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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (40 page)

BOOK: La Antorcha
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—Sin duda, una acróbata estaría un año sin trabajo si se quedase —dijo Helena—. En Micenas yo tenía dos muchachas, hermanas, que solían acudir a bailar ante mí.

Era la primera vez, por lo que recordaba Casandra, que hablaba de su antigua casa.

—Ninguna muchacha que trabaje desea cargar con el peso del embarazo y del parto. Eso es para mujeres ociosas... como nosotras.

—Quizá seamos nosotras quienes más trabajamos —dijo Casandra—. Mi madre dio a luz y amamantó diecisiete hijos.

Helena se estremeció.

—Pues hasta los veintitrés años yo sólo he tenido a Hermione y a Nikos. Soy afortunada —declaró.

Entonces, su rostro se contrajo y guardó silencio por unos momentos.

—Éste ha sido terrible —dijo—. Creo que ya no tardará mucho.

Miró en torno de sí.

—¿Necesitas algo? —le preguntó Casandra.

Helena negó con la cabeza. Parecía entristecida. Se siente sola aquí, pensó Casandra. Entre tantas mujeres no cuenta con una verdadera amiga de su propia tierra.

—¿Dónde está Etra?

—Ha vuelto a Creta. Yo no quería ser también la causa de su exilio —repuso Helena al tiempo que tendía la mano hacia Casandra, se la apretó con fuerza.

—¿Te quedarás conmigo, hermosa? No conozco a estas mujeres y no confío en ellas —le susurró Helena.

Con su mano libre, Creusa empujó una banqueta hacia ellas. Casandra se sentó, arreglando sus engorrosas vestiduras. Advirtió que ahora Helena se veía pálida y demacrada. Percibió que no poseída en aquel momento por su diosa, parecía una mujer insignificante cuya belleza residía en sus cabellos claros. Le caían en espléndidas bandas, enmarcando su cara sudorosa. Sus ojos se mostraban cansados y un poco enrojecidos. Permaneció a su lado, dejando que oprimiese su mano. Creusa tocaba en tono bajo, y daba la impresión de que la música le proporcionaba cierta ayuda, aunque, quizá de todas formas, hubiera tenido un parto fácil. Casandra sentía curiosidad pero le gustaba hacer preguntas; aquella experiencia le era ajena por completo.

Cuando el sol de la tarde penetró en la estancia, Hécuba despidió a todas las mujeres, con la excepción de dos comadronas expertas, una doméstica para los recados y una sacerdotisa portadora de numerosos amuletos que distribuía alrededor de la cama. Hubiera deseado alejar de allí también a Casandra.

—Eres doncella —le dijo—. Este lugar no es adecuado para ti.

Pero Helena se aterró a su mano.

—Es mi amiga, madre. Y no sólo es doncella sino sacerdotisa. Ninguna estancia de mujer está vedada para una sacerdotisa de la Madre.

—¿Has traído contigo a las serpientes sagradas? —preguntó Hécuba.

—No, todas las que había en el templo murieron en el terremoto.

La sacerdotisa, que introducía un amuleto bajo los senos de Helena mientras mascullaba un sortilegio, alzó la cabeza para decir:

—No menciones aquí malos augurios. —No puedo advertir por qué la muerte de las serpientes del templo de Apolo ha de ser un presagio, bueno o malo, para mi hijo —dijo Helena—. Apolo no es mi dios; ni para bien ni para mal tengo relación con él. Por lo que se refiere a la Madre Serpiente, tampoco es mi diosa.

La mirada de la sacerdotisa se cruzó con la de Casandra, y la mujer hizo un signo contra la mala suerte. Casandra opinaba como Helena. Estaba habituada a ver como cualquier acontecimiento fortuito se consideraba un presagio, pero pensaba que era absurdo.

La sacerdotisa fue a calentar un cuenco de agua en el brasero, y la estancia se llenó del olor a hierbas medicinales que echó al agua. Poco antes del ocaso, Helena alumbró a un niño pequeño y arrugado al que llamó Binomos.

Hécuba observó al diminuto bebé que se retorcía, y su rostro reveló un leve gesto de preocupación.

—¿Cuánto tiempo llevas entre nosotros, Helena? Es pequeño... jamás vi un bebé de gestación completa de ese tamaño. No pesa más que un pollo de asar.

—Tampoco yo pesé mucho —manifestó Casandra—, según me has dicho en numerosas ocasiones. Es probable que toda esta agitación y esta inquietud, la interrupción de la fiesta, el terremoto... hayan adelantado el parto unos días o unas semanas. ¿Importa eso si es fuerte y sano?

—Sólo quiere asegurarse de que se trata del hijo de su propio hijo —le murmuró Helena—. Puedo haberme comportado con ligereza, pero no hasta ese extremo. Sabía que estaba embarazada de Paris antes de que huyésemos de la casa de Agamenón. Pero no sé cómo decírselo sin escandalizarla.

Casandra sonrió pero no pudo servirle de ayuda.

—Creo que tendrá los mismos ojos que su padre —dijo Creusa, cogiendo en brazos al niño—. Los recién nacidos que después tendrán ojos oscuros, poseen un azul más nebuloso que aquellos que los tendrán claros.

Casandra quedó sorprendida. Nunca hubiera esperado tal ayuda de su media hermana. De niña, Creusa siempre había tenido la habilidad de empeorar las situaciones difíciles y una tendencia a la histeria cuando se sentía ignorada. Tal vez su matrimonio con Eneas le había proporcionado más sensatez de la que podía esperarse.

Se oyeron pasos en la puerta y Casandra, reconociéndolos, acudió a recibir a Paris.

—Hermano, has tenido otro hijo —le comunicó.

—He tenido un hijo —la corrigió Paris—. Y si profetizas algo malo de él, Casandra, machacaré los huesos de tu rostro de tal modo que la gente huya de ti como de Medusa.

—No te atrevas a amenazarla —gritó Helena—. Tu hermana es amiga mía.

Casandra tomó al niño en sus brazos y le besó.

—No he recibido profecía alguna para este niño —dijo después—. Es fuerte y sano. No es a mí a quien corresponde decir cuál será su destino cuando crezca.

Le entregó el niño a Paris. Se inclinó sobre Helena y tras eso, se echó el velo sobre la cara.

—¿Te vas, hermana? —preguntó Helena—. Esperaba que cenarías con nosotras puesto que Paris no ha de quedarse en el recinto de las mujeres.

—No. Tengo que ir al mercado —contestó Casandra—. ¿No lo oíste? Perdimos todas nuestras serpientes en el terremoto. Las que no murieron, nos abandonaron; se sumieron en las profundidades de la tierra y no volverán. El templo de Apolo no puede carecer de sierpes. He de sustituirlas.

—¡Qué cosa tan extraña! —exclamó Creusa—. ¿Qué crees que significa?

Contra su voluntad, porque no deseaba asustarlas ni enojar a Paris o a su madre por hablar de lo que no querían oír, Casandra contestó:

—Creo que los dioses están irritados con la ciudad. No es éste el primer augurio funesto que hemos recibido.

Paris se echó a reír.

—No hace falta que estén irritados para que las serpientes se hundan en las profundidades tras un temblor de tierra; es su modo natural de proceder. Vi muchas veces cómo lo hacían en las montañas. Pero siento la pérdida de tus animales. —Apoyó levemente la mano sobre un brazo de Casandra—. Ve al mercado, hermana, y elige con cuidado. Tal vez tus nuevas serpientes te sean más fieles.

—Que así me lo otorguen los dioses —dijo Casandra con fervor, saliendo de la estancia.

Decidió detenerse unos instantes para visitar a Andrómaca antes de abandonar el palacio.

—¡Casandra! —exclamó ésta, complacida al verla—. Ignoraba que estuvieses aquí. ¿Te llamaron para el parto?

—Sí —contestó Casandra, abrazando a su amiga—, Helena ha tenido un niño y los dos están bien.

—Ya oí que el recién nacido era varón —dijo Andrómaca—. Me informó la niñera cuando vino a llevarse a los chiquillos. Pero... —sonrió maliciosamente—. ¿Dices que Helena, no Paris, ha tenido un niño? ¡Qué vergüenza, Casandra, que des a entender semejante cosa!

—¡Qué vergüenza, Andrómaca, que des tal sentido a mis palabras! —le contestó Casandra—. ¿Quién fue tu padre? Sabes muy bien que viví entre las amazonas el tiempo suficiente para considerar a un niño como de su madre... sobre todo cuando acabo de verlo nacer. Si Paris lo hubiera dado a luz...

Las dos mujeres se abrazaron riendo.

—Me gustaría que hubiera sido él —declaró Andrómaca—. ¡Y bien que se lo merecería!

Casandra sintió un súbito estremecimiento. Vio ante sí una imagen de Paris yaciendo, entre convulsiones de dolor, en el jergón de la cabaña que había compartido con Enone. Ésta se inclinaba sobre él y le enjugaba el sudor de su frente con un lienzo. A su lado, en el suelo, había un peto dorado.

—¡Casandra! —Andrómaca la cogió por los hombros, la condujo hasta una banqueta y la obligó a bajar la cabeza hasta colocarla entre las rodillas—. ¡Qué estúpida he sido, obligándote a permanecer de pie cuando sin duda no has comido nada desde el alba! Ten la cabeza baja hasta que pase el mareo y haré que te traigan algo de comer.

Se dirigió a la puerta y llamó a una criada. Luego llenó una copa del vino de la jarra que había sobre una mesa situada en un rincón de la estancia.

—Bebe esto —le ordenó—. Y come mientras tanto frutos secos.

Le tendió un plato y Casandra tomó un puñado de pasas. Se llevó una a la boca y obligó a sus mandíbulas a masticarla.

—Por una vez, los niños no se comieron todo lo que estaba en su campo de visión.

—Visión —suspiró Casandra—. Me gustaría no tenerla. —Ahora te traerán pan y carne de las cocinas —dijo Andrómaca—. Eso te confortará. Después de cada visión importante, mi madre solía comer carne roja muy caliente y todo el pan que podía tragar. Estoy segura de que las sacerdotisas no ayunarían antes de sus rituales si eso no contribuyese a su presciencia.

—Sin duda —admitió Casandra—. Y, en cierto modo, el parto es un ritual.

—Lo es —declaró Andrómaca con calor—. ¿Lo pasó mal Helena?

Casandra negó con la cabeza.

—Será una prerrogativa —Andrómaca hizo una mueca—. Bueno, supongo que si Afrodita la empuja a tomar amantes, lo menos que puede hacer es proporcionarle el arte de parir hijos con facilidad. Y hablando de niños... ¿Viste a Enone y a su hijo en la sementera?

—Igual que tú —dijo Casandra—. Vino para ver a Paris aunque fuera un momento y de lejos. Me temo que todavía lo quiere.

—De poco va a servirle —afirmó Andrómaca.

Entró una doméstica con comida. Cuando se fue, Casandra dijo:

—Enone era amiga mía. Me siento culpable al sentir simpatía por Helena. Y ahora Paris olvida incluso que tuvo un hijo de Enone.

—Creo que todo el mundo quiere a Helena —declaró Andrómaca—. El propio Príamo jamás se muestra malhumorado con ella. Y eso que es un experto en trucos y zalamerías de las mujeres y no se deja seducir con facilidad. Por lo que atañe a Paris... Bien, ¿qué se podía esperar? Si tiene en su lecho a la diosa del amor, ¿cómo va a inclinarse ante una sacerdotisa del río? ¿Y cómo reaccionaría la diosa si la prefiriese?

Casandra se estremeció.

—No me gusta esa diosa aquea —dijo—. Ojalá no ponga nunca sus manos sobre mí.

Andrómaca adoptó una expresión seria.

—Yo te lo desearía —afirmó—. Sentiría que nunca llegases a saber qué es el amor.

—¿Qué te hace pensar que no lo sé? —preguntó Casandra, con curiosidad—. Amo a mis hermanos y a mi madre, a mis serpientes, a mi dios...

Andrómaca sonrió con cierta tristeza.

—Soy afortunada —dijo— porque mi amor es por el hombre que me fue entregado como marido y no puedo imaginar querer a otro. Por lo que he hablado con Helena, creo que ése fue su caso hasta que la diosa puso su mano sobre ella. A partir de entonces, sólo se sintió capaz de pensar en Paris.

—Entonces ese amor debe de ser una maldición y no un don —opinó Casandra—. Ruego que nunca caiga sobre mí.

Andrómaca la abrazó cariñosamente.

—Ten cuidado con lo que pides, Casandra. Yo deseaba partir de Colquis y tener un marido honorable y de gran renombre. Y esos deseos me trajeron hasta aquí, lejos de mi madre, a una ciudad en el otro extremo del mundo y en estos negros tiempos.

Tomó un poco de la sal que había en la bandeja junto a la carne y la lanzó al aire al tiempo que mascullaba una palabra. Casandra, que no pudo oírla, por estar ocupada en cortar una pequeña loncha de carne asada y colocarla sobre un trozo de pan, charco las cejas sorprendida.

—Rogaré por ti —dijo Andrómaca—. Para que tus peticiones sean escuchadas solamente del modo en que te beneficien.

Casandra abrazó a su amiga.

—No sé si los dioses atienden tales ruegos... Pero te quedo agradecida.

Cuando hubo terminado de cenar con Andrómaca y ayudado a acostar a Astiánax, abandonó el palacio. Deambulaba entre los puestos en penumbra del mercado vespertino, cuando se dio cuenta de que había olvidado preguntar a Andrómaca qué podía significar el hecho de que las serpientes abandonaran el templo. Entonces le vino a la memoria que Andrómaca no quería ni siquiera oír nombrar a las serpientes.

Decidió que, antes de comprar ni una sola para el Señor del Sol, debía recabar información de todas las sacerdotisas que pudiese hallar sobre cualquier mujer u hombre versado en la materia, ya fuera un sacerdote o una sacerdotisa de la Madre Serpiente o de Pitón. Seguramente en la gran ciudad de Troya tenía que existir alguien que supiera de tales cuestiones.

Desde el ataque del día de la sementera, Crises se hallaba sumido en una profunda depresión; descuidaba las obligaciones que se le habían asignado en el templo y pasaba largos ratos en el alto baluarte que dominaba el campamento aqueo.

—Por favor, ve y dile que baje —pidió Caris a Casandra—. Le agradas y quizá puedas persuadirlo de que su vida no ha terminado.

—No es agrado lo que siente por mí —objetó Casandra.

Pero tuvo compasión por él y más tarde, aquel mismo día, fue a buscarlo a tan alto lugar.

—La cena está dispuesta, y te aguardan —le dijo.

—Gracias, Casandra pero no tengo hambre.

No se había bañado ni afeitado desde el ataque. Se hallaba desarreglado y sucio, y olía a hierbas extrañas.

—¿Cómo voy a comer y a dormir tranquilamente cuando se han llevado a mi hija? No puedo soportar el pensamiento de que mi pobre niña está ahí abajo entre esos salvajes soldados.

—No mejorarás su suerte ayunando y descuidando tu persona —le contestó Casandra, con desdén—. ¿O es que crees que el verte con ese aspecto ablandará el corazón de los aqueos?

—No, pero puede que se ablande el corazón de algún dios —declaró, con una sorprendente sinceridad en la voz.

—¿Lo crees de veras?

—Tal vez no —dijo, y lanzó un suspiro tan profundo que pareció salir de las entrañas de su cuerpo—. Pero no tengo ánimo para comer ni para descansar estando ella allí.

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