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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (69 page)

BOOK: La Antorcha
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—Te suplico, hermana, que nada digas de esto a nuestra madre o a nuestro padre. No creo que ni siquiera tú puedas ser tan desalmada como para dejar a Héctor insepulto bajo la lluvia.

—No es Héctor quien yace insepulto —dijo Casandra con firmeza—, sino un cuerpo muerto como cualquier otro.

—Ignoro si eres muy estúpida o simplemente mala —dijo Polixena—, pero hablas como un bárbaro y no como una mujer civilizada, que además es princesa y sacerdotisa de Troya.

Apartó los ojos, y Casandra supo que no había hecho más que empeorar las cosas. Se alejó unos pasos de Polixena para que no viera las lágrimas que salían de sus ojos, aunque sabía que Polixena la tendría en mejor concepto por ellas. No volvieron a hablarse,

Cuando llegaron al palacio, una doméstica tomó sus mantos empapados, secó sus cabellos y sus pies con toallas y las condujo al gran comedor. Casandra advirtió que los ojos de la anciana se hallaban tan hinchados y enrojecidos como los de su madre; hasta los últimos marmitones de las cocinas adoraban a Héctor y todas las mujeres del palacio recordaban a Troilo cuando era un niño pequeño y mimado.

La estancia estaba casi igual que siempre, iluminada por un crepitante fuego y las antorchas de madera que producían una brillantez en la cual las pinturas murales parecían ondear, adquiriendo el aspecto de paisajes submarinos. Estaba vacío el banco tallado que habitualmente ocupaba Héctor, y Andrómaca se sentaba entre Príamo y Hécuba, como una niña entre sus padres.

Paris y Helena se hallaban próximos, con las manos entrelazadas. Se levantaron para recibir a Polixena, que primero fue a besar a sus padres. Casandra ocupó su lugar acostumbrado, junto a Helena. Pero cuando las domésticas le sirvieron no pudo tragar bocado y tan sólo fue capaz de mordisquear unas verduras cocidas y de beber un poco de vino aguado. Paris parecía entristecido pero Casandra supo que tenía muy presente su recién adquirida posición de hijo mayor de Príamo y de la reina, y la de jefe de sus ejércitos. Si queda alguna esperanza para Troya, alguien debe disuadirlo de esa idea, pensó. Él no es Héctor. Luego se sorprendió de sí misma. Conocía hacía tiempo que no existía esperanza para Troya. ¿Por qué continuaban alzándose una y otra vez indomables pensamientos de esperanza?

¿Significaba eso que sus visiones de destrucción sólo eran alucinaciones o desvaríos de la mente, como todo el mundo decía? ¿O sería que, tras la desaparición de Héctor, había surgido de algún modo una nueva esperanza para Troya? No, eso era ciertamente locura. Él era el mejor de todos nosotros, pensó; y supo que alguien ¿Paris? ¿Príamo? acababa de decirlo en voz alta.

—Él era el mejor de todos nosotros —afirmó Paris—, pero ha desaparecido; y sin él hemos de librar el resto de esta guerra. Aunque no sé cómo lo haremos.

—En realidad es tu guerra —afirmó Andrómaca—. Dije a Héctor que debería habértela dejado a ti solo.

Se oyó un sollozo; procedía de Helena. Andrómaca se volvió hacia ella, súbitamente enfurecida.

—¿Cómo te atreves? ¡De no ser por ti, él estaría con vida y su hijo no sería un huérfano!

—Oh, vamos, querida —terció Príamo en tono conciliador—, realmente no debes hablar así a tu hermana... bastante dolor hay esta noche en esta casa.

—¿Hermana? ¡Jamás! Esta mujer procede de nuestros enemigos, de donde vienen todos nuestros males... mírala ahí sentada, complacida de que su amante vaya a mandar todos los ejércitos de Príamo...

—Los dioses saben que no me complazco —contestó Helena, ahogando sus lágrimas—. Lloro por los hijos caídos de esta casa, que se ha convertido en la mía, y por el dolor de quienes son ahora mi padre y mi madre.

—¿Cómo te atreves...? —empezó a decir de nuevo Andrómaca, pero Príamo la tomó por una mano, que retuvo entre las suyas, y le habló al oído.

—¿Cómo tendría que manifestar mi dolor? —preguntó Helena, levantándose y acercándose al alto trono de Príamo. Sus largos cabellos rubios, sueltos, caían sobre sus hombros; sus ojos azules, hundidos en su cara y ensombrecidos por el llanto, destellaban a la luz de las antorchas.

—Padre —dijo a Príamo—, si es tu voluntad, bajaré al campamento; yo misma me ofreceré a los aqueos a cambio del cadáver de Héctor.

—Sí, hazlo —dijo Hécuba rápidamente, casi antes de que Helena hubiese terminado de hablar y de que Príamo iniciara su respuesta—. No te harán ningún daño. Andrómaca se mostró de acuerdo. —Puede que fuese el único acto bueno de toda una vida y la expiación por todo lo que has traído a esta casa —dijo. Casandra se sentía clavada a su asiento, aunque su primer impulso había sido levantarse y gritar: ¡No, no! Recordó sin embargo lo que profetizó la primera vez que Paris apareció ante las puertas de Troya; que era una antorcha que prendería un fuego en el que ardería toda la ciudad, una profecía repetida cuando trajo a Helena. Eso sucedió hacía mucho tiempo; ya no censuraba a Helena por el hecho de que hubiese acudido a la ciudad; ése era el destino ordenado por los dioses. Y entonces no la escucharon ni su padre ni sus hermanos, ni siquiera Héctor. Ciertamente harían lo contrario de lo que dijera. Mejor era callar. Príamo contestó cariñosamente.

—Oferta generosa la tuya, Helena, pero no podemos permitir que lo hagas. No eres la única causa de esta guerra. Rescataremos el cadáver de Héctor con todo el oro de Troya, si es preciso. Aquiles no es el único capitán de los aqueos. Es seguro que habrá allí algunos que atenderán a razones. —¡No!

Andrómaca se puso en pie y dirigió a Helena una mirada fija y sombría. Casandra comprendió por qué algunos la consideraban más hermosa que Helena, aunque su belleza fuese de un estilo diferente, morena mientras que Helena era rubia, delgada mientras que Helena era opulenta. —No, padre. Déjala ir, te lo suplico. Me debes algo más; yo parí al hijo de Héctor. Te lo ruego, déjala partir; y si no se marcha, échala a latigazos. Esta mujer ha sido siempre una maldición para Troya. Paris se puso en pie.

—Si expulsas a Helena, yo iré con ella —afirmó. —Ve, entonces —aulló Andrómaca—. ¡También eso sería una bendición para nuestra ciudad! Bien hizo tu padre cuanto te envió lejos de aquí.

—Está delirando —dijo Deifobo con rudeza—. Helena no se irá mientras yo viva; la diosa nos la envió y ningún otro techo la cobijará mientras vivamos mis hermanos y yo.

La mirada de Príamo descendió sobre la sala.

—¿Qué debo hacer? —se preguntó casi en voz alta—. Mi reina y la esposa de mi Héctor nos han dicho...

—Tiene que marcharse —gritó Andrómaca—. Si se queda aquí, yo saldré esta noche de Troya. Y convocaré a todas las mujeres de la casa de Príamo para que vengan conmigo. ¿Hemos de quedarnos bajo el mismo techo que la que ha arrastrado a nuestra ciudad por el polvo?

—Mas las murallas de Troya se mantienen firmes —dijo Paris—. No todo se ha perdido.

Se puso en pie y se acercó a ella. Después tomó suavemente su mano y se la llevó a los labios.

—No te guardo rencor, pobre muchacha —declaró—. Te hallas cegada por tu dolor y no es extraño que así sea. Puedo asegurarte que Helena no guarda rencor contra ti.

Andrómaca se apartó de un salto.

—Mujeres de Troya, os convoco, salid del techo maldito que acoge a esta falsa diosa, empeñada en conseguir la ruina y la esclavitud de todos nosotros... —Su voz se alzó, aguda e histérica; recogió una antorcha y gritó—. Seguidme, mujeres de Troya...

Príamo se levantó sin apartarse de su sitio, y rugió:

—¡Ya es bastante! ¡Hartos dolores hemos sufrido sin tener que recurrir a esto! Hija mía, comprendo tu desesperación; pero te ruego que te sientes y escuches. Nada se resolvería expulsando a Helena. Muchos soldados cayeron en guerras tiempo antes de que naciera Héctor... o yo.

Tendió los brazos para estrechar a Andrómaca y, al cabo de un instante, ella se desplomó contra su pecho, sollozando. Hécuba acudió a sostenerla.

—Paz —clamó con tono sombrío—. Hemos de llorar y enterrar a Troilo antes de que salga el sol; y vosotras, mujeres, recoged vuestras joyas para ofrecerlas como rescate de Héctor.

Casandra se unió a las que iban a velar el cuerpo de Troilo y se preguntó si Andrómaca había obrado justamente. La viuda de Héctor fue la única que no siguió a Hécuba; se quedó a los pies de Príamo, llorando con desconsuelo.

—Yo no tengo un cuerpo sobre el que lamentarme —dijo; luego alzó la voz—. ¡Madre, que no toque Helena el cuerpo de Troilo! ¿No conoces el dicho ancestral que asegura que un cadáver sangrará si lo toca su asesino?... ¡Y poca es la sangre que puede quedarle al pobre muchacho!

Durante toda la noche, Casandra oyó a la lluvia y el viento azotar y acosar el palacio de Príamo mientras las mujeres de la casa real lloraban a Troilo. Lavaron y amortajaron el cuerpo con especias preciosas y quemaron incienso para cubrir el maligno olor de la muerte. A la luz grisácea que reina entre la oscuridad y el alba, interrumpieron los lamentos que se habían sucedido durante toda la noche para beber vino y escuchar la canción que interpretó uno de los vates. Era una elegía a la belleza y el valor del joven muerto, en la que se proclamaba que había caído porque su belleza fue tal que el dios de la guerra lo deseó y tomó la forma de Aquiles para poseerlo.

Cuando concluyó la canción, Hécuba llamó al músico y le entregó un anillo como recuerdo de su noble canto. Una de las mujeres logró persuadirla para que se sentase, descansara y bebiese una copa de vino caliente con especias. Helena, que también había aceptado una copa, acudió a sentarse junto a Casandra

—Iré a cualquier otra parte —dijo—, si no deseas que te vean hablando conmigo; porque parece que ahora no soy bien acogida por las mujeres.

Su cara se había afilado, se veía incluso macilenta y pálida. Había enflaquecido desde la muerte de sus hijos y Casandra advirtió tonos apagados en el oro de sus cabellos.

—No, quédate aquí —le pidió—. Debes saber que siempre seré amiga tuya.

—Ya nada tiene importancia —contestó Helena—. Mi oferta era sincera. Volveré con Menelao. Probablemente me matará, pero quizá tenga la oportunidad de ver antes de morir a la única hija que me queda. Paris cree que tendremos otros hijos, y también yo lo había esperado... pero ya es demasiado tarde para eso. Creo que deseaba que nuestro hijo le sucediera en el gobierno de Troya.

Miró interrogativamente a Casandra y ésta asintió, con la asombrosa impresión de que al aceptar lo que Helena había dicho, también aceptaba que se consumase la destrucción.

En los últimos años se había acostumbrado a esa sensación y sabía que era una necedad; la culpa, si culpa existía, era sólo de los dioses o de aquellas fuerzas que impulsaban a los dioses a actuar de tal modo. Alzó su copa hacia Helena y bebió, percibiendo que el efecto del vino era fuerte tomado a hora tan insólita. Y además apenas había comido el día anterior. Helena pareció haber captado su pensamiento, puesto que dijo:

—Me pregunto si la reina obra cuerdamente sirviendo un vino tan fuerte y puro cuando todas estamos abrumadas por la pena o el hambre; dentro de media hora, estas mujeres estarán delirando a causa de la embriaguez.

—No es una cuestión de cordura sino de hábito —explicó Casandra—. Si no sirviese el mejor vino, ellas pondrían en tela de juicio su cariño y su respeto por el muchacho muerto.

—Es curiosa la manera en que la gente piensa, o se niega a pensar, en la muerte —dijo Helena—, Paris, por ejemplo, parece creer que la muerte de nuestras hijas preservará nuestras vidas.

—No creo que ningún dios le quite la vida a un inocente para preservar lo de un culpable, y sin embargo existen gentes que sí lo creen —afirmó Casandra. Y añadió casi en un murmullo—. Tal vez sea una idea que los dioses, o los demonios, ponen en las mentes de los hombres para confundirlas. ¿No sacrificó Agamenón a su propia hija en el altar de la Doncella para obtener un viento propicio que condujera a su flota hasta Troya?

—Así fue —dijo quedamente Helena—. Aunque Agamenón asegura ahora que fue su esposa, mi hermana, quien la sacrificó a su diosa. Los aqueos temen a las antiguas diosas y afirman que están emponzoñadas. Los hombres más valientes huyen aterrorizados de los Misterios de las mujeres. Casandra paseó su mirada por la lúgubre habitación donde las mujeres bebían y hablaban en pequeños grupos. —Desearía que pudiésemos infundirles ese terror ahora —dijo, recordando su visita a la tienda de Aquiles. ¿O fue sólo un sueño?

Por su pensamiento deambuló la idea de que quizá pudiera tener todavía acceso a la mente del héroe aqueo; lo intentaría en la primera oportunidad que se le presentara. Alzó su copa en silencio y bebió. Helena la imitó, cruzando su mirada con la de ella por encima del borde de la copa.

De repente se produjo una fuerte corriente en la estancia. Se había abierto una puerta y Andrómaca estaba ante ella, sosteniendo una antorcha cuyas llamas agitaba el aire del corredor. Sus largos cabellos goteaban agua de lluvia y su vestido y su manto se hallaban empapados. Cruzó la estancia como un fantasma, entonando quedamente un himno fúnebre. Se inclinó sobre el cuerpo amortajado de Troilo y besó su pálida mejilla.

—Adiós, querido hermano —dijo con voz clara—. Vas delante del más grande de los héroes para hablar a los dioses de su eterna vergüenza.

Casandra acudió rápidamente a su lado y le dijo suave pero audiblemente:

—La vergüenza inferida al valiente es sólo vergüenza para quien comete el crimen, no para quien es sujeto de él.

Pero Héctor había combatido con Aquiles por su propia voluntad, había participado en el juego de un golpe por otro golpe. Sólo hizo lo que toda su vida le habían enseñado a hacer.

Escanció vino con especias en una copa; era más pesado ahora, más denso que cuando estaba colmado el jarro. Tal vez fuese mejor así. Andrómaca se dormiría y hallaría algún alivio a su horror, aunque no a su pena. Puso la copa en manos de su cuñada, percibiendo en su aliento el olor a vino. Viniera de donde viniese, allí había bebido.

—Tómalo, hermana.

—Ah, sí —dijo Andrómaca, con el rostro cubierto de lágrimas—. Contigo llegué a Troya cuando éramos muchachas, y tú me informaste de lo valiente y apuesto que era. Mi hijo nació en tus manos. Eres la amiga más querida que he tenido.

Abrazó a Casandra y se aferró a ella, tambaleándose. Casandra comprendió que ya estaba embriagada. Ella misma advertía los efectos del vino que había tomado. Percibió la inquietud y el ansia de la viuda de Héctor.

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