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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (79 page)

BOOK: La Antorcha
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—Apolo —imploró—. ¿No puedes salvar a tu pueblo? Y si no puedes, ¿por qué te llaman dios? Y si puedes y no quieres, ¿qué clase de dios eres?

Y luego, aterrada ante su forma de orar, huyó del templo. Fue de súbito consciente de haber formulado la última pregunta que cualquiera haría a un dios y la única que jamás tendría respuesta. Por un momento temió haber blasfemado; después reflexionó: Si no es un dios o no es bueno, no existió tal blasfemia. De él se dice que ama la Verdad y, si no la ama, todo lo que me han enseñado es falso.

Pero si no es un dios, ¿qué es lo que yo vi, luchando por la ciudad? ¿Qué fue lo que se apoderó de trises o de Helena?

Si los Inmortales son peores que el peor de los hombres, mezquinos, despreciables y crueles, sean quienes fueren, no son dignos de que la humanidad los venere. Se sintió desolada; había consagrado gran parte de su vida a una intensa pasión por el Señor del Sol. No soy mejor que Helena; opté por amar a un dios que no es mejor que el peor de los hombres.

Volvió a la terraza y permaneció allí, petrificada por el horror mientras el sol se alzaba por última vez sobre la ciudad condenada.

Ante ella se extendía la llanura de Troya a las primeras luces de la mañana. Dentro de la ciudad nadie se movía; afuera, unas cuantas antorchas brillaban débilmente en el alba.

El silencio era absoluto. Incluso la lejana línea del mar, más allá del terraplén aqueo, parecía serena e inmóvil como si la misma marea hubiese dejado de acosar a la tierra. El resplandor rojizo del cielo era cual el de lejanas llamas que devorasen la luz tenue de la luna en su ocaso. Otra vez, como en sus sueños, el Caballo de madera ante las murallas pareció encabritarse y golpear con sus monstruosos cascos a la ciudad.

Gritó, oyendo su propia voz extinguirse inaudible en su garganta, y entonces gritó de nuevo contra el silencio hasta que por fin percibió su voz como si estuviesen desgarrando su garganta.

—¡Oh, guardaos! ¡El dios está furioso y atacará a nuestra ciudad!

Fue como si tras aquel silencio de muerte pudiera captar grandes ondas sonoras, cuando se quebró el equilibrio entre Apolo y Poseidón en su lucha por la ciudad, y Poseidón derribó al Señor del Sol.

Sus gritos no habían pasado inadvertidos; las mujeres salían ya a medio vestir de los edificios y de las cabañas.

—¿Qué es eso? ¿Qué sucede?

Casandra era apenas consciente de lo que decían.

Es Casandra, la hija de Príamo. No la oís: está loca.

No, escuchad lo que dice. Es sibila; ve...

—¿Qué pasa, Casandra? —preguntó Filida, hablándole pausadamente para tranquilizarla—. ¿No puedes decirnos sin gritar lo que has visto?

Aún las palabras se precipitaban estridentes de su boca. Trató de escucharse a sí misma, porque se sentía tan turbada como quienes la oían; le pareció como si su cabeza hubiese sido hendida por un hacha y pensó: Si yo lo estuviese oyendo, también creería que estoy loca. Sin embargo, a pesar de su confusión, una parte de su mente se mantenía clara con la gélida diafanidad de la desesperación, y pugnó por concentrarse en aquella parte e ignorar lo que era un caos de pánico y desesperación.

Percibió que gritaba:

—¡El dios está furioso! ¡Apolo no puede vencer a El que Hace Temblar la Tierra; las murallas de la ciudad serán derribadas! ¡Nuestro propio dios hará lo que los aqueos no consiguieron en todos estos años! ¡Estamos perdidos, seremos destruidos! ¡Escuchad y huid!

¿Mas de qué servía tal advertencia? Sabía que nadie escaparía, que sólo podía ver muerte y desastre... Se tornó consciente de que luchaba por desasirse de las manos de Filida que la sujetaban, y de que su amiga decía a otra sacerdotisa:

—Dame tu ceñidor para que la ate; no quiero que se hiera a sí misma. Mira cómo sangra su cara por los arañazos que se ha infligido.

Pasó con cuidado el ceñidor en torno de las muñecas de Casandra.

Ésta exclamó, desesperada:

—¡No debes atarme! ¡No haré daño a nadie!

—Temo que te lo hagas a ti, querida —dijo Filida—. Li—cura, ve a buscar vino mezclado con jarabe de semillas de adormidera; eso la calmará.

—No —dijo Crises, acercándose a grandes zancadas.

Apartó con rudeza a Filida y retiró el ceñidor de las manos de Casandra.

—No precisa calmantes. Ninguno la serenaría. Ha tenido una visión. ¿Qué ha sido, Casandra? —Puso sus manos en sus sienes y añadió con voz fuerte e imperiosa al tiempo que la miraba con fijeza—. Di lo que el dios te permite decir. Juro por Apolo que nadie te tocará mientras yo viva.

Pero ahora eres tan impotente como tu Señor del Sol, pensó frenética.

—Escucha entonces —dijo, tratando de silenciar los latidos de su corazón con la presión de las manos entrelazadas sobre el pecho—. El que Hace Temblar la Tierra ha derribado al Señor del Sol como derribará a nuestra ciudad. Sufriremos la cólera de El que Hace Temblar la Tierra con más fuerza de la que sentimos nunca. Ni un muro, ni una casa, ni una puerta, ni el propio palacio escaparán a su furor.

«¡Advertid al pueblo que huya, incluso a los brazos de los aqueos! Apagad los fuegos de las cocinas; aseguraos de que no quede una sola lámpara encendida de pez o de aceite. Que nadie permanezca bajo techado si no quiere que su cuerpo sea destrozado por las piedras cuando caigan. Crises dijo secamente, volviéndose hacia las mujeres: —Puede que aún tengamos un poco de tiempo. Id y soltad a las serpientes, a cualquiera que no haya escapado ya. Luego dos de vosotras acudiréis al palacio e informaréis al rey y a la reina de que tenemos malos presagios y les rogaréis que huyan a terreno despejado. Quizá no os escuchen, pero hemos de hacer cuanto esté en nuestra mano.

—De nada servirá —gritó Casandra, tratando de serenarse—. ¡Nadie puede escapar a la ira de Poseidón! Que las mujeres se refugien en el templo de la Doncella. Es posible que Ella sienta alguna piedad de nosotras.

—Si, id —las acució Crises—. Llevaos a los niños y permaneced al aire libre hasta que los temblores remitan; quizás allí podáis ocultaros de nuestros enemigos si penetran en la ciudad. Es grande el botín que pueden sacar de Troya y tal vez no se molesten en subir.

Sostuvo a Casandra mientras ésta empezaba a recobrarse. Sentía un agudo dolor de cabeza y una sensación de ahogo, como si contemplara el mundo de aguas profundas.

—Debo ir, Casandra, y hacer cuanto pueda para difundir el presagio. ¿Quieres ese calmante? ¿Te refugiarás en los patios de este templo o bajarás a la ciudad? ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

Advirtió que la voz de Crises le llegaba como si viniese a través de las llanuras y de las legiones de los muertos pero, cuando le respondió, su propia voz fue serena:

—Gracias, hermano. Nada necesito. Ve y haz lo que debes. Yo me cercioraré de que mi hija se halle a salvo.

Crises partió y Casandra se dirigió a su habitación. Miel dormía, todavía acurrucada entre las "mantas, pero reparó en que la serpiente había desaparecido. Más cuerda que los humanos, había buscado refugio en algún lugar recóndito sólo conocido por ellas. Casandra se inclinó y despertó suavemente a la niña. Miel le echó los brazos para que la cogiese y Casandra la vistió rápidamente. Tenía que hallar algún modo de sacar a la niña de Troya antes de que los invasores atravesaran las murallas.

—Ven, preciosa —le dijo y tomó de la mano—. Tenemos que marcharnos aprisa.

Miel pareció confusa pero trotó obediente junto a ella al cruzar el recinto. En la subida hacia el templo de la Doncella, con la mano de Miel en la suya, tropezó, y unas manos fuertes la sostuvieron.

—Casandra —dijo Eneas—, ya ha llegado. ¿Era ése tu augurio?

—Pensé que habías salido de la ciudad —contestó ella, tratando de imprimir seguridad a su voz.

—No puedes quedarte aquí. Ven conmigo. Encontraré una nave que se dirija a Creta...

—No. Huye... Los dioses han abandonado a Troya.

Le condujo rápidamente hasta el santuario más recóndito del templo de la Doncella. Había allí varias sacerdotisas, y les gritó:

—Apagad al instante todas las antorchas. ¡Sí, incluso la llama sagrada! ¡Los dioses nos han abandonado!

Soltó la mano de Miel y ella misma tomó la última antorcha y extinguió el fuego que ardía ante la Doncella. Mientras las sacerdotisas corrían hacia las puertas, arrancó el velo del templo.

—Eneas, esto es lo más sagrado que hay en Troya. Tornó la antigua imagen, el Paladio, y la envolvió en el velo—. Llévatela más allá de los mares o hasta donde yayas. Alza un altar a la diosa y prende el fuego sagrado. Di la verdad sobre lo ocurrido en Troya.

Él hizo un gesto como si fuera a desenvolver del velo el objeto sagrado, pero Casandra retuvo su mano.

—No, ningún hombre debe verlo. Jura que lo llevarás hasta un nuevo templo y que allí lo confiarás a una sacerdotisa de la Madre. ¡Júralo! —repitió y Eneas la miró a los ojos.

—Lo juro. Casandra no tienes ya razón alguna para permanecer aquí. Ven conmigo... Una sacerdotisa debiera ser quien lo porte a través de los mares.

Se inclinó para abrazarla. Casandra lo besó apasionadamente y luego retrocedió.

.—No puede ser —dijo—. Mi destino está aquí. El tuyo es salir de Troya ileso, con vida. Pero vete ahora y que contigo vayan todas nuestras esperanzas y todos nuestros dioses. —No debes quedarte aquí... —empezó a decir. —Te lo prometo, abandonaré Troya antes de que vuelva a salir el sol. No es la muerte lo que me aguarda, pero no estoy en libertad de ir contigo. Los dioses han decidido otra cosa.

Eneas la besó de nuevo y tomó el envoltorio. —Juro por mi propio linaje divino que cumpliré tu voluntad... y la de la diosa.

Sus ojos se enturbiaron por las lágrimas cuando él salió con paso firme del templo.

Casandra apenas había acabado de cruzar el patio cuando dentro de su cabeza oyó un gran rugido. El suelo osciló bajo sus pies; tropezó y cayó al suelo con Miel en brazos. Permaneció inmóvil con el cuerpo contra la tierra de repente inestable, que ondulaba y se agitaba bajo ella. Su única emoción no era el miedo sino la rabia: Madre Tierra, ¿por qué permites que tus hijos jueguen de esta manera con lo que tú has hecho?

Pareció que el movimiento iba a durar siempre. Luego remitió y ella se dio cuenta de que el sol sólo asomaba un poco por el horizonte: el terremoto no podía haber durado más de unos instantes. Los sollozos de Miel habían dado paso a un suave hipo.

Casandra miró tras de sí, y comprobó que el estruendo que había oído procedía del derrumbe de los muros del templo del Señor del Sol, que cayeron hacia dentro. Era difícil que hubiera quedado en pie un solo edificio del recinto. La construcción principal, en donde moraban, estaba reducida a un montón de escombros. Evidentemente, nada podría salvarse de allí. Oyó gritos ahogados: alguien había quedado atrapado dentro, bajo las piedras caídas. Miró impotente hacia el distante montón de piedras. Poco después cesaron los lamentos.

En algún lugar de los jardines empezó a cantar un pájaro.

¿Significaba eso que todo había concluido?

Como en respuesta, el suelo pareció estremecerse y ondear de nuevo y luego quedó inmóvil. Aturdida, Casandra se dirigió hacia una atalaya desde donde se abarcaba toda la planicie.

Se habían desplomado la gran puerta y la muralla de Troya por esa parte y entre los escombros y cascotes de la muralla y la puerta, Casandra vio, derribado, el Caballo de madera, con una de sus patas grotescamente alzada como si hubiese coceado la muralla con su enorme casco. Las antorchas habían prendido fuego al andamiaje, que ardía con violencia. Pero las llamas solo lamían al Caballo, sin afectarle.

En los barrios pobres, el incendio adquiría cada vez más fuerza, alimentado por las casas de madera. Era la visión que tuvo siendo niña, una visión en la que nadie creyó: El incendio de Troya.

A través de la brecha abierta en la muralla, los soldados aqueos irrumpían ya a oleadas, penetrando en las casas que aún no se habían derrumbado para llevarse todo cuanto podían acarrear. ¿Dónde debía ocultarse? ¿A dónde llevaría a Miel, que era más importante que ella misma? Aún se mantenía en pie un edificio del templo de Apolo: el santuario. Puede que allí hubiese víveres, restos de las ofrendas del día anterior. Con gran asombro por su parte se dio cuenta de que estaba hambrienta. Se dirigió hacia allí pero, al llegar, se detuvo, sin entrar, si se producía un nuevo temblor, el edificio podría derrumbarse. Entonces advirtió que había caído la imagen del Señor del Sol, y que bajo la estatua yacía aplastada una figura humana. Al acercarse con una inútil curiosidad, puesto que nada podía hacer, vio que era Crises.

Al fin, pensó; Ahora el dios le ha fulminado verdaderamente. Se arrodilló junto al hombre caído, cerró sus ojos que estaban muy abiertos, se levantó y prosiguió.

En la estancia que se abría tras la imagen, donde se guardaban las ofrendas, halló hogazas de pan, ya muy duro. Pero se comió una, compartiéndola con la niña, que parecía aturdida aunque no lloraba. Guardó otra entre los pliegues de su túnica, en previsión de necesidades futuras, y se detuvo a considerar la situación. Los aqueos atacaban ya la parte baja de la ciudad. ¿Habría caído el palacio? ¿Habrían muerto sus padres, Andrómaca, Helena...? ¿Quedarían algunos soldados troyanos para oponerse al saqueo? ¿O sólo habían sobrevivido la niña y ella para ser testigos de aquella devastación?

Escuchó atentamente, tratando de captar algún sonido que le indicara la existencia de algún ser con vida en el templo del Señor del Sol; pero sólo percibió silencio. Tal vez no hubiesen muerto todos en el palacio. ¿Habrían escuchado la advertencia a tiempo de refugiarse en los patios o en los jardines

Aunque el sol calentaba ya con fuerza, ella estaba temblando. Su cálido manto y el resto de sus ropas, a excepción de la camisa de noche que vestía, se hallaban sepultados bajo las ruinas del recinto de Apolo.

Debía ir al palacio. Aun sabedora de la presencia de soldados aqueos en la ciudad, se sentía desesperadamente ansiosa de saber si aún vivía su madre. Recogió a Miel y empezó a bajar por la calle escalonada.

El camino se hallaba obstruido por cascotes y escombros de las casas medio derruidas. Las gentes que halló eran sobre todo mujeres de mirada ausente, a medio vestir como ella, y la mayoría descalzas; y unos cuantos soldados armados que se habían levantado temprano para reunirse con Deifobo.

El palacio no se había desplomado. Habían caído las puertas de la fachada y algunas tallas, pero los muros aún resistían y no había rastro de fuego. Al acercarse, oyó un penetrante gemido y, reconociendo la voz de su madre, echó a correr. En las losas del patio, ahora levantadas y rotas, vio tendido a Príamo, y no pudo precisar si estaba muerto o sólo inconsciente. Hécuba se hallaba inclinada sobre él, gimiendo. Allí estaban también Helena, envuelta en un manto, junto a Nikos y Andrómaca, que aferraba a Astiánax.

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