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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (2 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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No es mucho lo que sabemos sobre los primeros años del hombre que, en etapas sucesivas, llevaría los nombres de Colombo, Colom y Colón; ni siquiera los investigadores históricos más próximos al personaje se ponen de acuerdo a la hora de certificar su lugar exacto de nacimiento. A lo largo de los siglos se especuló con diferentes procedencias dado el extraño hermetismo del que hizo bandera en toda su existencia. Sus escritos fueron siempre en castellano, lo que abonó aún más el campo de la confusión. Muchos pensaron que vino al mundo en Cataluña, y que tras una turbia existencia como corsario combatió a las escuadras aragonesas; otros ubicaron su origen en Mallorca, Ibiza, Galicia, Portugal… Lo cierto es que hasta que aparezcan mejores pruebas, la mayoría de los exégetas colombinos se inclina por la hipótesis italiana y Génova como sitio preferente a la hora de explicar razonablemente la llegada al mundo de don Cristóbal, que aconteció en 1451. También parece confirmado el oficio textil del progenitor, aunque otros aseguran que la familia Colón estaba claramente vinculada a la navegación y de ahí el pronto enrolamiento del joven Cristóbal en buques que trazaban rutas comerciales por el Mediterráneo. Sea como fuere, el clan de los Colón estaba asentado desde tiempos pretéritos en las aldeas de Quinto y Quezzi, muy próximas a Génova, un dato revelador sobre la raíz italiana del futuro almirante, quien siendo mozo sintió la necesidad de navegar, acaso como esbozo de un propósito que años más tarde conmocionaría al mundo entero. A su faceta inicial como comerciante debemos añadir la de corsario al servicio de Renato de Anjou, en cuyas naves el bisoño marinero, de apenas veinte años, hizo armas y trabó conocimiento por primera vez de los mares atlánticos, los mismos que le condujeron hasta litorales portugueses en 1476, año decisivo para nuestra historia pues en dicha fecha la peripecia vital de Cristóbal Colón dio un giro absolutamente esencial.

Durante sus primeros años de vida en el mar Colón adquirió multitud de conocimientos, no sólo en lo que a la navegación se refiere, sino también en otras disciplinas que a la postre le revistieron de la pátina renacentista tan necesaria para entender el progreso en su tiempo. El muchacho era de naturaleza estudiosa y aprovechó la lenta monotonía de los trasiegos marítimos para robustecer su afán de sabiduría leyendo cuantas obras cayeran en sus manos. Aunque no había recibido educación formal, no tardó en aprender latín y en dominar las teorías cosmográficas que imperaban en la Europa de su tiempo. Posiblemente, su obra literaria favorita y que siempre le acompañó en cada viaje fue
El libro de las maravillas
de Marco Polo, personaje con el que se sentía plenamente identificado, lo que le invitó a soñar con emular algún día las gestas del veneciano, pero en sentido contrario, ya que el célebre explorador había llegado a China por vía terrestre, siguiendo la ruta oriental, y él tenía la convicción de que existía un camino marítimo más corto por Occidente. También llegó a conocer en profundidad las Sagradas Escrituras, en particular los libros proféticos. Tal vez fue esto lo que poco a poco convenció al ambicioso navegante de que Dios lo había elegido para realizar grandes proezas.

En el mencionado año de 1476 la flota corsaria en la que servía atacó a una escuadra comercial italiana que navegaba junto a la costa de Portugal. El barco en el que se encontraba Colón, en el fragor de la batalla, recibió diversos impactos de artillería, lo que provocó un incendio en la nave que hizo temer por su destino. El genovés, viendo que su suerte podría acabar allí mismo, optó por saltar al mar prefiriendo morir ahogado que en medio de aquellas llamas infernales. La distancia respecto de la costa lusitana era demasiado grande, dado que el joven se encontraba a unos catorce kilómetros del litoral y eso en principio se antojaba difícil para cualquiera por muy bien que nadase. Sin embargo, su tenacidad y sus ganas de vivir le hicieron dar una brazada tras otra hasta conseguir llegar a tierra. Completamente exhausto, sintió bajo sus pies la solidez del suelo lusitano. Colón consideró entonces que lo que le había ocurrido no era más que una señal del Altísimo sobre la verdadera misión que él debía asumir en la historia.

Una vez establecido en Portugal, su nuevo país de acogida, se alistó en diferentes expediciones marítimas. Un año más tarde visitó Thule —nombre atribuido a Islandia y que por entonces la mayoría de veteranos tripulantes consideraba uno de los confines del mundo—. El propio Colón llegó a asegurar que había superado en cien leguas las costas islandesas. Esta aventura debió de significar mucho para el intrépido viajero, el cual entendió que aquella gesta cubría con excelente nota el primer capítulo de su proyecto fundamental. Lo más probable es que al navegar por el océano glaciar Ártico conociera las viejas sagas vikingas en las que se referían los hechos protagonizados por los antiguos nórdicos en el siglo X, cuando el navegante Eric el Rojo y su descendencia contactaron con Groenlandia, para más tarde tomar la ruta sur que les condujo hacia tierra continental americana, lugar al que bautizaron con el nombre de Vinland (Tierra del Vino). Lo cierto es que Colón creyó a pies juntillas los relatos vikingos que demostraban su particular teoría sobre la existencia de Tierra Firme más allá del Atlántico, justo el camino que él pretendía trazar hacia Asia oriental.

En 1479 se casó con la noble dama portuguesa Felipa Moniz de Perestrelo, hija de un antiguo gobernador de Porto Santo, experto marino y aficionado cosmógrafo. La suegra de Colón le entregó a éste todos los mapas y papeles de su difunto marido. Y es de suponer que entre los legajos encontrara algo más que datos náuticos o cartografías conocidas. Muchos piensan que el suegro de Colón tenía conocimientos certeros sobre la realidad de un nuevo continente al otro lado del Atlántico y que dichos saberes sirvieron para que el futuro almirante ampliara su perspectiva del magno viaje que ya estaba perfilando en su mente.

Don Cristóbal se asentó con su esposa varios años en Madeira, donde posiblemente ultimó los detalles de su ya fortalecido plan de actuación. En las Azores no dejó de escuchar atentamente los fantásticos relatos ofrecidos por veteranos marineros, los cuales aseguraban con vehemencia que tras jornadas envueltas por tormentas y vientos, algunos barcos eran desplazados en sentido contrario al continente africano dando con sus maderas en unas tierras desconocidas de las que pocos sobrevivían para contarlo. A estos detalles, más o menos fabulados, Colón añadió otras pruebas, como la presencia en Madeira o Canarias de figurillas labradas, que aparecían en las playas después de violentas tempestades y que, al parecer, no se identificaban con culturas conocidas. Asimismo, los lugareños contaban que en ocasiones surgían de las aguas cadáveres con rasgos diferentes al de los africanos, lo que abonaba aún más el misterio en torno a lo que podía encontrarse yendo hacia Occidente.

Otros hombres habían escuchado esos cuentos con relativa indiferencia. ¿Y qué si había tierras distantes al oeste? Los marineros portugueses habían descubierto ya las islas de Cabo Verde y las Azores. Posiblemente habría otras islas aún más lejos. Pero ir deliberadamente en su busca era tarea tan desesperada como la de encontrar trigo en el desierto más desolador. Colón, sin embargo, escuchó estos relatos con ávido interés, pues materializaban la existencia de sus postulados geográficos. Irónicamente, estas teorías —que en última instancia le llevarían a descubrir el Nuevo Mundo— se basaban en un cúmulo de falsas informaciones y conclusiones erróneas. Colón había grabado a fuego en su mente los textos apócrifos en los que se decía: «El tercer día Tú ordenaste que las aguas se congregaran en la séptima parte de la Tierra: seis partes Tú has desecado…» Sobre la base de estas líneas, él había llegado a la conclusión de que, de las siete partes del globo, seis estaban hechas de tierra seca y la séptima de agua. Al igual que la mayoría de los hombres cultos de su tiempo, Colón aceptaba el hecho de la circunferencia de la Tierra, por lo que le parecía perfectamente lógico que las masas continentales de Europa, África y Asia ocuparan, en conjunto, los requeridos seis séptimos del globo. Si todos los océanos ocupaban la séptima parte restante, el Atlántico no podía ser tan grande después de todo. En realidad, su estudio de las obras de Ptolomeo y Marco Polo le había hecho llegar a la conclusión de que la tierra comprendida entre África occidental y Asia oriental se extendía hacia el este en una distancia superior a 280° de un total de 360° que comprendía la circunferencia de la Tierra. De esta suerte, razonaba, la distancia en dirección oeste desde África occidental hasta Asia oriental podía ser recorrida en un viaje de menos de 80° de longitud.

Sólo quedaba traducir esa cifra a millas. Aquí cometió un grave error. Ignorante de que la milla árabe es más larga que la europea, utilizó la cifra árabe de sesenta y dos millas y media por grado de longitud en el ecuador —en el ecuador hay en realidad sesenta y nueve millas europeas por grado de longitud—. Entonces, decidiendo que el primer viaje transatlántico convenía hacerlo en la latitud de las Canarias, donde un grado de longitud es más pequeño que en el ecuador, recortó aún más la cifra hasta cincuenta millas por grado de longitud. Multiplicando cincuenta millas por 80° de longitud, obtuvo el resultado de cuatro mil millas como medida de la distancia existente entre las Canarias y Asia Oriental.

Colón se mostraba un tanto impreciso sobre el destino último de su viaje, pues él, como la mayoría de la gente en la Europa del siglo XV, sólo tenía una vaga idea sobre la geografía del lejano Oriente. Describía, pues, su meta alternativamente como Catay (China), Cipango (Japón), India (las Indias) o el Imperio del Gran Khan. No obstante, sabía en líneas generales lo que quería, consiguiendo, gracias a sus dotes de comunicador verbilocuaz, que otros también se interesaran en el proyecto debido a sus magistrales pero enigmáticas exposiciones públicas.

El desdén portugués

Cristóbal Colón era un hombre apuesto, carismático y con un extraordinario don de gentes. Su apariencia física lo ayudaba, ya que poseía elevada estatura, rostro agraciado y cabellos rojizos, a lo que se sumaba su innegable elegancia y un gusto exquisito a la hora de elegir sus vestimentas.

No es de extrañar por tanto que muy pronto las jóvenes damas de la corte portuguesa se interesaran en conocer un poco más sobre aquel excéntrico navegante con ínfulas de conquistador en todos los sentidos. Con frecuencia visitaba uno de los conventos de Lisboa donde se reunían las damitas más distinguidas de la corte. Una de ellas, Felipa Moniz de Perestrelo, le concedió su amor y de paso el acceso directo al príncipe Juan, pieza indispensable para afrontar cualquier empresa en el futuro. Sobre los padres de Felipa ya hemos hablado en líneas anteriores, y acerca del inminente «rey perfecto» de Portugal cabe mencionar que si en principio se interesó por las historias del genovés, más tarde, una vez proclamado monarca, abandonó la atención hacia el navegante para centrarse más en el asesoramiento que le daban sus notables de confianza, y éstos aconsejaron al soberano no atender más narraciones fantásticas, para sí, en cambio, patrocinar asuntos promovidos por los grandes y exitosos navegantes lusos del momento, cuyos hechos eran más demostrables y beneficiosos que cualquier propuesta aportada por un «iluminado», como alguno calificó a Colón. Lo cierto es que el genovés intentó de forma infructuosa convencer al rey portugués durante siete años.

Ignoramos la manera en que expuso sus ideas; pero, como era dado al secreto por una parte y a la exageración por otra, razonablemente podemos suponer que las presentó con ciertas significativas omisiones y con adiciones fantasiosas. Sin duda que se reservó los que creía puntos principales en que se asentaba la evidencia de la nueva ruta marítima, temiendo que otros pudieran apropiarse de sus informes y arrebatarle así la gloria del descubrimiento. Y, con el fin de ganarse el apoyo de Juan, seguramente fantaseó sobre la fabulosa riqueza de Oriente y enfatizó las ventajas que a Portugal se le derivarían de usar la ruta que él sometía a estudio. El rey, sin embargo, no quedó convencido por los argumentos de Colón. Más aún, quedó boquiabierto de asombro por el alto precio que este marinero de fortuna fijó a sus servicios. Colón pedía nada menos que una ejecutoria de nobleza, el título de almirante, el virreinato de todas las tierras que descubriera y un diezmo del valor de todas las cosas provechosas que en ellas se encontraran.

No obstante, el rey Juan no rechazó de plano el proyecto hasta 1482, en que una asamblea de sabios lo declaró imposible. Desilusionado en Portugal, Colón decidió ofrecer sus ideas a otros monarcas. En 1485, ya viudo y padre de un hijo por quien velar llamado Diego, se dirigió a España, reino recién unido mediante la fusión de Castilla y Aragón por el matrimonio de sus reyes Isabel y Fernando. En la recién nacida potencia encontró sus primeros amigos entre los cultos franciscanos de La Rábida. Precisamente dos de estos monjes, Antonio Marchena y Juan Pérez, fueron los primeros en avalar la hipótesis colombina abriéndole paso hasta nobles cercanos a los monarcas hispanos. Mientras esto ocurría don Cristóbal viajó por Andalucía y se enamoró de doña Beatriz Enríquez de Arana, hermosa mujer con la que tuvo a su segundo vástago, bautizado con el nombre de Hernando. En estos años Colón conoció a fondo los ambientes portuarios de Sevilla, Cádiz y Palos, creando amistad con algunos de los marinos que posteriormente le acompañarían en su decisiva singladura. Todos ellos quedaron impresionados por su visionario proyecto y lo presentaron a ciertos aristócratas que tenían acceso a los reyes. De esta forma tuvo Colón la segunda oportunidad de presentar sus teorías a la realeza. Una vez más expuso su gran plan, con misterio, reservas y pompa; de nuevo pidió por sus servicios el mismo precio exorbitante y se mantuvo pertinaz en su empeño, sin éxito alguno, durante seis años. A decir verdad, en 1488, pensó seriamente en volver con su idea a Portugal; pero, aunque el monarca luso manifestó su deseo de recibirle, aquél se abstuvo de comparecer, acaso por las noticias enviadas por su hermano Bartolomé, quien ofreció la empresa al rey de Inglaterra, Enrique VII, el cual, finalmente, tampoco quiso saber nada de la singular aventura.

Mecenazgo para una ilusión

En 1492 el largo batallar de Colón, súbita e inesperadamente, encontró su recompensa. En enero de ese año, las tropas de Fernando e Isabel conquistaron la ciudad de Granada, último reducto musulmán en la península Ibérica, con lo que se ponía fin a casi ocho siglos de guerra y devastación. Los reyes, eufóricos por esta victoria, decidieron patrocinar el proyecto de Colón y garantizar que tuviera barcos, hombres y abastecimientos. Incluso aceptaron —virtualmente sin reservas— sus desaforadas condiciones. En abril se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, un contrato entre la corona y Cristóbal Colón por el cual los reyes se reservaban la titularidad de lo descubierto a cambio de su aportación económica a la empresa. Colón también salió muy beneficiado: al concederle el nombramiento de virrey perpetuo, gobernador de cualquier tierra que encontrara y almirante heredero de la Mar Océana, además de recibir un 10 por ciento de las ganancias del tráfico y el comercio.

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