma estancia donde las recibió la primera vez. A su lado, recostada sobre una alfombra, había una muchacha de oscuros cabellos, peinados en tirabuzones.

—Te has comportado bien —declaró Imandra, indicándoles que se acercaran; tomó la mano de Pentesilea y puso en su palma un brazalete de hojas de oro labradas, con incrustaciones de nefrita. Casandra jamás había visto nada tan bello.

—No te retendré mucho tiempo —dijo la reina—. Tras tu largo viaje, estarás deseando tomar un baño y cenar. Pero quiero hablar contigo un rato.

—Me complace, prima —repuso Pentesilea.

—Andrómaca —dijo la reina Imandra, volviéndose hacia la muchacha que se hallaba junto a ella—, ésta es tu prima Casandra, hija de Hécuba de Troya. Es la hermana de Héctor, el hombre con quien estás prometida.

La muchacha morena se incorporó hasta sentarse, apartando de su rostro sus largos rizos.

—¿Eres hermana de Héctor? —preguntó, con interés—. Háblame de él. ¿Cómo es?

—Es un pendenciero —contestó Casandra, de inmediato—. Tendrás que mostrarte muy firme con él si no quieres que te trate como a una estera y te pisotee hasta convertirte en un ser tímido y humilde que se limite a asentir perpetuamente a todo lo que diga, como hace mi madre con mi padre.

—Mas eso es lo justo entre marido y mujer —afirmó Andrómaca—. ¿De qué otro modo debe precederse con un hombre?

—Será inútil cuanto le digas, Casandra —intervino la reina Imandra—. Debería haber sido hija de una de tus mujeres de la ciudad. Pretendí que se adiestrara como guerrera, como puedes deducir del nombre que le puse.

—Casandra no entiende el significado del nombre —dijo Pentesilea—. No habla más lengua que la suya propia.

—Es horrible —le explicó Andrómaca—. Mi nombre significa Quien pelea como un hombre ¿Y quién querría pelear como un hombre?

—Yo —respondió Pentesilea—, y además lo hago.

—No quiero ser descortés contigo, tía —dijo Andrómaca—, pero a mí no me gusta pelear en manera alguna. Mi madre no me ha perdonado que no naciera guerrera como ella, para aportarle todo género de honores con las armas.

—Condenada muchacha —se lamentó Imandra—. Jamás quiso tener nada que ver con armas. Es perezosa y pueril; sólo quiere vivir bajo techado y lucir bonitos vestidos. Y su mente rebosa ya de hombres. Cuando yo tenía su edad apenas sabía de más hombres que mi maestro de armas y sólo quería que se sintiera orgulloso de mí. Cometí el error de dejar que fuese educada por mujeres y en palacio. Debería habértela entregado, Pentesilea, tan pronto como fue capaz de sostenerse sobre un caballo. ¿Qué clase de reina será para Colquis, si sólo le interesa casarse? ¿Y de qué sirve eso?

—¡Oh, madre! —exclamó Andrómaca, irritada—. Tienes que aceptar que no soy como tú. Oyéndote hablar, cualquiera pensaría que en la vida no hay nada más que la guerra, las armas y el gobierno de tu ciudad y, más allá de eso, comercio y naves lejos de las fronteras de tu mundo.

Imandra sonrió y declaró:

—Yo no he hallado nada mejor. ¿Y tú?

—¿Qué me dices del amor? —preguntó Andrómaca—. He oído hablar a mujeres, auténticas mujeres que no pretenden ser guerreras...

Imandra cortó sus palabras, inclinándose y abofeteándola.

—¿Cómo te atreves a decir que «no pretenden» ser guerreras? ¡Yo soy una guerrera y no por eso menos mujer!

Andrómaca sonrió malignamente cuando se llevó una mano a la enrojecida mejilla.

—Los hombres afirman que las mujeres que empuñan las armas y pretenden usarlas, lo hacen porque son incapaces de hilar, de tejer, de hacer tapices y de parir hijos...

—Yo no te encontré debajo de un olivo —la interrumpió Imandra.

—¿Y en dónde está mi padre para corroborarlo? —preguntó la muchacha, con descaro.

Imandra volvió a sonreír.

—¿Qué dicen al respecto nuestras invitadas? Casandra, tú has vivido de ambos modos...

—Por el cíngulo de la Doncella —dijo Casandra—, preferiría ser guerrera a esposa.

—Eso me parece una locura —afirmó Andrómaca—, porque no significó la felicidad para mi madre.

—No me cambiaría por mujer alguna, casada o soltera, de las costas de este mar —dijo Imandra—. Y no sé qué entiendes por felicidad. ¿Quién metió en tu cabeza esas ideas sentimentales?

Pentesilea intervino en la discusión por primera vez.

—Déjala en paz, Imandra. Ya que has decidido que se case, adecuado es que se contente con tal estado. A su edad, una muchacha no sabe lo que quiere ni por qué; sucede también entre las nuestras.

Casandra examinó a la joven de piel suave y mejillas rosadas que tenía a su lado.

—Creo que resultas perfecta tal como eres. Me sería difícil imaginarte de otro modo.

Andrómaca alzó su mano hacia la mejilla vendada de Casandra.

—¿Cómo te lo hiciste, prima?

—No tiene importancia —respondió Casandra—, sólo es un simple rasguño.

Y ante la suave mirada de Andrómaca sintió que en verdad carecía de importancia, un incidente trivial indigno de mención.

Imandra se inclinó hacia adelante y, al hacer ese gesto, Casandra percibió la pequeña cabeza cuadrangular que asomaba de su corpiño. Extendió la mano.

—¿Puedo? —preguntó, en tono suplicante, y la serpiente se deslizó hasta enroscarse en su muñeca. Imandra guió a la serpiente hasta la mano de Casandra.

—¿Te hablará?

Andrómaca la observó, ceñuda.

—¡Uf! ¿Cómo puedes tocar esas cosas? Me horrorizan.

Casandra acercó confiadamente el reptil a su mejilla.

—Qué tontería —dijo—. No me morderá; y aunque me mordiese, no me haría mucho daño.

—No es por miedo a que muerda —explicó Andrómaca—. No está bien, no es normal, la carencia de temor hacia las serpientes. Incluso un mono que hubiese pasado toda su vida en una jaula, sin haber visto jamás una serpiente viva, gritaría y temblaría si le arrojaras un trozo de cuerda, al tomarla por una serpiente. Y creo que la naturaleza humana rechaza a las serpientes.

—Bueno, quizás. Entonces será que no soy normal —le contestó Casandra.

Acercó la cabeza a la serpiente, murmurándole.

—No todo el mundo puede lograr eso, Casandra —dijo Imandra, con amabilidad—. Sólo lo consiguen quienes, como tú, han nacido ligados a los dioses.

—No lo comprendo —dijo Casandra, sintiéndose de malhumor e inclinada a contradecir cualquier cosa que le dijeran.

Acarició la serpiente y añadió:

—La otra noche soñé con las diosas, o quizá tuve una visión. Pero la Madre Serpiente no estaba entre ellas.

—¿Soñaste? Cuéntamelo —dijo Imandra.

Casandra dudó. En parte porque consideraba que revelar su sueño podía debilitar su magia, puesto que tal vez le había sido enviado como un secreto sagrado, no destinado a nadie más. Dirigió una mirada suplicante a Pentesilea porque tampoco quería ofender a la reina que tan generosa se había mostrado con ellas.

—Te aconsejo que se lo cuentes, Casandra —manifestó la reina de las amazonas—. Es una sacerdotisa de la Madre Tierra y quizá pueda explicarte lo que significa para tu destino.

Así animada, Casandra empezó a narrar minuciosamente su visión hasta concluir con la confusión que le causó ver que entre las diosas no aparecían la Doncella, la Madre Tierra y la Madre Serpiente. Imandra escuchó con atención, incluso cuando Casandra, momentáneamente dominada por el recuerdo, dejó que su voz se transformase en un murmullo.

Cuando terminó, Imandra le preguntó, con voz calmada:

—¿Fue ese tu primer encuentro con cualquiera de los inmortales?

—No, Señora; he visto a la Diosa Madre de Troya hablar por boca de mi madre, aunque entonces era muy pequeña. Y una vez... —tragó saliva, inclinó la cabeza y se esforzó por afirmar su voz, sabiendo que de otro modo rompería en sollozos sin saber por qué —... una vez, en su propio templo... Apolo me habló.

Los dedos de Imandra acariciaron su pelo.

—Es lo que pensé la primera vez que hablé contigo; estás llamada a ser sacerdotisa. ¿Sabes lo que eso significa?

Casandra negó con la cabeza y trató de imaginarlo.

—¿Qué debo vivir en el templo y ocuparme de los oráculos y de los ritos?

—No, no es tan sencillo, niña —dijo Imandra—. Significa que debes hallarte entre los hombres y los inmortales para servir de mediadora... No es ésa la vida que yo habría escogido para mi hija.

—¿Pero por qué he sido elegida?

—Pequeña, sólo los que te llamaron conocen la respuesta a esa pregunta —dijo Imandra, añadiendo cariñosamente—: En algunos de nosotros ponen su mano de un modo inconfundible. No nos explican sus motivos. Pero, si tratamos de esquivar su voluntad, tienen medios para obligarnos a servirlos, no lo olvides... Nadie trata de ser elegido; son los dioses quienes nos escogen, no nosotros a ellos.

Sin embargo, pensó Casandra, creo que yo habría escogido este servicio. Al menos no lo acepto contra mi voluntad. La serpiente pareció haberse dormido, enroscada en su brazo. Imandra se inclinó hacia adelante y la recogió, sin despertarla, deslizándola por su vestido como si fuese parte de él.

—Cuando la próxima luna brille en su plenitud, la verás —declaró.

Y Casandra lo tomó como un augurio.

—Sé tan poco de lo que significa ser sacerdotisa —dijo Casandra—. ¿Qué debo hacer?

—Si la diosa te ha llamado, te lo explicará —afirmó Pentesilea—. Y si no te ha llamado, será inútil que te esfuerces en saber. —Golpeó cariñosamente a Casandra en la cabeza. Has de procurarte una serpiente y una vasija para guardarla.

—Preferiría tenerla bajo el vestido, como hace la reina.

—Eso está bien —dijo Pentesilea—, pero cualquier animal debe tener un lugar que considere propio, como refugio suyo.

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