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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (80 page)

BOOK: La Antorcha
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Andrómaca alzó sus ojos hacia Casandra y le dijo, con firmeza:

—¿Te satisface que haya caído sobre nosotros la destrucción que profetizaste?

—¡Calla! —exclamó Helena—. No hables como una loca, Andrómaca. Casandra trató de advertirnos, eso es todo. Estoy segura de que hubiera preferido no tener que decir nada. Me alegra, hermana, ver que estás ilesa.

Abrazó a Casandra y, al cabo de un momento, Andrómaca también lo hizo.

—¿Cómo está nuestro padre? —preguntó Casandra. Se acercó a Hécuba y la alzó cariñosamente—. Vamos, madre, hemos de refugiarnos en el templo de la Doncella.

—¡No! Yo me quedaré con mi señor y rey —gritó Hécuba, trocando sus gemidos en sollozos.

Andrómaca la abrazó, y luego acudió Astiánax quien pasó sus brazos alrededor de Hécuba, diciendo:

—No llores, abuela; si le sucede algo a mi abuelo, el rey, yo cuidaré de ti.

Casandra se arrodilló junto a su padre, tomando su fría mano entre las de ella. Alzó uno de sus párpados cerrados. No había en su cuerpo el menor indicio de vida; sus ojos estaban ya velados. Sabía que debería unirse a Hécuba en el plañido ritual, pero sólo suspiró y dejó caer la mano de su padre.

—Lo siento, madre. Está muerto.

Los gritos de Hécuba comenzaron de nuevo.

—Madre, no hay tiempo para eso; los soldados aqueos se hallan en la ciudad —le dijo, con nerviosismo.

—Pero, ¿cómo es posible? —preguntó Hécuba.

—Las murallas se derrumbaron a causa del terremoto —le explicó, preguntándose desesperadamente si todos ellos habían perdido el juicio o la capacidad sensorial por el seísmo. ¿Es que no habían oído nada? Ya habían tomado las calles y no tardarían en llegar al palacio—. ¿Dónde está Deifobo?

—Creo que debe de estar muerto —dijo Helena—. Oímos a nuestra madre gritar que Príamo se había caído víctima de un ataque. Acudimos al instante y Deifobo lo trajo de su estancia hasta aquí. Luego volvió corriendo a llamar a su madre, en el momento en que se produjo el primer temblor; se hundieron los suelos y creo que también algún techo. Yo cogí a Nikos y corrí con él.

—Así que quedamos seis con vida —concluyó Casandra—. Pero hemos de ocultarnos en alguna parte si no queremos caer en manos de los soldados. Ignoro lo que hacen los aqueos con las mujeres cautivas y no deseo saberlo.

—Oh, Helena nada tiene que temer de ellos —aseguró Andrómaca, mirando fijamente a la argiva—. Pronto estará aquí su marido para reclamarla, estoy segura, para cubrirla con todas las joyas de Troya y llevársela en triunfo hasta su tierra. Cuán afortunada fuiste con que Deifobo muriese a tiempo... aunque no creo que esto te importe. Casandra se espantó de su rencor. —No es momento de disputar, hermana; deberíamos alegrarnos de que una de nosotras no tema ser capturada. ¿Nos refugiaremos en el templo de la Doncella? Allí fue a donde enviamos a las mujeres del templo del Señor del Sol, y estoy segura de que sigue intacto. —Pasó un brazo en torno de Hécuba y añadió—: Vamos.

—No, yo me quedo con mi rey y señor —repitió con obstinación la anciana, tornando a arrodillarse junto al cadáver de Príamo.

—¿Crees verdaderamente, madre, que mi padre desearía que te quedases aquí para que te capturara algún capitán aqueo? —preguntó Casandra, exasperada.

—Fue un soldado hasta su muerte; no le abandonaré ahora que ha caído —insistió Hécuba—. Eres una mujer joven, ve y escóndete en donde no te encuentren, si existe un lugar así en Troya. Yo me quedo con mi señor. Helena permanecerá a mi lado. Ni siquiera los aqueos osarán insultar a la reina de Troya. Hemos caído ante un dios y no ante ellos.

Casandra hubiera deseado poseer un poco de aquella seguridad. Pero ya podía oír acercarse a los soldados. Tomó la mano de Miel. Astiánax se hallaba en los brazos de Andrómaca, protestando; pugnaba por bajarse pero su madre lo retuvo.

—Ocultémonos en alguna de las casuchas que hay por aquí. No se les ocurrirá mirar donde no hay nada que llevarse —sugirió Andrómaca, pero Casandra negó con la cabeza.

—Mi hija y yo nos pondremos en manos de la Doncella de Troya. Aunque nuestros dioses nos hayan abandonado, quizá las diosas nos protejan.

—Como quieras —murmuró Andrómaca—. No creo ya en ningún dios. Hasta la vista entonces, y buena suerte.

Se introdujo en la más pequeña y sucia de las casuchas y Casandra, con Miel, se dirigió a toda prisa hacia el lugar más alto de Troya, donde se alzaba intacto el templo de la Doncella. No había caído la imagen del patio. Casandra puso a Miel en el suelo y se postró a los pies de la estatua. Seguramente ningún hombre, ni siquiera un bárbaro aqueo, se atrevería a ofender a una mujer que se hubiese refugiado allí.

Oyó las voces de las demás mujeres en una de las estancias interiores. Poco después se reuniría con ellas.

—¡Ah, está aquí!

Fue un grito de triunfo en la lengua bárbara de los soldados.

Dos hombres armados irrumpieron por la puerta.

—Me preguntaba dónde se hallarían todas las mujeres.

—Ésta será para mí; es la princesa, la hija de Príamo. Es sibila y virgen de Apolo; pero si Apolo hubiese querido proteger a sus vírgenes, lo habría hecho. ¿Quieres mirar adentro en busca de más?

—No —contestó el otro—. Me llevaré a la pequeña. Cuando la gente cree que han llegado a la edad adecuada, son demasiado viejas para mí.

Casandra se volvió horrorizada, y vio a un gigantesco soldado que hacía señas a Miel.

—¡No! —gritó—. ¡Es una niña! No, no...

—Me gustan así —dijo el enorme soldado. Casandra se lanzó hacia él, usando las uñas y los dientes para apartarlo de Miel. Una salvaje patada la envió casi inconsciente hasta un rincón. Oyó chillar a Miel pero no podía moverse. Le pesaban tanto sus miembros que se sentía incapaz de mover un solo dedo. Sintió que el otro hombre se apoderaba de ella y se defendió violentamente. Un puñetazo en la cara la derribó de espaldas y toda tuerza escapó de ella como la arena de un saco desgarrado.

Continuó oyendo los gritos desvalidosde Miel hasta que, asustándola aún más, cesaron. Casandra no perdió el sentido, aunque no pudiera moverse ni hablar, cuando el hombre la empujó contra el pavimento de mármol.

¡Diosa! ¿Permitirás que esto suceda en tu propio templo, ante tus ojos? Imploró. Y entonces recordó de repente que ya no honraba a los Inmortales. ¿Por qué iba a protegerla la Doncella?

Pero Miel nada malo hizo. ¡Y es una niña pequeña! Si la Doncella ve esto y no puede impedirlo, no es una diosa. Y si puede y no...

Entonces la desgarró un terrible dolor cuando el hombre penetró violentamente en ella y sintió que la envolvía la oscuridad.

Percibió luego que se evadía de su cuerpo atormentado por el dolor, consciente de la presencia del hombre que la había violado y de la de Miel, sangrando y gimiendo sobre las piedras. Se alzó y se alejó, caminando sobre la planicie uniforme. El sol se había trocado en una luz gris que era todo lo que allí había. Avanzó por la llanura que era, y no era, la ciudad de Troya donde el Caballo de madera había coceado las murallas y que, si bien no sobre sus patas, se alzaba entero y pavoroso sobre la ciudad muerta.

Vio a otros en aquella planicie: soldados aqueos, y unos cuantos troyanos. Parecían confusos, buscando a un jefe. Luego observó a Deifobo, medio vestido, portando aún en brazos a su madre, chamuscadas por el fuego su cara y sus manos. Así que habían muerto juntos, como Helena sospechaba.

Trató de llamarla pero Casandra no deseaba hablar con él. Se volvió y se dirigió apresuradamente en sentido opuesto, preguntándose que habría sido de Andrómaca.

Allí estaba Astiánax, con la cabeza ensangrentada y las vestiduras rotas. Parecía aturdido pero, mientras le observaba, su cara se iluminó y empezó a correr por la llanura, gritando de alegría. Le vio lanzarse a los brazos de Héctor, que lo cubrió de besos. Así que Héctor había recobrado a su hijo; no le sorprendió que los soldados aqueos le hubiesen quitado la vida. Andrómaca sufriría, ignorando que se hallaba con su padre, como Héctor había prometido. Casandra confió en que el muchacho no hubiera conocido un gran terror antes de encontrar su muerte por obra de una lanza aquea. ¿O le habrían arrojado desde las murallas?

Luego vio a Príamo, alto y majestuoso como le recordaba de sus tiempos de niñez. Le sonrió y dijo:

—La ciudad ha desaparecido. ¿No es cierto? ¿Estamos todos muertos?

—Sí, eso creo —contestó Casandra.

—¿En dónde está tu madre? ¿Aún no ha llegado? Bien, la aguardaré aquí —dijo, mientras miraba a su alrededor—. ¡Oh! Ahí están Héctor y el chico...

—Sí, padre —dijo, sintiendo un nudo en la garganta; parecía tan feliz.

—Creo que iré a reunirme con ellos; si tu madre llega, díselo. ¿Lo harás?

Pero no es posible que todos estén muertos. Allí hay más...

Alzó los ojos y contempló frente a ella a Pentesilea, que le sonreía. Rodeada por una docena de las guerreras que pelearon a su lado hasta el último día, su cara resplandecía. Riendo de júbilo, Casandra corrió a los brazos de la amazona. Le sorprendió hallarlos tan sólidos, fuertes y cálidos como el día en que la abrazó cuando partió a luchar ante Troya y a morir a manos de Aquiles. Sorprendida, Casandra le habló en voz muy alta.

—Entonces supongo que también ha de estar por aquí Aquiles.

—Eso creí —respondió Pentesilea—, pero parece haber ido a su propio lugar, sea el que fuere.

Más allá de Pentesilea la planicie de los muertos se esfumaba y Casandra pudo distinguir lo que le pareció una luz cegadora, mucho más intensa que la de Apolo cuando lo contempló en su primera y subyugante visión. Y a través de la luz distinguió la silueta de un gran templo, mayor que aquél donde sirvió en Colquis e incluso más bello.

—¿Es allí adonde he de ir? —preguntó, asombrada.

Más allá de la luz comenzó a oír música; arpas y otros instrumentos llenaban el aire de armonías como una docena, no, como un centenar de voces unidas en una canción límpida, aguda y cada vez más próxima. Así era como había pensado que sería la Casa del Señor del Sol. Crises, de pie en el umbral, le hizo una seña; su rostro estaba exento de la insatisfacción y de la codicia que antes vio en él. Así que era al fin lo que siempre había querido. Le tendió los brazos y se dispuso a correr hacia él como había corrido Astiánax hacia Héctor.

Pero Pentesilea se interpuso en su camino. ¿O era l
a
propia Doncella Guerrera, revestida de la armadura de la amazona? Llevaba a Miel de la mano, sonriente e ilesa. Así que también ella ha muerto.

—No —dijo Pentesilea—. No, Casandra. No todavía.

Casandra luchó por articular palabras. Era el lugar que había contemplado en sus sueños, aquél al que siempre supo que pertenecía. Y no sólo Crises sino todos los que ella quiso estaban allí, aguardándola a que uniese su voz al gran coro y ocupara su lugar.

—No. —La voz de Pentesilea era pesarosa pero inflexible y sujetó a Casandra como se retiene a un niño pequeño—. Tú no puedes entrar allí; aún hay algo que debes hacer entre los vivos. No pudiste partir con Eneas; no puedes venir conmigo. Has de regresar, Casandra; aún no ha llegado tu hora.

El bello rostro, bajo el casco resplandeciente, comenzaba a disolverse entre un torbellino de brillantes motas. Casandra se esforzó por percibirla.

—Pero yo quiero ir... la luz... la música —dijo.

La luz se extinguió y volvió a rodear la oscuridad. Fue consciente de un olor espectral, como el de la muerte, como el del vómito; yacía en el sucio suelo de una especie de cabaña. Entonces es que no he muerto. Lo único que sintió fue una decepción profunda. Luchó por retener en la memoria la luz, pero ya estaba desapareciendo. Se tornó consciente del dolor de su cuerpo. Sangraba y, en parte, lo que olía era su propia sangre sobre su cara y su camisa. El hombre que la había violado yacía sobre su cuerpo. También olía su vómito y, lentamente, como si emergiera de un profundo trance, oyó una voz familiar y distinguió un rostro de nariz aguileña y negra barba, que durante años la había acosado en sus pesadillas.

—Te dije que era la que yo quería —afirmó Agamenón—. Mira, respira de nuevo. Si la hubieses matado, te habría desollado vivo. Sabías que me tocó cuando la echamos a suertes. Siempre fuiste despreciable, Ayax.

Casandra experimentó una sensación de agonía en todo su cuerpo. Una agonía mezclada con la desesperación.

Entonces no he muerto; la Doncella me salvó. ¡Para esto!

Yacía quieta, demasiado maltrecha para moverse.

—¿Miel? —preguntó dolorosamente a través de la llaga que era su garganta. Pero no hubo respuesta. Recordó haber visto su pobre cuerpecito ensangrentado, abandonado, arrojado por el hombre que lo había mancillado.

Tiene que estar muerta ya. Espero que haya muerto. Sí, está con Pentesilea.,

Estará buscándome.

No quiero vivir. Quiero volver con Pentesilea y con mi padre... y con la música...

Pero podía percibir su propia respiración, los fuertes latidos de su propio corazón. Viviría. ¿Qué fue lo que Pentesilea dijo? Aún hay algo que tienes que hacer entre los vivos... Si hubiese sido para cuidar de Miel, habría vuelto... no de buena gana pero sin quejarme. Pero la niña ya no está, no puedo ayudarla ahora. ¿Por qué me hallo aquí y por qué se han ido todos antes que yo?

Oscuramente advirtió que yacía en el suelo de un pequeño cobertizo y que a su alrededor había cajas, bultos y fardos de sedas, ricos mantos, tapices, ánforas y vasos, sacos de grano y cántaros de aceite, riquezas todas de la ciudad saqueada. Andrómaca estaba tendida a su lado, boca abajo, cubierta con una burda manta. Distinguió su cara en la penumbra. Sus ojos estaban enrojecidos e hinchados de tanto llorar. Los abrió y miró a Casandra.

—Oh —dijo—. Has vuelto en ti. Cuando te trajeron decían que estabas muerta y Agamenón no quiso admitirlo.

—Tengo la seguridad de que estaba muerta —contestó Casandra—. Quería estarlo.

—Y yo —dijo Andrómaca—. Se llevaron a Astiánax.

—Lo sé. Le vi... corriendo hacia los brazos de su padre.

Andrómaca se quedó pensativa un instante.

—Sí. Si alguien puede ver más allá de la muerte, supongo que eres tú.

—Créeme, se siente libre y feliz y se halla con su padre —repitió Casandra, y su voz despertó la conciencia de su situación—. Se hallan mejor que nosotras; desearía estar en el lugar donde ellos se encuentran.

Al cabo de un momento, añadió:

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