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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (41 page)

BOOK: La Antorcha
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—Pero no habrá sido entregada a los soldados —afirmó Casandra—. Será un botín precioso para uno de los caudillos, quizás incluso para el propio Agamenón.

—¿Crees que eso me consuela?

Parecía desesperado. Ella hubiera tratado de animarlo pero ante sus ojos surgió una oleada de negrura y, por un momento, no supo en dónde se hallaba ni lo que había estado diciendo.

—¿Por qué guardé su virginidad con tanto celo durante todos esos años sólo para traerla hasta aquí? ¡Podía haberla vendido en un prostíbulo! —dijo él. Casandra se irritó.

—Se la vendiste a Apolo, a cambio de una vida cómoda para ti. Por lo que a la muchacha se refiere, cuando la virginidad no mora en el alma, es inútil guardar el cuerpo. Si deseas la protección o la venganza de Apolo, en nada puedo ayudarte. Sólo me cabe decir que es improbable que él intervenga cuando te has revelado ante todos nosotros inútil o indigno. Si deseas su ayuda, o su misericordia, debes primero servirle bien; no es posible chalanear con un dios.

Casandra contempló desde el baluarte la niebla marina que envolvía el campamento de los aqueos a sus pies. Había llegado al extremo de odiar el mar a causa de aquella negra fila de naves que había junto a la playa. Crises se volvió hacia ella con tal furia que tuvo miedo de que la golpeara. Después se contuvo, hundiéndose de nuevo en su apatía.

—Tienes razón —dijo lentamente—. Acudiré a la cena, pero primero me bañaré y me arreglaré para tener el porte exigido a un sacerdote del Señor del Sol.

—Haces bien, hermano —afirmó Casandra.

Entonces vio en sus ojos un brillo que hubiera preferido no encontrar allí y, maldiciéndose a sí misma por su momentáneo impulso de simpatía, se alejó de él.

A primera hora de la mañana siguiente llamaron a su puerta y, cuando fue a abrir, encontró a uno de los sacerdotes más jóvenes, que hacía las veces de mensajero, dentro del templo de Apolo.

—¿Eres la hija de Príamo? —le preguntó, con respeto—. Te buscan en la sala de la entrada. Hay allí un hombre que afirma ser tu tío y dice que tiene que hablar contigo de inmediato.

Casandra se envolvió en su manto, preguntándose de qué o de quién podía tratarse. No conocía a ninguno de los hermanos de su padre y, desde luego, Hécuba no tenía ninguno. Tardíamente pensó en la posibilidad de una estratagema y cuando, dentro ya de la estancia, vio a tres hombres con mantos argivos, retrocedió dispuesta a gritar en demanda de socorro.

—Soy yo, Casandra —dijo una voz conocida, y su dueño echó hacia atrás la capucha que ocultaba su rostro.

—¡Odiseo!

—No tan alto, niña, ¿es que quieres que nos maten a todos? He de ver a tu padre y, tal como están las cosas, no podía desembarcar entre esos aqueos y abrirme paso a través de ellos hasta llegar a las puertas de Troya. Me hubieran linchado. Mi nave se halla oculta en una caleta que descubrí cuando vivía con los piratas. Al amparo de la niebla, desembarqué anoche. Tengo que hablar con Príamo para ver si existe un modo honroso de poner fin a esta guerra. Pensé que quizás en este templo podría arbitrarse algún medio.

—Pero no es posible que salgas por la puerta del recinto y bajes hasta el palacio —dijo Casandra—. Estoy segura de que hay ojos y oídos aqueos en el mercado e incluso aquí, en el templo del Señor del Sol, peregrinos, espías que se hacen pasar por fieles adoradores. Serías reconocido al instante. Déjame pensar un poco, por si se me ocurre algo. Tratándose de ti, estoy segura de que mi padre prescindirá del voto que ha hecho de no hablar con ningún argivo, pero ¿quiénes son tus compañeros?

—Descúbrete, Aquiles —dijo Odiseo, y el joven que había a su lado se echó hacia atrás la capucha.

No era demasiado alto, pero poseía la constitución musculosa de un luchador. Los cabellos le llegaban a los hombros. Aún no tenía edad suficiente para que se los hubiesen cortado en los ritos de la virilidad. Era de un rubio muy claro, casi plateado. Sus facciones eran muy definidas y fieras. Pero fueron sus ojos lo que más impresionó a Casandra, los ojos acerados de un ave de presa.

Aquiles le habló a Odiseo:

—Prometiste traerme a esta guerra con mis soldados y ahora hablas de evitarla, como si fuese honroso rehuir una guerra. Ésas son palabras femeninas, no de un hombre. ¡Y no quiero oírlas más!

—Tranquilízate, Aquiles —le aconsejó el otro joven, que era más alto y esbelto, con músculos de corredor o de gimnasta. Representaba más edad que Aquiles, quizás unos veinte años—. Hay más cosas en la guerra que el honor y la gloria, y Odiseo actúa guiado por los dioses. Si quieres lucha, no te faltará, ya que nunca escasea en la vida de cualquier hombre. No es preciso que nos precipitemos a la destrucción. No hay que considerar la guerra como una diversión. —Sonrió a Casandra y añadió, mirando con afecto a Odiseo—. Así es como este pirata marrullero consiguió traerle hasta aquí.

—¿Cómo te atreves a llamarme marrullero, Patroclo? —dijo Odiseo, en tono ofendido— Hera, Madre de la Sabiduría, fue mi guía en cada paso. Permíteme que te lo cuente, Casandra.

—Con placer —declaró ella—. Pero estaréis hambrientos y cansados. Aguardad a que pida que os traigan el desayuno y podrás explicármelo mientras coméis.

Llamó a una doméstica para que le sirviese pan, aceite de oliva y vino. Odiseo narró lo prometido:

—Cuando Menelao nos convocó a todos para que cumpliéramos nuestro juramento de luchar por Helena, previ esta guerra, y otros como yo. Tetis, sacerdotisa de Zeus To—nante...

—Mi madre —lo interrumpió Aquiles, en voz baja.

—Tetis trató de saber por las profecías cuál sería la suerte de su hijo y las profecías señalaron...

—Estoy harto de profecías y de cuentos de viejas —masculló Aquiles—. Son un puro dislate. Quiero a mi madre pero, en lo que asuntos de guerra se refiere, no es más lista que las demás mujeres.

—Aquiles, si dejases de interrumpirme, ya habría acabado el relato —dijo Odiseo, mojando con parsimonia pan en el aceite—. Tetis, que es casi tan sabia como la Madre Tierra, leyó los presagios y éstos le dijeron que si su amado hijo combatía en esta guerra, podría morir. Para eso no hace falta más presciencia de la que exige predecir nieve en el monte Ida durante el invierno. Pero para ayudarle a escapar de su destino, lo vistió con ropas de mujer y lo ocultó entre las numerosas hijas de Licomedes, rey de Sciros...

—¡Bonita muchacha debía de parecer! —exclamó Patroclo—. ¡Con unos hombros como los suyos! Me habría gustado ver a esta preciosidad con el cabello rizado y sujeto con cintas...

Aquiles propinó a su amigo un fuerte puñetazo entre los omóplatos que le hizo caer de rodillas.

—¡Bien, ya te has reído bastante, amigo mío; menciónalo de nuevo y podrás ir a reír a los infiernos! —gruñó—. ¡Ni siquiera a ti te lo consiento!

—No peleéis, muchachos —declaró Odiseo, con insólita dulzura—. Basta una broma infausta para separar a unos amigos jurados. Sea como fuere, yo también recurrí a los presagios y mi diosa me dijo que el destino de Aquiles era participar en esta guerra. Pero creí que quizá se habría tornado cobarde con su educación femenina. Así que reuní muchos regalos para las hijas del rey y los esparcí ante las muchachas: vestidos, sedas y cintas. Mas entre tales regalos oculté una espada y un escudo; y mientras ellas disputaban por todas aquellas cosas, Aquiles empuñó la espada. En consecuencia, lo traje.

Casandra se echó a reír.

—Bravo, Odiseo —dijo— pero tu prueba no era del todo fiable. Yo también he portado armas. Cabalgué con las amazonas y, de haber estado entre las hijas del rey, habría hecho exactamente lo mismo. No hace falta ser un héroe para sentirse desesperadamente harta de los chismorrees en las estancias de las mujeres. Aquiles rió con desprecio.

—Pentesilea dijo una vez que sólo quienes odian y temen la guerra son capaces de enfrentarse a ella con eficacia —dijo ella.

—Una mujer —comentó Aquiles desdeñosamente—, ¿qué puede saber de la guerra una mujer?

—Tanto como tú... —empezó a decir Casandra, pero Odiseo, que parecía muy cansado, la interrumpió. —¿Nos ayudarás, Casandra?

—En todo lo que esté en mi mano —repuso—. Deja que vaya a advertir a mi padre para que esté dispuesto a encontrarse contigo esta noche.

—Eres una buena chica —afirmó Odiseo, abrazándola. Ella le abrazó también, y besó su correosa mejilla. Luego, sorprendida de su propia audacia, se disculpó:

—Bueno, dijiste que eras mi tío. Es natural, pues, lo que he hecho.

Patroclo se echó a reír.

—Yo también seré tío tuyo, Casandra, si me besas de ese modo —dijo.

Aquiles frunció el entrecejo, y Casandra se ruborizó. —Odiseo —dijo—, es un viejo amigo al que conozco desde que era niña. No beso a ningún hombre que sea más joven que mi padre.

—Déjala, Patroclo; es una virgen consagrada a Apolo —intervino Odiseo—. Te conozco. Cuando veas a su hermano Paris, la olvidarás; son tan semejantes como dos gotas de agua.

—¿Un hombre con su belleza? Me gustaría verlo —afirmó Patroclo.

—Ah ¿se trata de ese Paris? ¿De ese cobarde tan guapo? —preguntó Aquiles, con aspereza.

—¿Cobarde, Paris? —se asombró Casandra.

—Lo vi ayer en la muralla, cuando Odiseo me desembarcó con mis soldados, antes de que por la noche y sin que me viesen volviera a reunirme con él en el lugar donde había ocultado su nave. Y entonces me dije: Estos troyanos son cobardes; se quedan en las murallas como si fuesen mujeres y lanzan sus flechas en vez de acudir a batirse con la espada.

Todo lo que Casandra se le ocurrió responder ante tales palabras fue:

—El arco es el arma preferida de Apolo. —Pues, a pesar de eso, sigue siendo el arma de un cobarde —afirmó Aquiles.

Ésa es su forma de ver el mundo, limitándolo a combates v honor —pensó ella—. Es posible que, si viviese lo suficiente, cambiara de manera de pensar. Pero los hombres que ven el mundo de ese modo no viven tiempo bastante para cambiar tal criterio. Casi podría decirse que es una lástima, pero quizás el mundo mejoraría sin tales hombres.

Los visitantes de Casandra aguardaron entonces a que ella hablase. Les sugirió que permanecieran ocultos durante el calor del día. Luego, al amparo de la noche, los conduciría al palacio de Príamo.

—No me gusta eso —dijo Aquiles—. No me parece bien deslizarme en la oscuridad. No temo a ningún troyano ni a la horda de hijos y soldados de Príamo. Lucharé contra ellos hasta llegar al palacio y cuando salga de allí.

—Calla, loco —lo amonestó Patroclo, dándole un afectuoso golpe en un hombro—. Nadie duda de tu valor, ¿por qué entonces has de perder el tiempo en escaramuzas cuando puedes aguardar a la gran batalla y desafiar a cualquiera de los caudillos de los ejércitos de Príamo? Tienes bastantes guerreros ante ti, Aquiles. No seas impaciente. —Sonrió y puso su brazo sobre el de su amigo.

¿Puede considerarse a éste el más grande de los guerreros, pensó Casandra, un chiquillo entusiasmado con el nuevo juguete de su espada y de su refulgente armadura?

¿Y depende la supervivencia de Troya y de nuestro mundo de semejante niño loco?

Cerró la puerta y los dejó dentro de la sala, rogándoles que permaneciesen ocultos. El sol ya se hallaba alto. Casandra se cubrió la cabeza con un chal y descendió de la colina camino del palacio. Pocas veces había buscado deliberadamente encontrarse con su padre, y podía contar con los dedos de una sola mano las veces en que había estado a solas con él.

Odiseo no lo creerá, pensó, pero a mi, hija de Príamo, me cuesta más llegar a su presencia de lo que le costaría a él mismo.

Finalmente acudió a un viejo doméstico, quien le dijo que su padre estaba examinando las armas distribuidas a los soldados ya que aquel día los aqueos habían optado por no atacar.

—Después de eso, princesa, irá al baño con sus hijos mayores y más tarde, probablemente, beberá vino en sus estancias. Estoy seguro de que si acudes a él entonces, te recibirá de buen grado.

Pasó las horas que mediaban hasta la ocasión, en la estancia de Creusa, jugando con su niña. Creusa la informó sobre la hora que solían regresar los hombres y entonces acudió a las habitaciones de su padre, con la esperanza y el temor de encontrar allí a su madre. Le resultaría difícil explicar su misión ante Hécuba, que no estimaría adecuado que una mujer tomase parte activa en la guerra. Aunque si esta ciudad cae en poder de los aqueos, pensó Casandra desesperada, sufrirá tanto como cualquier otro y más que la mayoría.

Encontró a Príamo sólo con su armero, quien le mostraba algunos nuevos venablos. Se volvió para espetarle con irritación:

—¿Qué haces aquí, Casandra? Si querías hablar conmigo, deberías habérselo dicho a tu madre y yo te habría recibido en el recinto de las mujeres.

Ella no se molestó en protestar.

—Sea como fuere, padre, ¿me escucharás ahora que estoy aquí? ¿Hablarías con Odiseo si eso contribuyese a poner fin a esta guerra?

—Para eso tendría que hablar con el propio Agamenón —respondió Príamo—. Pero entre las naves invasoras no he visto la de Odiseo.

—No, se halla oculta en una ensenada secreta —le informó Casandra—. Odiseo se encuentra ahora en el templo del Señor del Sol y quiere hablar contigo esta noche. ¿Puedo traerle, en compañía de Aquiles a palacio a la hora de la cena?

—¿También a Aquiles? ¿No esconderás también bajo tus faldas a Agamenón y a Menelao, acechando para acometernos traicioneramente?

—No, padre. Se trata tan sólo de Odiseo, de Aquiles y de su amigo. Odiseo ha de presentarse mañana a los jefes aqueos, pero primero quería tratar contigo en aras de vuestra vieja amistad.

—Cierto. Fue un buen amigo durante muchos años —dijo Príamo pensativamente—. Que venga, y también Aquiles y su compañero... He oído que jamás da un paso sin él.

—Se lo diré, padre —prometió Casandra. Y se marchó antes de que Príamo pudiera hacerle más preguntas o cambiar de opinión. No se molestó en informar a su madre ni a ninguna de las mujeres del palacio. Allí había siempre comida bastante a la hora de la cena para una docena más de bocas y la idea misma de albergar a Aquiles aterraría a las domésticas.

Regresó muy cansada al templo del Señor del Sol. Sólo se concedió tiempo para vestir sus mejores ropas y ponerse el collar de cerámica azul que le regaló Odiseo. Después se dirigió a la sala donde los había dejado. Patroclo le sonrió con simpatía, pero Aquiles iba y venía con impaciencia por la estancia y Odiseo parecía también inquieto e impaciente. —Ya te dije, Aquiles, que no podíamos irrumpir sin más en el palacio de Príamo. No pasaríamos más allá del cuerpo de guardia. Y aunque consiguiésemos abrirnos paso no seríamos recibidos con la cortesía debida a unos embajadores. Y eso resulta crucial para nuestra misión. Confía en Casandra: ella conseguirá que nos reciba.

BOOK: La Antorcha
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