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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (4 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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El 18 de enero de 1493, dos días después de zarpar para España, el almirante se dio de bruces con la
Pinta
. Tuvo una breve, aunque áspera, discusión con el fugitivo Martín Pinzón y dio la orden de que en adelante las dos naves navegaran juntas. El viaje de vuelta se hizo por latitud más septentrional que el viaje de ida y en las últimas etapas de la travesía las dos naves tropezaron con peor tiempo. Las carabelas hacían mucha agua y, cuando en el mes de febrero se abatió sobre ellas una gran tormenta, apenas hubo hombre a bordo que no temiera por su vida. Pareció, pues, un milagro cuando, el 18 de febrero, avistaron Santa María, la isla más meridional de las Azores. Aquí echaron ancla las embarcaciones y Colón dio permiso a sus hombres para ir a tierra, buscar una iglesia y dar gracias a Dios por haberles salvado. Al gobernador portugués de la isla, sin embargo, no le hizo mucha gracia la presencia de dos navíos españoles en aguas portuguesas. Así que, por orden suya, los marineros que pretendían visitar un templo fueron a dar con sus huesos en la cárcel y no salieron de ella hasta después de varios días de negociación, en el transcurso de la cual Colón tuvo que presentar al gobernador los documentos de Fernando e Isabel que demostraban su condición de almirante y virrey.

Una furiosa tormenta se estaba incubando. Pero, a la vista del trato poco hospitalario que había dado el mandatario luso a sus hombres, Colón decidió levar anclas a toda prisa sin hacer caso del tiempo. Los vientos tenían tal violencia que, aun con los mástiles desnudos, las carabelas fueron empujadas hacia el este con peligrosa rapidez durante varios días. La tormenta separó las dos naves; la
Pinta
fue a recalar en Bayona (Galicia), donde Martín Pinzón, gravemente enfermo, solicitó audiencia con los Reyes Católicos a fin de dar cuenta sobre la buena nueva. Sin embargo, los soberanos hispanos denegaron la entrevista a la espera de noticias por parte del propio Colón. Éste, al mando de la
Niña
, se internó el 4 de marzo por la desembocadura del Tajo en la costa de Portugal hacia Lisboa, donde se le acercó un navío armado portugués cuyo capitán subió a bordo y pidió a Colón explicaciones sobre su presencia en aguas del país. El orgulloso almirante se negó a justificar su presencia ante un simple capitán de barco perteneciente a un reino que había rechazado despectivamente su gran proyecto. Se limitó a enseñar sus credenciales y luego despachó una carta al rey Juan con el relato de su viaje.

El soberano portugués, lamentando sin duda la ocasión que había perdido de patrocinar la gesta, aunque lleno de admiración por la bravura de aquel hombre, lo invitó a visitarlo en su corte. Aquí trataron al almirante con toda consideración y respeto, aunque no hay que olvidar que algunos nobles sugirieron al rey la posibilidad de asesinar al descubridor para apropiarse del protagonismo de aquella espectacular hazaña. Juan II desestimó esta villanía que, a buen seguro, le hubiera enemistado con sus poderosos vecinos y dejó marchar sin más al hombre más importante del momento.

Finalmente, el 15 de marzo de 1493 y con escasas horas de diferencia la
Pinta
y la
Niña
atracaban en medio de alegres vítores en el puerto de Palos. Tan sólo traían del arriesgado viaje unos cuantos animales exóticos, alguna pieza de oro y a siete asombrados indígenas como testigos de la gesta. Sin dilación, Colón solicitó el pertinente permiso de audiencia con Isabel y Fernando, que por entonces se encontraban en la ciudad de Barcelona. Los Reyes Católicos no permitieron al genovés que éste llegara a la capital condal a bordo de navío alguno, obligándole a cruzar todo el territorio peninsular.

A finales de abril Cristóbal Colón se presentó ante los sonrientes monarcas que habían avalado su proyecto. Éstos hicieron demostraciones de júbilo por el éxito del viaje y por las perspectivas que se abrían para el comercio con las Indias. En prueba de gratitud al valeroso almirante de la Mar Océana le recompensaron y honraron con generoso alarde. Y, como era lógico, se solicitó con premura la certificación papal sobre aquel deslumbrante evento. El documento vaticano fue sellado por el papa Alejandro VI, no sin alguna alteración, durante el mes de mayo y al poco se ordenó la preparación de una segunda expedición rumbo a las nuevas tierras.

El segundo viaje

Con evidente emoción todos los artífices del descubrimiento colombino se pusieron manos a la obra y, alentados por la celeridad impuesta desde la monarquía, se pertrecharon diecisiete buques con unos mil quinientos tripulantes, clérigos, soldados y colonos. Eran los elegidos para levantar los primeros asentamientos en el Nuevo Mundo. En este segundo periplo embarcaron personajes que luego dejarían su impronta en aquellos capítulos iniciales de la conquista: Juan de la Cosa, Ponce de León, Alonso de Ojeda, el médico Diego Álvarez Chanca, Michele de Cúneo o el propio progenitor del célebre fray Bartolomé de Las Casas. Juntos embarcaron en los navíos que zarparon desde los puertos de Cádiz y Sevilla.

La misión estaba marcada por dos directrices esenciales: evangelizar a los nativos considerados ahora nuevos súbditos de la corona española y crear los caminos necesarios para el comercio con las Indias. La flota zarpó el 25 de septiembre de 1493 con un Colón más que ilusionado por el futuro que se abría ante él. El 28 de noviembre los buques del segundo viaje recalaron ante los restos del fuerte Navidad; con evidente estremecimiento los expedicionarios contemplaron el desastre acontecido en el primer asentamiento hispano de las Indias occidentales. Según algunos testimonios recabados entre los indígenas, los blancos habían interferido cruelmente en la vida cotidiana de los nativos, y éstos, guiados al parecer por dos caciques llamados Guacanagarí y Canoabó, masacraron hasta el exterminio a la primera guarnición colombina. En su lugar se levantó la ciudad de Isabela, en homenaje a la reina católica, con un primer consejo de gobierno elegido por el propio Cristóbal Colón.

Sin embargo, no se tomaron por el momento represalias contra los indios y, en cambio, se optó por mantener la exploración de las diferentes islas de la zona en las que los cronistas se recrearon a gusto con la exuberancia del paisaje hallado. En los tres años que duró el segundo viaje colombino, además de crearse los primeros asentamientos colonos en La Española, se exploraron las Pequeñas Antillas, Cuba y Jamaica.

También surgieron las primeras disputas entre Colón y los enviados monárquicos y papales, los cuales mostraron de inmediato su preocupación por la forma desorganizada que el almirante tenía a la hora de dictar órdenes concretas que mejorasen el gobierno caótico de las nuevas tierras. Además, en este período, se realizó el envío de quinientos esclavos a la corte española, lo que levantó malestar y encendidas críticas hacia la actitud de Colón, quien ya por entonces soportaba numerosas enemistades en España, ya que, si bien nadie le negaba la gloria de su descubrimiento, la mayoría de notables e hispanos cercanos a los reyes sospechaban, y con fundamento, que al genovés los cargos otorgados le venían muy grandes. Con lo que empezó a ser, casi de inmediato, un personaje ciertamente incómodo para todos menos para la reina Isabel, quien siempre mostró el más determinado apoyo hacia las acciones promovidas por su adelantado.

En el contexto internacional, Castilla y Aragón deseaban blindar con urgencia la posesión indiscutible de sus nuevas tierras, ya que veían en el vecino Portugal un enemigo más que real a sus aspiraciones colonizadoras en el flamante mundo descubierto, y es por lo que con premura se prepararon diferentes escenarios en los que las dos potencias intercambiaron opiniones, litigios y debates sobre quién estaba más autorizado para asumir protagonismo en aquella empresa. Como es lógico y siguiendo la tradición, se solicitó la mediación vaticana, hasta que por fin el 4 de junio de 1493 ambas partes aceptaron y ratificaron un tratado en la ciudad castellana de Tordesillas, por el cual se fijaban los ámbitos de actuación para las dos potencias con cuatro cláusulas concernientes a las latitudes americanas que reflejaban las direcciones a seguir desde entonces para Portugal y España:

En la primera cláusula se fijaba el meridiano de partición a trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde. De esa forma el hemisferio occidental quedaría para Castilla y el oriental para Portugal. En la segunda se especificaba que ambas potencias se comprometían a no realizar exploraciones en el hemisferio atribuido al contrario y a ceder las tierras que involuntariamente encontrasen en el espacio ajeno.

En la tercera se acordó concretar un plazo de diez meses para trazar el meridiano; ambos países se comprometían a enviar dos o más carabelas con pilotos, astrónomos y marineros, los cuales se reunirían en Gran Canaria y de allí irían a Cabo Verde para establecer la distancia de las trescientas setenta leguas. Por último, en la cuarta cláusula se autorizaba a los súbditos castellanos a atravesar la zona lusitana en su marcha hacia el oeste, pero sin detenerse a explorar en ella. Además en este punto se hizo una excepción: como Colón se encontraba inmerso en los avatares de su segundo viaje, se estableció entonces que, si descubría tierras antes del 20 de junio y más allá de las doscientas cincuenta leguas, estas tierras serían para Castilla. La bula papal de demarcación concedida por el valenciano Alejandro VI quedaba modificada en favor de los portugueses, quienes, amparados en este último acuerdo, tomaron posesión años más tarde de Brasil. Que se fijasen trescientas setenta leguas obedece al deseo de dividir el Atlántico en dos partes iguales entre Cabo Verde y Haití. Los portugueses se reservaron en Tordesillas la ruta a Oriente por África y parte de Sudamérica y los españoles quedaron apartados de Oriente y reducidos a sus Indias Occidentales.

El 10 de marzo de 1496, Cristóbal Colón se presentó ante los Reyes Católicos envuelto por la niebla de la duda sobre su díscolo comportamiento en las tierras descubiertas. La sospecha acerca de su interesada actuación en los asuntos de Indias no soterró la admiración que aún seguía provocando por su hazaña, si bien el tercer viaje previsto se dilató mucho más de lo que el genovés hubiese pretendido. En este intervalo Colón preparó un mayorazgo en el que quedaron muy claras sus pretensiones sucesorias, las cuales pasaban primero por su hijo Diego y la descendencia de éste, en segundo término su segundo filogenético Hernando y sus descendientes, en tercer lugar su hermano Bartolomé e hijos y en último escalafón su hermano pequeño Diego y su linaje. Con esta decisión la familia Colón pretendía asegurar una permanencia casi perpetua en la historia de la futura América, aunque, las vicisitudes y conjuras políticas decidieron otra cosa bien distinta en lustros posteriores.

Los últimos viajes de Colón

El 30 de mayo de 1498 seis navíos bajo el mando de Cristóbal Colón zarparon de España rumbo a las Indias. En el viaje anterior ya se había trazado la ruta más corta a seguir hasta las latitudes americanas; sin embargo, las noticias sobre continuas sediciones de colonos en La Española y los rumores sobre la hostilidad caníbal de los indígenas no permitieron que se presentase una multitud de voluntarios como ocurrió en el segundo viaje, por lo que se debió recurrir al alistamiento de reos penitenciarios a cambio de libertad para redimir las culpas de éstos en el Nuevo Mundo. Los hombres que se enrolaron en esta misión provenían en un gran porcentaje de ambientes delictivos y no se consintió que se embarcasen penados con delitos de herejía, asesinato en primer grado, faltas de lesa majestad, traición, piromanía, falsificación o sodomía, intentando de ese modo que las primigenias colonias no se nutrieran con personajes de dudosa moral.

Con todo, la tercera escuadra colombina hinchó su velamen para navegar rauda hacia Canarias, donde se separó en dos grupos: uno comandado por don Pedro de Arana y otro por el propio Colón, quien llegó a recalar el 31 de julio en la isla de Trinidad, frente a la desembocadura del río Orinoco. En estas tierras el almirante se topó con indígenas más blancos que los caribeños, constatando que su cultura era bastante superior a la de los indios hallados hasta entonces. Colón siguió obstinado en pensar que aquello no era más que un accidente geográfico en medio de la dirección que le conduciría al ansiado continente asiático y no se preocupó de explorar más al norte, con lo que hubiese certificado oficialmente el descubrimiento de un nuevo continente. Sí, en cambio —tras perfilar algunas semanas la costa venezolana con bellos hallazgos tales como isla Margarita, cuyo nombre se puso en homenaje a la nuera de los Reyes Católicos—, acabó dirigiéndose a La Española, donde se le esperaba junto a los abastecimientos de los que era portador. Al llegar a Isabela sabía que lo descubierto en esta tercera singladura pertenecía a Tierra Firme y no a una simple isla, si bien nunca a lo largo de su vida pudo intuir que había descubierto una inmensa realidad continental. Mientras tanto sus hermanos Bartolomé y Diego gobernaban La Española con más o menos acierto, pues ya por entonces los primeros pobladores mostraban un vivo recelo hacia el dominio de los Colón. En ese tiempo se descubrió un buen número de minas de oro en el sur de la isla, lo que provocó el traslado de la capitalidad a la recién fundada ciudad de Santo Domingo por encontrarse más cerca de los yacimientos auríferos. El monopolio ejercido por los hermanos del almirante sobre el incipiente comercio del oro desató encendidas críticas entre los colonos, que, como es obvio, deseaban su parte del tesoro. Entre los desafectos surgió la figura de Francisco Roldán, hombre disoluto a quien Colón había nombrado alcalde y justicia mayor de La Española. Las pretensiones de este personaje pasaban por hacerse con el control absoluto de la isla en detrimento de sus opositores colombinos. Mas, cuando don Cristóbal arribó a Santo Domingo en 1498, tras dos años de exploraciones, y se encontró con la sublevación en pleno apogeo, ni supo ni quiso enfrentarse al problema, concediendo al rebelde Roldán la reposición de sus cargos, así como tierras e indios a los españoles que habían secundado el motín. Este asunto trascendió a España, donde se empezó a ver con profunda preocupación el difícil transitar de los acontecimientos coloniales en Indias. Desde luego, la situación no invitaba al optimismo: cientos de españoles diseminados por La Española y enfrentados entre sí por culpa del mal gobierno protagonizado por Cristóbal Colón. Tanto malestar indiano originó que en la corte española se pergeñaran algunas soluciones que reorientasen el rumbo de aquella empresa. Los Colón no estaban desde luego dotados para el mando en una situación tan delicada como la que se presentaba en La Española y pensaron que la mano dura sería más aconsejable que cualquier actitud conciliadora con los rudos pobladores españoles. Éstos buscaban el mismo beneficio económico que sus autoridades y las disputas por acaparar tierras y riquezas eran constantes y sangrientas.

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