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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (70 page)

BOOK: La Antorcha
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Andrómaca se inclinó de nuevo para besar el rostro muerto de Troilo.

—Eres afortunada, madre mía, por haber podido amortajar y llorar su cadáver —le dijo a Hécuba—, Héctor yace pudriéndose bajo la lluvia sin que nadie lo acompañe, ni nadie lo sepulte.

—No es cierto —dijo Casandra cariñosamente—. Todos nosotros estamos con él. Su espíritu oirá tus sollozos y tus lamentos, tanto si su cuerpo descansa aquí como si es arrastrado por los caballos de Aquiles.

Su voz se quebró. Recordó el día, poco después de la llegada de Andrómaca a Troya, en que Héctor le prohibió portar armas—y la amenazó con castigarla si no lo obedecía. Había hablado en un intento de consolar a Andrómaca, pero de repente se preguntó si no había empeorado las cosas. Los ojos de Andrómaca estaban fríos y secos. Casandra la condujo hasta un asiento; pero cuando vio allí a Helena, se echó hacia atrás; sus labios se abrieron para mostrar los dientes y su rostro adquirió una horrible expresión que casi transformó su rostro en calavera.

—¿Estás aquí fingiendo llorar?

—Los dioses saben que no finjo nada —dijo Helena, manteniendo la serenidad—. Pero si lo prefieres, me iré. Tu derecho a estar aquí es superior al mío.

—Oh, Andrómaca no te comportes así —dijo Casandra—. Las dos llegasteis a esta ciudad como extranjeras y encontrasteis un hogar. A mano de los dioses, tú has perdido a tu marido y Helena a sus hijos. Deberíais compartir la pena, no enfrentaros y heriros. Las dos sois hermanas mías y os quiero.

Con una mano atrajo a Helena, pasó el otro brazo en torno a Andrómaca.

—Tienes razón —dijo Andrómaca—. Todas nos hallamos indefensas en sus manos.

Se aclaró la garganta y bebió el resto del vino. Con voz turbia añadió, arrastrando las palabras:

—Hermana, las dos somos víctimas de esta guerra; la diosa prohíbe que esta locura de los hombres tenga que se—par... separarnos.

Se le trabó la lengua y ambas lloraban cuando se abrazaron. Hécuba acudió para fundirse en un abrazo con las tres. También ella lloraba.

—¡Tantos desaparecidos! ¡Tantos desaparecidos! ¡Tus preciosos hijos, Helena! ¡Mis hijos! ¿En dónde está el hijo de Héctor, mi último nieto?

—No es el último, madre. ¿Lo has olvidado? Creusa y sus hijas fueron enviadas a lugar seguro; no corren ningún riesgo —le recordó Casandra—. Ahora están fuera del alcance de la locura de Aquiles o de los ejércitos aqueos.

—Astiánax está demasiado crecido para hallarse en el recinto de las mujeres —afirmó Andrómaca—. Ni siquiera puedo consolarle, ni hallar consuelo, viendo a su padre en su rostro. —Su voz era más triste que sus lágrimas.

—Cuando perdí a los pequeños —dijo Helena, temblorosa—, llevaron ante mi a Nikos para que me consolara. Iré y traeré a tu hijo, Andrómaca.

—Que los dioses te bendigan —repuso Andrómaca.

Casandra intervino:

—Déjame que te lleve a tu habitación. No debes recibirle aquí, entre tantas mujeres embriagadas.

—Sí, lo acompañaré allí —dijo Helena—. Aún tienes un hijo y ése es el más grande de todos los dones.

Una por una, o en grupos de dos o tres, las mujeres, exhaustas por la pena y los efectos de un vino tan fuerte, se alejaban hacia sus lechos. Sólo Hécuba y Polixena, revestida con sus prendas de sacerdotisa, permanecerían a la cabecera y a los pies de Troilo hasta que llegasen los que entregarían su cuerpo a la tierra. Casandra se preguntó si también ella debería quedarse; pero no se lo pidieron, ni siquiera para que prestase los servicios propios de una sacerdotisa, purificando la cámara mortuoria. Andrómaca, e incluso Helena, la necesitaban más. Sabía que era una extraña entre las mujeres troyanas como lo había sido entre las de Colquis e incluso entre las amazonas.

Permaneció con ellas hasta que Helena se dirigió a las habitaciones de Paris para encontrarse con Nikos y Astiánax. Los dos habían llorado. La cara de Astiánax estaba sucia y mostraba los rastros de las lágrimas. Evidentemente alguien le había hablado de la muerte de su padre y tratado después de consolarlo. Helena llevó a los dos hasta el pozo del patio y les lavó la cara con la punta de su velo.

Astiánax se sintió confortado por la presencia de su madre.

—No llores, madre —le pidió, tratando de mostrarse fuerte—. Me dijeron que yo no debía llorar, porque mi padre es un héroe, ¿por qué lloras tú?

Helena le explicó cariñosamente:

—Astiánax, has de ayudar a secar las lágrimas de tu madre; ahora serás tú quien cuide de ella, puesto que tu padre ya no está.

Al contacto del niño, Andrómaca, embriagada, rompió de nuevo en sollozos. Helena y Casandra la condujeron a su habitación y la acostaron, con el niño a su lado.

—Nikos se quedará conmigo —dijo Helena—. ¿Por qué nos los quitan a tan temprana edad?

Pero cuando tomó en sus brazos a Nikos, él se apartó indignado.

—¡No soy un bebé, madre! Tengo que volver con los hombres.

—Como quieras, hijo, pero abrázame primero —le concedió Helena, ahogando su pena.

Nikos accedió de mala gana y escapó a toda prisa. Su madre, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, le vio marcharse sin protestar.

—Paris no ha sido para él mejor que Menelao —comentó—. No me gusta lo que los hombres hacen de los muchachos, tratando de convertirlos en imágenes suyas. Gracias a los dioses, Astiánax aún no se avergüenza de estar con su madre.

Fuera, la lluvia caía con fuerza.

—¡Casandra! —exclamó de repente. Su voz estaba tan cargada de horror y se aferró a ella con tanta fuerza, que Casandra a punto estuvo de soltar la antorcha—. ¿Qué será de mi hijo si caemos en manos de los aqueos? ¡Tal vez los troyanos no se detengan ante nada para asegurarse de que Menelao no pueda recuperarlo!

—¿Estás diciendo que mi padre o mis hermanos matarían al muchacho para impedir que lo llevasen de nuevo a Esparta? —Casandra apenas podía dar crédito a sus oídos.

—Oh, no puedo creerlo verdaderamente, pero...

—Si lo crees, quizá debieras reunirte con Menelao y llevarlo a lugar seguro —dijo Casandra—. Con seguridad te acogería bien si te presentases con su hijo...

—Y yo que pensaba que Nikos estaría mejor en Troya, que Paris sería para él mejor padre que Menelao —declaró tristemente Helena—. Lo era, Casandra, lo era; mas ahora... parece odiarlo porque se halla con vida y sus propios hijos están muertos.

—¿Irás entonces...?

_No puedo —contestó aturdida—. No puedo dejar a Paris. Me digo a mí misma que es voluntad de los dioses que permanezca a su lado hasta que haya concluido todo entre nosotros... Ya no me ama, pero prefiero Troya a Esparta.

Al cabo de unos momentos añadió:

—Casandra, estás fatigada. No debo mantenerte más tiempo lejos de tu lecho. ¿O piensas volver a velar a Troilo?

—No, no creo que me deseen allí —dijo Casandra—. Regresaré al templo del Señor del Sol.

—¿Con esta lluvia? Escucha la tormenta. Duerme aquí si quieres. Puedes dormir en mi cama... no es probable que Paris venga ahora. Habrán bebido tanto en honor del espíritu de Héctor que se habrán perdido por las escaleras. O, si prefieres, diré a la doncella que te prepare un lecho en la otra habitación.

—Eres muy amable, hermana, pero a estas horas las domésticas duermen. Deja que descansen. La lluvia despejará mi cabeza.

Se puso el manto con la capucha echada; luego abrazó y besó a Helena.

—Andrómaca no sentía lo que te dijo —afirmó.

—Oh, lo sé; en su lugar a mí me hubiera sucedido lo mismo —admitió Helena—. Teme por su futuro ahora, y por el de Astiánax. Paris ya ha decidido que sucederá a Príamo, sin admitir los derechos sucesorios del hijo de Héctor. Y si Paris consiguiera de algún modo concluir bien esta guerra...

—No existe probabilidad alguna —afirmó Casandra—. Sin embargo, no debes temer. Menelao no ha luchado todos estos años empujado por la venganza.

—Lo sé; he hablado con él —reveló Helena, sorprendiéndola—. Ignoro sus motivos, pero parece que desea que vuelva.

—¿Qué has hablado con él? ¿Cuándo? —empezó a preguntar.

Pero entonces recordó que, como esposa de Paris, Helena podía ir a donde se le antojara e incluso bajar al campamento aqueo. ¿Mas por qué había de hablar con los capitanes de los enemigos?, se preguntó, con suspicacia. Luego, mentalmente, absolvió a su amiga de la acusación de traición. Era perfectamente razonable que Helena quisiese negociar, pensando en su propio destino y en el de su hijo.

—Si hablas con él de nuevo, pregúntale si existe algo que pueda influir sobre Aquiles y permitir que llegue a nosotros el cadáver de Héctor.

—Créeme, ya lo he intentado y lo intentaré de nuevo —respondió Helena—. Escucha, la lluvia ha disminuido un poco. Si partes ahora, quizá llegues al templo antes de que se recrudezca el temporal.

La besó de nuevo y bajó con ella hasta la pesada puerta del palacio. Casandra salió a la gélida lluvia. Antes de que hubiera subido medio tramo de las largas escaleras, la lluvia redobló su fuerza y el viento tiró de su manto como si una bestia salvaje lo hubiera apresado en sus garras.

Pensó por un momento, que debía haber aceptado el ofrecimiento de Helena. Eneas estaría en el festín, bebiendo con los hombres, y sería improbable que se reuniese con ella aquella noche. Pero era inútil pensar ahora en volver. Siguió subiendo bajo la tormenta. Cuando entró en la calle del templo, oyó tras ella unos pasos ligeros. Después de tantos años de guerra, se sentía nerviosa ante la presencia de desconocidos. Se volvió a mirar y la luz de las antorchas de la entrada le descubrió el rostro y la silueta de Criseida, que llevaba su manto. Incluso así pudo advertir que el vestido de la muchacha aparecía en desorden y manchado de vino, y que se había corrido la pintura de su cara. Suspiró, preguntándose en qué cama extraña habría dormido buena parte de la noche y por qué se había molestado en dejarla con semejante tormenta. Parece como una gata después de una noche de vagabundeo... Pero una gata se habría lavado la cara.

El guardián de las puertas del templo del Señor del Sol las saludó con sorpresa (Venís tarde, señoras, con este tiempo tan inclemente), pero no solía mostrar curiosidad por las idas y venidas de Casandra. Pensó que podría haber tenido tantos amantes como Criseida sin que nadie lo hubiese sabido o le importara. Cuando subieron las escaleras camino de sus estancias, situadas en la parte alta del recinto, Casandra redujo el paso para acomodarse al de la muchacha.

—Es tan tarde que ya casi es temprano —dijo—. ¿Quieres venir a mi habitación y lavarte antes de que te vean así?

—No —contestó Criseida—, ¿por qué? No me avergüenzo de lo que hago.

—Yo le ahorraría a tu padre la visión del aspecto que ofreces —afirmó Casandra—. Destrozarás su corazón.

La risa de Criseida fue como el ruido de un cristal al quebrarse.

—¡Oh, vamos, no creo que todavía se haga ilusiones de que salí virgen del lecho de Agamenón!

—Tal vez no —dijo Casandra—. No puede culparte de los avatares de la guerra, pero le horrorizaría verte en ese estado.

—¿Crees que me importa? Yo estaba muy bien allí, y hubiera preferido que se ocupase de sus propios asuntos y me dejara en paz.

—Criseida —dijo Casandra, en tono amable—, ¿tienes idea de cuánto sufrió por ti? No pensaba en otra cosa.

—Su estupidez no tiene límite.

—Criseida... —Casandra miró a la muchacha, preguntándose qué había en su corazón, si es que lo tenía. Al fin inquirió con curiosidad—. ¿No te avergüenzas ante todos los hombres de Troya, conociendo que todos saben que fuiste concubina de Agamenón?

—No —contestó Criseida, en tono desafiante—. No más de lo que podría avergonzarse Andrómaca de que todos los hombres supieran que pertenecía a Héctor, ni Helena por el hecho de que todos la conozcan como esposa de Paris.

Existía una diferencia, Casandra lo sabía, pero no consiguió concentrar sus pensamientos para explicar a la muchacha en qué consistía.

—Si la ciudad cae —dijo Criseida—, todas nosotras caeremos en manos de un hombre o de otro. Así que yo me entrego ahora mientras soy capaz de elegir. Casandra, ¿guardarás tu virginidad para que te la arrebate por la fuerza cualquier vencedor?

En modo alguno puedo censurárselo. Casandra no fue capaz de añadir una palabra más. Se limitó a volverse e ir hacia su propia habitación.

Dentro, alguna sirvienta negligente había dejado abiertas las ventanas. La lluvia y el viento batían los postigos. Incluso el jergón de Miel estaba mojado y la niña había rodado fuera de él y sobre el suelo de piedra hasta colocarse contra el muro para evadirse de la lluvia. Aun así se hallaba empapada.

Casandra cerró los postigos y llevó a la niña a su propia cama. Miel estaba tan fría como una rana y gimió cuando la levantó, pero continuó durmiendo. La envolvió en mantas y la acunó, apretándola contra su pecho hasta que sintió cómo empezaban a entibiarse los piececitos y las manitas helados. Al final Miel se sumió en el sueño profundo de cualquier niño sano.

Después la tendió y se echó a su lado, envueltas ambas en su cálido manto. Tras los postigos cerrados llegaba suavizado el estruendo de la tormenta pero aún golpeaba con fuerza en las tablas. Cerró los ojos, tratando de alejar su espíritu de aquel lugar.

Para sorpresa suya, cuando su espíritu se liberó de su cuerpo, desplazando su conciencia de la cama y a través de la ventana, no sintió la borrasca sino sólo un hondo silencio. En el nivel en que se desplazaba ahora su espíritu no existía el tiempo meteorológico. Tan rápidamente como lo pensó, se deslizó cuesta abajo a la luz de la luna, volando sobre la llanura entre las puertas de Troya y el terraplén que defendía el campamento aqueo.

Bajo aquel increíble resplandor lunar, las sombras se extendían precisas y negras sobre la planicie silenciosa y sin otra presencia que la de un único y adormilado centinela. Eneas tenía razón, pensó; deberían haber lanzado de noche todas sus fuerzas contra el campamento. Recordó entonces que en el mundo físico el terraplén aqueo estaba mejor defendido por la lluvia que caía a cántaros que por todos los centinelas del mundo. Pudo ver un bastimento sombrío en el que reconoció el carro de Aquiles y una forma confusa atada a éste que tenía que ser el cuerpo de Héctor. Su primer pensamiento fue de gratitud. En lo que parecía el mundo del Más Allá (¿y cómo era posible que ella deambulara con tanta facilidad por ese mundo de los muertos cuando aún se contaba entre los vivos?), el cuerpo de Héctor no sufría el acoso de la lluvia ni del fuerte viento. Y mientras lo evocaba, apareció ante ella, de pie y sonriente.

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