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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (37 page)

BOOK: La Antorcha
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Dio al nombre la entonación de una obscenidad y miró en torno para comprobar el efecto de su relato en la atenta audiencia.

—Pues cogió a mi pequeño Telémaco, que entonces andaba a gatas y era, Héctor, como tu Astiánax, y lo puso delante de las bestias, justo por donde tenía que arar. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Seguir arando en línea recta hasta alcanzar al niño? Naturalmente, desvié a los animales y Agamenón, riéndose a mandíbula batiente, me dijo: ¡Vamos, viejo zorro, no estás más loco que yo! Y exigió que cumpliera mi juramento de defender a Menelao. Así que vine, pero créeme, fui yo quien les envió a sus casas para la siembra. Volverán después, he acudido para advertiros a todos.

Príamo había reído tanto como cualquiera. Entonces se serenó y dijo:

—Comprendo, Odiseo, que no podías hacer otra cosa que la que hiciste. Pese a todo sigues siendo amigo mío.

—Lo soy —afirmó Odiseo, y se sirvió pescado y pan.

—Y que siempre lo seas —concluyó Príamo—, como yo lo soy de ti.

Casandra contrajo los ojos, observando a Odiseo como si buscase la Visión. Por mucho que lo intentó, vio sólo a un viejo inofensivo, desgarrado entre antiguas amistades y vecinos incómodos con los que debía mantenerse en paz para seguridad de su propia familia. Sí, sería amigo de ellos mientras le resultase provechoso. A menos de que, sagaz o incluso alevosamente, pudiese sacar partido de la situación para hacer un buen chiste o contar un buen relato. A eso no se resistiría nunca Odiseo en aras de ninguna amistad.

Acabó rápidamente su propia comida y, levantándose, pidió a su padre permiso para retirarse. Él se lo otorgó con aire distraído; besó a su madre y a Andrómaca, alzó en sus brazos al pequeño Astiánax y le besó también, aunque éste se resistió y dijo que era demasiado mayor para que le besaran. Después abandonó la sala.

Al cabo de un minuto advirtió que alguien la seguía. Creyendo que sería una de sus hermanas, deseosa de hacer a una sacerdotisa una pregunta demasiado íntima para formularla en presencia de los hombres, se detuvo a esperar. Entonces la rodearon unos brazos fuertes y viriles y, por un momento, permaneció en los brazos de Eneas hasta que se apartó, contra su voluntad.

—Eneas, no. Eres el marido de mi hermana. —A Creusa no le importaría —susurró Eneas—. Desde que nació nuestra hija, me rehuye cada vez que acudo a su lecho. No me desea, te lo juro. Le agradaría que encontrase amor en otra parte.

—No lo hallarás en mí —dijo entristecida Casandra—. También yo he hecho un juramento. Me he consagrado al Señor del Sol y haría falta un hombre más bravo que tú para contender con él por una mujer.

—Pues me enfrentaré a él si tú quieres, Casandra. Por ti arrostraría incluso su ira.

—Calla —dijo, poniéndole los dedos en la boca—. No digas eso. No lo escucharé. Pero debo confesarte que si los dos fuésemos libres, gustosa te aceptaría como marido o como amante, como tú prefirieses. Mas he visto la ira de Apolo y no la provocaría conscientemente contra ningún hombre; en especial, contra ti, a quien bien podría haber amado.

Mientras hablaba, sus dedos se deslizaban cariñosamente por los labios de él casi sin que se diese cuenta.

—No quieran los dioses —dijo piadosamente Eneas—, que me enfrente con ninguno de ellos a menos de que tú lo exijas de mí. Si estás satisfecha con pertenecer al Señor del Sol y a nadie más... —Retrocedió un paso—. Sea como quieres. Lo juro por el propio Apolo. —Besó con respeto la delicada mano de ella—. Seré siempre tu fiel amigo y hermano, si necesitas mi ayuda, juro que la tendrás frente a cualquier hombre o ante cualquier dios.

—Te lo agradezco. Siempre seré tu amiga y tu hermana, pase lo que pase —dijo Casandra, conmovida.

La tomó cariñosamente de los hombros.

—Querida, no pareces feliz. ¿Estás de veras contenta en el templo de Apolo?

—Si lo estuviese —contestó en un murmullo—, habría huido de ti antes de que llegásemos a esto.

Se apartó de él y salió del palacio. Su corazón aún latía con tanta fuerza que pensó que Eneas debía de estar oyéndola. Mientras subía la larga colina hacia el templo del Señor del Sol, las lágrimas contenidas oprimían sus ojos.

No quiero ser infiel a mis votos. Juré ser de Apolo y él fue quien me abandonó. Jamás lo traicionaré con hombre mortal alguno, y sin embargo ese blasfemo sacerdote me ha difamado en el templo. Por culpa suya parezco profanada a los ojos de todos cuando soy inocente de cualquier pecado.

¿Sería que la diosa a la que sirvió durante el tiempo que estuvo con las amazonas se había puesto de parte de un hombre contra la que fue consagrada sacerdotisa suya? ¿O se trataba tan sólo de que un dios, cuando se enfrentaban un hombre y una mujer, jamás se ponía del lado de ésta, fueran cuales fuesen sus derechos? Ella pertenecía al dios como si se hubiese casado con cualquier hombre mortal.

Pero tanto Crises como yo pertenecemos a Apolo y, en consecuencia, tendríamos que ser iguales a sus ojos.

Franqueó las grandes puertas de bronce y el vigilante nocturno se inclinó reverente. —Llegas tarde, princesa.

—He estado en el palacio, con mi padre y mi madre —dijo ella—. Buenas noches. —Buenas noches, princesa.

Se dirigió hacia las estancias de la parte posterior donde dormían las mujeres. Se quitó las sandalias y el vestido y se acostó, preparándose para el sueño.

Aún le dolían los ojos y, cuando relajó los músculos de su rostro, las lágrimas inundaron sus mejillas. Volvió a su memoria el abrazo de Eneas y, por un momento, se recreó con aquel recuerdo. Si quisiera, podría arrebatárselo a su hermana y Creusa ni siquiera se enfadaría con ella, satisfecha de verse libre de sus obligaciones maritales...

¿A quién dañaría si se entregaba a Eneas? ¿Debía olvidarse de sus votos puesto que ningún bien había recibido de su consagración? ¿O era que esa diosa extranjera del amor ilícito lo había enviado para tentarla? Después, ante sus ojos, el rostro de Eneas se perdió en la deslumbrante evocación de la faz del Señor del Sol y de la suave e inolvidable música de su voz cuando decía Casandra...

Mientras se deslizaba hacia el sueño, se preguntó cómo era posible que una mujer prefiriese un simple hombre a un dios. Tal vez fuera mejor permanecer olvidada o ignorada por el Señor del Sol que ser amada o deseada por cualquier hombre mortal.

Comenzó a rumorearse por toda la ciudad que los aqueos habían renunciado a sus propósitos y que no volverían. Casandra sabía bien que no era cierto, porque aún había ocasiones en que al mirar a la ciudad desde el templo, la veía envuelta en llamas. De este modo conocía que el don de la presciencia no la había abandonado.

Pero de nada le servía a ella ni a ningún otro; cuando hablaba de sus visiones, nadie la escuchaba. Sin embargo, Apolo, sea lo que fuere lo que me has quitado, día llegará en que recuerden lo que dije y sepan que no mentí.

A veces pensaba: Esto es sólo una maldición. Puesto que nadie cree lo que digo, ¿por qué debo sufrir con ese conocimiento y ser incapaz de transmitirlo? Mas, tras orar para que le fuese retirada la presciencia, se decía: ¡Oh, no! Mucho peor sería ir a ciegas e ignorar lo que los Hados han decidido.

Pero si éste es el destino de todos los hombres, ¿cómo podían soportarlo?

Día tras día, los mares continuaron libres de navíos de guerra y de corsarios. Llegaban otros barcos, rumbo al Norte, hacia Colquis y 3\ país del Viento del Norte, que pagaban su tributo a Troya. Y, desde Colquis, la reina Imandra enviaba regalos y saludos a su hija, y también a Casandra.

Una mañana, Casandra halló a su serpiente muerta en su cuenco, y este hecho fue para ella el peor de los presagios. Últimamente había tenido poco tiempo para dedicárselo a aquel animal, y se culpó por no haber advertido que se hallaba enfermo. Pidió permiso para enterrar a la serpiente en el recinto del templo. Cuando lo hubo hecho, Caris la mandó llamar y le encargó que cuidase de todos los ofidios del templo de Apolo.

—¿Por qué? —preguntó Casandra—. No soy la más indicada. Cuidé del mío tan mal que enfermó y murió.

—¿Sabes por qué te confiamos esa tarea? Porque no eres feliz, Casandra. ¿Nos crees ciegos? Te quiero, te queremos todos. —Como Casandra hizo un gesto de protesta, añadió—: No, ésta es la verdad. ¿Crees que no somos conscientes de lo que te ha hecho Crises? Si tuviésemos libertad para expulsarlo, serían muchos los que lo habrían hecho. De este modo tenemos una excusa para confiarte una tarea en la que no precises encontrarte con él cada día y a cada hora.

Mas seguía sin comprender por qué no eran libres para expulsarlo del templo. Había intentado violar a una virgen del dios. Aquello era un enigma que no podía descifrar, ni tampoco conseguir de Caris una explicación. Era evidente que carecían incluso de libertad para explicar por qué tenía Crises ese poder sobre ellos.

Había una anciana sacerdotisa en el templo que sabía mucho de serpientes. Más vieja que Hécuba, superaba a ésta al menos en los años que Hécuba llevaba a su hija. Casandra, dispuesta a que las demás serpientes del templo no corrieran la suerte de la suya, pasó muchas horas con aquella anciana. Tenía los cabellos blancos, y ya escasos, y los ojos hundidos. Sufría parálisis senil y sus manos temblaban tanto que era incapaz de sostener ni la cuchara para alimentarse; este mal fue lo que determinó que se la relevara del cuidado de las serpientes.

Casandra dedicaba todo su tiempo a la anciana, la atendía y alimentaba y, cuando la sacerdotisa tenía tuerzas bastantes para hablar, aprendía todo lo referente a culebras y serpientes, incluso de especies que ya no se guardaban en el templo. A veces, Casandra pensaba que le gustaría hacer un largo viaje, sólo para dotar al templo de Apolo de las más extrañas clases de estos animales: las que vivían en los lejanos desiertos del Sur, o de las llamadas pitón, tan gruesas como el cuerpo de un niño y capaces de tragarse un cabrito e incluso una oveja entera. Casandra no estaba por completo segura de la existencia del animal, pero le gustaba oír los relatos de la anciana, y se hubiera pasado los días enteros escuchándolos.

Tras echar la comida a las serpientes había poco que hacer, excepto atender a Melianta. Casandra escuchaba y se entregaba a sus ensoñaciones, recordando el momento en que compareció en el Más Allá ante la diosa en su advocación de Madre Serpiente y preguntándose de dónde procedía la historia de la muerte de la Pitón a manos de Apolo. El año estaba avanzado; unas tardías lluvias invernales caían mansamente sobre el mar y en las ramas desnudas de los árboles se veían pequeñas protuberancias de donde surgirían las hojas. Un día, en que estaba en la parte más alta del templo del Sol, oyó un lejano y estridente grito. —Mira, las cigüeñas vuelan de nuevo hacia el Norte. Me pregunto, pensó, hacia qué lejanas tierras se dirigen, más allá del país del Viento del Norte.

Pero sus compañeras tenían cosas más prácticas en que . pensar.

—Pronto llegará la fiesta de la siembra de primavera —dijo Criseida con un brillo ávido en los ojos—. Estoy cansada de vivir siempre entre mujeres.

Casandra se sintió golpeada por el miedo; seguramente los aqueos retornarían con la primavera. La última luna del invierno creció y menguó, y llegaron días grises de suaves lluvias. Poco después de que las cigüeñas emprendieran el vuelo hacia el Norte, las nubes disminuyeron y una estrecha luna creciente apareció en el cielo anunciando la llegada de la primavera y de la fiesta de la siembra.

El primer día después de la luna nueva. Casandra fue llamada a palacio por su madre. La encontró con sus mujeres, haciendo los preparativos para los ritos de la siembra. Una sacerdotisa de la Madre Tierra se hallaba allí, supervisando la tarea.

Casandra no sabía lo que iba a decir hasta que se oyó pronunciar estas palabras:

—¿Estáis organizando la tiesta para que puedan divertirse los aqueos? A te mía que celebrar ahora una fiesta es sólo invitarlos a que vengan y nos expolien.

La sacerdotisa, una mujer de cierta edad a la que Casandra no conocía bien, le contestó despreciativamente.

—¿Qué puedes ofrecernos como alternativa Casandra? ¿No querrás que dejemos de sembrar el grano?

—Oh, ya sé que hay que plantar el grano —dijo Casandra casi con furia—. Pero, ¿es preciso llamar la atención con una tiesta?

—¿Es que esperas disfrutar de los regalos de la diosa sin honrarla? —le preguntó la sacerdotisa.

Casandra, sin apenas saber qué decir, deseó gritar. Si la diosa es tan grande y benevolente, pensó, seguramente nos daría el grano sin exigir tanto. ¿Es la diosa Tierra una vieja mujer del mercado para regatear con nosotros: tanto grano por tantos himnos v danzas? Como no podía decir aquello, no dijo nada en absoluto; pero sabía que había provocado la desaprobación de la sacerdotisa.

—¿Qué tiene que ver la fiesta contigo, que optaste por permanecer virgen en el templo del Señor del Sol y no pagar su tributo a la diosa? —le preguntó, con gesto hosco.

—No fue por mi elección —respondió sumisamente—. El Señor del Sol me llamó y la diosa Tierra no se opuso. Si hubiera exigido de mí que la sirviese, la habría obedecido.

¿ Y por qué no tendió su arco para salvarme de Apolo? ¿No soy más que un huidizo animal entre las pendencias de esos dioses?

Pero la sacerdotisa estaba aún enojada con ella, y daba la impresión de aguardar una respuesta más concreta.

—Aunque también yo me alimento por su bondad, no veo razón por la que una fiesta pueda inutilizar una siembra. Porque si los aqueos vienen a acabar con nuestra fiesta poco será lo que obtengamos de ella.

—¿Estás diciéndome que los aqueos no rinden homenaje a la diosa?

—Sólo digo que temo su impiedad —afirmó Casandra—. Si crees que rinden homenaje a la diosa, ¿por qué no le pides a uno de sus devotos o envías a un mensajero para que negocie una tregua y se comprometan a no perturbar los rituales de la Madre Tierra?

Y se me censura por ese miedo como si la impiedad fuese mía. Debería aprender a estar callada.

Se inclinó en silencio ante la sacerdotisa, una vez formulada su advertencia. No se hallaba obligada a decir más. Su madre había estado observándola en silencio, y Casandra cruzó la estancia para reunirse con ella. —¿No puedes comprender mi temor, madre? —Confío en la bondad de la diosa. Con seguridad es capaz de levantar su mano y golpear a esos aqueos —declaró Hécuba con tono de reproche—. Estás llena de miedo, Casandra.

BOOK: La Antorcha
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