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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (76 page)

BOOK: La Antorcha
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Mas Agamenón, que había asumido el mando de todas las tropas aqueas y hasta el de los mirmidones en el combate, parecía no tener duda alguna del resultado último de la contienda. Los aqueos comenzaron a alzar por el Sur un enorme terraplén desde donde poder asaltar la muralla en la parte en que fue afectado por el último terremoto. Pasaron varias horas antes de que los troyanos advirtiesen lo que estaban haciendo. Cuando lo hicieron, Paris envió a todos lo arqueros de que podía disponer a la parte más alta de la muralla para asaetear desde allí a los soldados. Durante un tiempo considerable los aqueos trabajaron protegiéndose bajo escudos desmesuradamente grandes. Pero corno uno tras otro caían a ritmo más rápido que el de su reemplazo, los jefes argivos renunciaron por fin a su tentativa y retiraron a los trabajadores.

Casandra no había contemplado la pira fúnebre de Aquiles ni la batalla de los arqueros, aunque las mujeres del Señor del Sol la informaron día tras día de su desarrollo. El templo estaba de duelo por la Gran Serpiente y ese período de luto sería muy prolongado. No se hallaban serpientes como aquélla en las llanuras de Troya y habrían de solicitar una del continente, de Colquis o incluso de Creta. Casandra creía, pero a nadie lo comunicó, que la muerte de la Gran Serpiente había sido augurio no sólo de la muerte de Aquiles, que había precedido tan inmediatamente, sino de la caída de Troya que estaba por llegar.

Habló al respecto una noche en el palacio, donde había bajado para ver a su madre.

Hécuba no se había recobrado por completo de la muerte de Héctor. Su apariencia era ahora frágil y desmedrada, sus manos como manojos de sarmientos. No comía y decía siempre: Reservad mi parte para los niños pequeños, los viejos no necesitamos tanto como ellos. Palabras en efecto cuerdas, pero había ocasiones en que Casandra pensaba que la mente de su madre flaqueaba. Hablaba con frecuencia de Héctor pero, al parecer, sin comprender que había muerto; se refería a él como si se hallara en algún lugar sobre la ciudad desde donde observase a los ejércitos.

—¿Qué hacen ahora los aqueos? —preguntó Casandra a Polixena.

—Han cortado muchos árboles a lo largo de la costa y los convierten en tablas. Hablé con la mujer que vende tortas de miel a los soldados aqueos y dijo que tienen el proyecto de construir un gran altar a Poseidón y sacrificarle muchos caballos.

Poseidón favorecería desde luego a esos aqueos si pudieran persuadirlo de que derribase nuestras murallas; y sus adivinos lo saben cuando han convencido a los atacantes para que invoquen a Aquel que Hace Temblar la Tierra.

Se apartó de su hermana y fue a hablar con Helena. Sabía desde hacía tiempo que Paris no la escucharía pero que, a veces, cabía la posibilidad de llegar hasta él a través de su esposa. Helena la acogió tan afectuosamente como de costumbre.

—Regocíjate conmigo, hermana; la diosa se ha apiadado de mi pena y nos enviará otro hijo por los que perdí a consecuencia de los golpes de Poseidón. —Y como Casandra no mostró contento, le rogó—. ¡Oh, alégrate por mí!

—No es que no me alegre por ti —le contestó, con voz pausada—. Mas, ¿resulta cuerdo precisamente ahora? La bella sonrisa de Helena se acentuó. —La diosa nos envía hijos, no cuando queremos sino cuando quiere —dijo—. Pero tú no eres madre y puede que no lo entiendas.

—Sea madre o no, creo que escogería un momento más propicio que el final de un asedio —respondió Casandra—. Aunque eso significase enviar a mi marido a dormir con los soldados en luna llena o cuando el viento sopla del Sur.

—Paris necesita un hijo. No puedo pedirle que acepte a Nikos como heredero, poniendo al hijo de Menelao en el trono de Troya —objetó Helena, ruborizándose.

—No había tenido en cuenta ese problema —dijo Casandra—. Creí que reinaría el hijo de Andrómaca como sucesor de Héctor. ¿Ha decidido Paris, usurpar el trono?

—Astiánax no puede regir Troya con ochos años —dijo Helena—. Mal van las cosas en cualquier país que tenga a un niño por rey. Paris tendrá que gobernar por él durante mucho tiempo, al menos.

—Entonces quizá fuese mejor para Paris no tener un hijo y no sentir así la tentación de derrocar al heredero legítimo. —Helena pareció indignarse, así que Casandra añadió—: Paris tiene ya un hijo de Enone, la sacerdotisa del río, que vivió con él como esposa hasta que llegaste de Esparta. No es justo que se niegue a reconocer a su primogénito.

Helena frunció el entrecejo.

—Paris me ha hablado de ella. Afirma que no está seguro de ser el padre del hijo de Enone.

Casandra vio la expresión de los ojos de Helena y decidió dejar de momento aquel terreno.

—No es de esto de lo que vine a hablar. ¿Hay en el campamento aqueo más caballos de los que precisan para tirar de los carros de Agamenón y de los demás caudillos?

—Lo ignoro. Nada sé de tales cosas —declaró Helena.

Se inclinó sobre la mesa para tocar la mano de Paris y le repitió la pregunta que le había hecho Casandra. Paris la miró fijamente.

—No lo creo —dijo—. Han tratado de capturar caballos de nuestros carros, incluso al precio de abandonar objetos de oro y los propios carros.

Casandra preguntó, con nerviosismo:

—Aunque estén construyendo un altar para Poseidón, no pensarás que van a sacrificar los caballos que tiran de sus propios carros, ¿verdad? Te ruego que pongas bajo doble guardia a todos los caballos de Troya, en cualquier lugar que se hallen sus cuadras.

—Nuestros caballos están a buen recaudo tras las muralla —afirmó despreocupadamente Paris—. Y son tan inaccesibles para los aqueos como si se hallasen en las cuadras del faraón de Egipto.

—¿Estás seguro? Odiseo, por ejemplo, es diestro en maniobras. Recurriendo a algún truco, puede penetrar y robar los caballos.

Paris se limitó a reír.

—No creo que consiguiera franquear nuestras puertas aunque se hiciera pasar por el propio Zeus Tunante. Esas puertas no se abrirán a hombre ni Inmortal alguno. Incluso al rey Príamo o a mí nos sería difícil persuadir a alguien para que las abriera de noche. Y aunque logre entrar de algún modo, ¿cómo crees que podría salir? Si Agamenón quiere sacrificar caballos tendrá que recurrir a los suyos porque no conseguirá los troyanos.

A Casandra le pareció que zanjaba la cuestión con excesiva ligereza, pero no lograría nada con insistir; Paris jamás reconocería la debilidad de sus defensas, especialmente ante su hermana. Sabía que era inútil, pero también que si Paris estaba equivocado, lo pagaría toda Troya; por tanto, insistió:

—Te ruego que, al menos durante cierto tiempo, dobles la guardia de las caballerizas. —Y le repitió lo que Polixena le había contado.

—Hermana —dijo Paris, en tono casi amable—, seguramente tienes mucho trabajo femenino por hacer y no necesitas preocuparte de cómo se desarrolla esta guerra.

Casandra apretó los labios, sin la más mínima duda de que Paris no tendría en cuenta nada de lo que le dijese.

Ella no podía montar guardia junto a los caballos, pero habló con los sacerdotes del templo y éstos accedieron a vigilar las caballerizas reales.

Ya avanzada la noche, se dio la alerta en las murallas v los soldados de Paris, que acudieron prestos, capturaron a media docena de hombres, mandados por el propio Odiseo, cuando abandonaban las cuadras reales. Los guardias que no reconocieron al general argivo, afirmaron que se presentó en las caballerizas con orden sellada por el rey de llevar al palacio media docena de caballos. Le creyeron mensajero del propio Príamo y le entregaron los caballos sin objeciones. Sólo cuando marchaban reparó uno de los sacerdotes de Apolo en las sandalias aqueas que calzaban, sospechó que se trataba de una estratagema y dio la alarma.

Paris ordenó ahorcar al guardia engañado y cuando Odiseo fue conducido ante él, le preguntó:

—¿Existe alguna razón para que no te cuelgue de la muralla más alta de Troya como el ladrón de caballos que eres?

—En mi tierra, troyano, ahorcamos a los ladrones de mujeres —contestó Odiseo—. Si no nos hubieses demostrado la velocidad a que puedes correr no quedarían de ti ahora más que unos huesos colgados de las grandes murallas de Esparta y ninguno de nosotros habría tenido que dejar su hogar y pelear aquí durante todos estos años.

Príamo, que había dejado su lecho con precipitación, miró a su viejo amigo tristemente y dijo:

—Bien, Odiseo, ya veo que sigues siendo un pirata. Pero no encuentro razón para colgarte. Siempre estamos dispuestos a aceptar un rescate por los cautivos.

—¿Qué rescate quieres? —preguntó Odiseo, dirigiéndose a Príamo e ignorando a Paris.

—Media docena de caballos —contestó Paris.

Odiseo hizo un gesto con la mano.

—Ahí los tienes —dijo.

Paris frunció el entrecejo ante su afrenta.

—Ésos son nuestros. Queremos una media docena de los tuyos.

—¿Eres un impío? —preguntó Odiseo—. Tales caballos han sido consagrados ya a Poseidón. No está en mi mano devolvértelos; pertenecen a El que Hace Temblar la Tierra.

Paris se puso en pie de un salto, dispuesto a asestarle un golpe que Odiseo esquivó con facilidad.

—Príamo, tu hijo carece de los modales de la diplomacia. Prefiero tratar contigo. Puedes quedarte con esos caballos si quieres correr el riesgo de irritar con tu mezquindad a Poseidón, El que Hace Temblar la Tierra, pero juré que se los sacrificaría. ¿Crees realmente que favorecerá a Troya si le privas de su sacrificio?

—Si has consagrado esas bestias a Poseidón, suyas son —respondió Príamo—. No soy menos generoso que tú con un dios. Que esos caballos sean pues para Poseidón más media docena de los de tu gente para pagar tu rescate. —Así se haga —declaró Odiseo.

Príamo llamó a su heraldo para que transmitiese un mensaje al ejército aqueo.

Casandra pensó que Agamenón no se sentiría complacido. No le deseaba daño alguno a Odiseo, pese al puesto que ocupaba en las huestes enemigas. Le era imposible dejar de considerar amigo al viejo pirata, como lo había sido durante tantos años. Aún guardaba en uno de sus cofrecillos la magnífica sarta de cuentas azules que entonces le regaló.

Cuando Odiseo partió para disponer la entrega del rescate, Paris dijo a su padre:

—¡Qué locura! ¿Vas a sacrificar realmente esos caballos? ¿Qué son para ti las promesas de Odiseo? ¿No creerás que iba a sacrificarlos?

—Aunque así fuere —manifestó Príamo—, ¿qué perdemos con eso? También nosotros necesitamos de la buena voluntad de Poseidón y conseguiremos media docena más por el rescate de Odiseo.

—No me parece que hagan al dios la mitad del bien que harían a nuestros ejércitos —objetó aún Paris.

Pero cuando Príamo decidía algo, no cabía oponerse. A la mañana siguiente, los caballos fueron sacrificados ante las murallas de Troya. Casandra contempló la matanza, preocupada. Príamo carecía de fuerza. Recordó tales sacrificios en su niñez, cuando su padre poseía vigor bastante para cortar de un solo tajo la cabeza de un toro. Ahora sus manos temblorosas apenas eran capaces de empuñar el hacha, y se limitó a bendecir el arma. Un sacerdote fuerte y joven la tomó en sus manos y completó el sacrificio, entonando invocaciones a El que Hace Temblar la Tierra.

Cuando estaba mediado el sacrificio y cayó al suelo el sexto caballo, percibió un ligero ruido como un trueno muy lejano y vibró levemente la tierra bajo sus pies. ¿Un presagio? se preguntó. ¿O sólo era una muestra de que Poseidón aceptaba su sacrificio?

Apolo, Señor del Sol, imploró, ¿No puedes salvar, a esta ciudad que ha sido tuya durante tan largo tiempo, aunque se la quitaras a la Madre Serpiente?

El resplandor del sol hirió con fuerza sus ojos y la voz que tan bien conocía pareció resonar en sus oídos como el lejano rumor del oleaje.

Ni siquiera yo, hija, puedo oponerme a lo que el Tonante ha decretado. Sucederá lo que ha de suceder.

Prosiguió el sacrificio, pero ella no se quedó a contemplarlo. ¿De qué servía rendir homenaje a Poseidón si él se hallaba sometido al Tonante, que no es un dios mío ni dios de Troya, y obligado por éste a destruir al pueblo que se lo rendía. Apolo tendría que presenciar impotente el aniquilamiento de la ciudad, su propia ciudad, a manos de El que Hace Temblar la Tierra.

¿A qué sacrificar y suplicar a los Inmortales si todo estaba ya decidido? El reto se revolvía en su interior, jamás sofocado por completo, el viejo grito aún sin respuesta: ¿De qué sirven estos dioses?

Le pareció que, por encima de la ciudad, como anteriormente había contemplado en una visión, dos poderosas figuras, revestidas de nubes y tormentas, pie contra pie como luchadores, contendían lanzándose rayos y truenos. El estruendo pareció resonar a través de su conciencia. Se tambaleó con los ojos puestos en los dos Inmortales que combatían.

Luego se desplomó, pero perdió el sentido antes de tocar el suelo.

Cuando volvió en sí, se halló tendida con la cabeza apoyada en el regazo de su madre.

—No deberías haberte expuesto al sol del mediodía —le reprendió cariñosamente Hécuba—. No está bien perturbar los sacrificios.

—Oh, no creo que a los dioses les importe gran cosa —respondió Casandra, incorporándose, pese al agudo dolor que sentía entre los ojos—. ¿No te parece?

Pero, al notar un ligero asombro en el semblante de su madre, tuvo la impresión de que la reina no comprendía lo que le estaba diciendo, y de que ella misma tampoco estaba segura de entenderlo.

—Lo siento, no pretendía faltar al respeto a los dioses. Todos estamos aquí para honrarlos, pero, ¿crees que se sentirán obligados a devolvernos la cortesía?

Mas todo lo que vio en los ojos de Hécuba fue la antigua mirada, la mirada que decía: No te entiendo.

—En nombre de todos los dioses, ¿qué es lo que están haciendo ahí fuera? —preguntó Helena.

—Polixena oyó que estaban construyendo un altar para Poseidón —explicó Casandra.

Abajo, en el espacio abierto que había sido durante tanto tiempo campo de batalla, parecía que todos los soldados aqueos arrastraban maderos y, bajo la protección de una auténtica muralla de escudos revestidos de cuero y enlazados, martilleaban y serraban frenéticamente.

—Sus sacerdotes trazaron los planos —dijo Crises, que se había acercado a las mujeres.

También acudió Paris, quien se inclinó para besar la mano de su madre.

—No se parece a altar alguno que yo haya visto. Más bien se me antoja una especie de máquina de sitio. Mirad; si la construyen alta, podrán lanzar sus flechas contra la muralla e incluso descender sobre la ciudad como quien toma una nave al abordaje.

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