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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (8 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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Por su parte, la isla de Cuba tampoco fue de gran interés para los primeros colonos, ni siquiera a principios del siglo XVI se había determinado su insularidad. Fue precisamente Fernando el Católico quien, en 1504, ordenó a Nicolás de Ovando que se explorase aquella latitud a la que Colón había dado el nombre de Juana. La voluntad real tardó algún tiempo en ser cumplida, pues los problemas en La Española no cesaban y el gobernador extremeño se debía multiplicar ante tanta adversidad. No obstante, los rumores sobre la grandeza natural y el abundante oro que se presumía en su seno terminaron por convencer a Ovando, quien organizó las primeras rutas cubanas con la intención de sembrar aquel territorio con primigenios pobladores. Para ello comisionó, en 1508, al hidalgo gallego Sebastián de Ocampo, que exploró todo el territorio cubano demostrando definitivamente su insularidad. Ocho meses tardó en su periplo haciendo escala en los puertos de Carenas (La Habana) y jagua (Cienfuegos). Es presumible aventurar que ya se habían realizado otros viajes a la isla, bien por causa de la captura de indios para las encomiendas o por puntuales supervivientes de naufragios de buques españoles que navegaban por esa zona cada vez más transitada. Diego Colón —sucesor de Ovando— recibió la misma orden real que su antecesor y al interés general por la conquista cubana sumó su propia visión de los hechos, y ésta pasaba por ampliar su legado familiar con la anexión de Cuba al virreinato de los Colón. Don Diego quiso tener las cosas bien atadas desde un principio y por ello eligió a su tío Bartolomé como teniente gobernador de Cuba. Aunque le duró poco la alegría, dado que el hermano de don Cristóbal fue llamado a España para dar cuenta de algunos asuntillos turbios de los que era principal protagonista. Le sucedió en el cargo don Diego Velázquez de Cuéllar, un orondo segoviano cuya máxima virtud era la diplomacia, ya que sabía en todo momento estar a bien con las diferentes facciones que pugnaban por el dominio de la economía indiana. Era un hombre agradable y de trato jovial con sus subordinados y con los indios, los cuales le llamaban de forma simpática: «jefe gordo». En verdad, Velázquez pretendía hacer de Cuba una entidad territorial diferenciada de La Española, aunque, como es obvio, no aclaró verbalmente estas pretensiones ante el hijo de Colón y se entregó por completo a los preparativos de la expedición conquistadora que se estaba abasteciendo en la dominicana ciudad de Salvatierra de la Sabana, villa sita en el suroeste de La Española y fundada por el propio Velázquez. Las noticias sobre la escuadra que se estaba pertrechando y sus objetivos corrieron raudas por la isla dominicana y, en pocas semanas, un sinfín de colonos descontentos con su forma de vida se habían alistado en la expedición. Aquí nos encontramos con algunos nombres de los que hablaremos profusamente en páginas posteriores: Hernán Cortés, Alvarado, Bernal Díaz, Ordás, Hernández de Córdoba, Grijalva…

A principios de 1511 la mesnada se embarcó en los navíos que, doblando el cabo Tiburón, fueron a dar a la región cubana de Maisí, cerca de Baracoa. Se supone que fue en el puerto de las Palmas, junto a la bahía de Guantánamo, donde se efectuó el desembarco. Allí vivía Hatuey, antiguo cacique dominicano de la región de Guahabá, que se opuso con las armas a la llegada de los hispanos. Sin embargo, los mal preparados tainos cubanos poco pudieron hacer ante las demoledoras cargas de caballería, las afiladas espadas o los atronadores arcabuces, con lo que la resistencia indígena fue doblegada en poco tiempo con cientos de muertos y huidos. El propio Hatuey acabó ejecutado en la hoguera por orden de Velázquez. De este modo concluyó la primera fase de la campaña llevada a cabo en una región montañosa y llena de ríos. La comarca de Baracoa, base de la conquista, estaba en paz. Velázquez, previa exploración, decidió fundar a principios de 1512 la villa de Nuestra Señora de la Asunción. Por entonces ya se llevaba a cabo la conquista de Jamaica por Juan de Esquivel y algunos de los partícipes en dicha acción se pasaron a Cuba dispuestos a ofrecer su experiencia militar. Fue el caso de Pánfilo de Narváez, quien en compañía de treinta buenos ballesteros castellanos apareció en el teatro de operaciones poniéndose al servicio de Velázquez.

La segunda etapa de la conquista tendió a dominar la actual provincia de Oriente. Las zonas de Mamaban y de Bayamo constituyeron los objetivos para los capitanes Francisco de Morales y el propio Narváez, que se emplearon con extrema dureza en los ataques contra los nativos. Tanta ofensiva bélica acabó con una espantada generalizada de los aborígenes, que abandonaron campos de cultivo y demás tierras fértiles, lo que desembocó en un serio problema, pues no había mano de obra suficiente para emprender una expansión razonable por la isla recién anexionada. En este capítulo Velázquez utilizó, una vez más, su innegable carisma y, con el asesoramiento de fray Bartolomé de Las Casas, consiguió captar la atención de los indios, a los que prometió trato justo en el trabajo y una digna vida asegurada por este modesto fraile, que daría mucho que hablar en los años iniciales de la peripecia española en Indias y que quedó como asesor de Narváez en la zona para mayor tranquilidad de todos. La pacificación lograda en Bayamo, con el consiguiente retorno de los naturales, y la eliminación de Francisco de Morales, el cual se había revelado anteriormente contra su jefe por disparidad de criterios sobre cómo se debía llevar la conquista de Cuba, no garantizaron la tranquilidad en el ánimo general. Lo cierto es que había un enorme descontento contra Velázquez porque no efectuaba repartimientos. Y en consecuencia, algunos españoles redactaron un pliego de protestas que entregaron a Hernán Cortés para que lo presentara ante la recién creada Audiencia de Santo Domingo. Velázquez, enterado de la conspiración, pudo abortar el plan, aunque, eso sí, tuvo que repartir indios entre los terratenientes a fin de aplacar los encendidos ánimos que amenazaban la estabilidad cubana. Pero aún faltaba por ocupar la parte occidental de la isla. Velázquez ya contaba con asentamientos organizados, con el apaciguamiento de los descontentos y con una economía en funcionamiento apoyada en brazos indios. A finales de 1512 y principios de 1513, la situación era propicia para culminar la anexión total de Cuba. Tres direcciones eligió Velázquez en esta proyección final. Al centro iría el grueso de la tropa bajo el comando de Narváez; a la derecha, por mar, un grupo auxiliar; por la izquierda, y también por mar, navegaría el mismo Velázquez, atento a la columna central. Era una auténtica invasión de la parte occidental, arrancando de la oriental. Las tropas de Narváez estaban formadas por unos cien españoles y por cerca de mil indios jamaicanos, haitianos y cubanos. Le acompañaba Bartolomé de Las Casas. Por la región de Cueiba avanzaron sobre Camagüey, castigando duramente a los indígenas en Caonao. El punto final del itinerario fue La Habana (Carenas), tras pasar por Sabaneque. Mientras Narváez alcanzaba Carenas, Velázquez llegaba a Cienfuegos. El bergantín que navegó por el norte, tocando en la costa y sometiendo a los caciques, también fondeó en Carenas. Velázquez ordenó entonces a Narváez que prosiguiese hasta Guaniguanico desde el valle de Trinidad, lugar del encuentro. Narváez volvió a Carenas, tomó hombres y navegó al extremo occidental, recorriendo la región citada y la de Guanacahabiles.

A finales de 1514 se había completado la exploración total de la isla, y las fundaciones de Bayamo, Sancti Spíritus, Trinidad, Puerto Príncipe, La Habana, Baracoa y Santiago de Cuba se alzaban o se alzarían, y comenzaban a servir como centros aglutinantes de pobladores dispuestos a diseminarse por el fértil territorio antillano. Más tarde, Diego Velázquez solicitó ser adelantado del Yucatán, tras recibir excelentes noticias provenientes de Tierra Firme, gracias a las navegaciones de sus oficiales Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva. Pero, como ya veremos después, un tal Hernán Cortés se le anticipó en el proyecto de conquista sobre el gran imperio de los aztecas, moradores de la tierra bautizada por los españoles como Nueva España.

Mientras tanto, una miríada de navíos comenzaba a tocar las costas continentales con la intención de colonizar esa tierra a la vez que se buscaba el ansiado paso terrestre hacia Oriente.

Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del océano Pacífico

La llegada a Tierra Firme de los conquistadores españoles tras su implantación en las Antillas, constituye el segundo gran hito después del propio descubrimiento a cargo del almirante Cristóbal Colón. Desde 1492 hasta principios de la centuria siguiente, numerosas expediciones habían vislumbrado las costas del continente americano. El principal objetivo de estos navíos, amén de la prospección comercial o la cartografía de las nuevas latitudes, consistía en localizar un paso hacia Oriente. Lo que se ignoraba, por el momento, es que lo descubierto era un inmenso continente y que al otro lado del mismo se encontraba un inabarcable océano. El primer español que constató esta realidad fue Vasco Núñez de Balboa. Nacido en Jerez de los Caballeros (Badajoz) en 1475, pertenecía a una familia noble empobrecida por los acontecimientos políticos de la época, lo cual no le impidió formar parte como paje del séquito personal de Pedro de Portocarrero, señor de Moguer y muy vinculado a los viajes colombinos, de los que el joven Núñez de Balboa quedó prendado por las emocionantes noticias que llegaban constantemente desde Indias.

Atraído por ese mundo fantástico del que hablaban los marineros que habían regresado del Caribe, se enroló en 1501 en la expedición de Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa, que zarpó con el propósito de explorar las costas de las actuales Colombia y Panamá. Una vez en las Antillas se estableció en La Española, donde recibió un repartimiento y varios indios, con lo que se convirtió en un simple granjero. Pero su temperamento inquieto y ambicioso no casaba con la vida tranquila de colono. Asimismo, tampoco demostró unas grandes cualidades para los negocios y su hacienda no hacía más que acarrearle terribles pérdidas que no supo afrontar, por lo que a poco de su llegada a la isla era ya un hombre acosado por los acreedores. Cuando en 1509 se organizaron las dos grandes expediciones de Ojeda y Nicuesa para conquistar las costas de Veragua, Balboa no pudo unirse a la empresa a causa de sus numerosas deudas. Sin embargo, su determinación de encontrar una nueva y próspera vida le empujó a merodear los pequeños puertos dominicanos en los que recalaban los buques expedicionarios y en uno de ellos, cuyo capitán era el bachiller Martín Fernández de Enciso —socio de Ojeda—, se embarcó de forma clandestina dispuesto a vivir su mayor aventura.

El ocasional polizón pudo permanecer de esa guisa protegido en el interior de un tonel. Empero, a los pocos días de navegación, su camuflaje fue descubierto por los tripulantes, los cuales, una vez desvelado el suceso al bachiller, se dispusieron sin más preámbulos a organizar para Núñez de Balboa lo que las leyes del mar exigían en estos casos, y eso no era otra cosa, sino dejar al infortunado en una pequeña chalupa abandonado a su suerte en alta mar. No obstante, el destino quiso acudir en salvación del pacense y éste, dado que era verbilocuaz, consiguió convencer a Enciso de que su vida era valiosísima para aquella expedición, y razón no le faltaba, pues conocía las costas por las que iba a transitar el navío español, un hecho que le aupaba de facto a la categoría de distinguido guía en aquella singladura.

El bachiller, previsor ante todo, decidió perdonar al intrépido polizón, dado que en aquellos tiempos lo que realmente escaseaba eran hombres capaces de espigar orografías en aquel maremágnum geográfico. No obstante, la diferencia de caracteres entre el capitán Enciso y Núñez de Balboa no tardaría en evidenciarse como ahora comprobaremos. La misión del bachiller consistía, principalmente, en reunirse con Ojeda y su flota. En lugar de eso se topó con un famélico grupo de supervivientes, capitaneados por Francisco Pizarro, que deambulaban por las costas cercanas al golfo de Cartagena tras haber sufrido varios ataques de indios, tormentas y naufragios. Como ya hemos mencionado, el pequeño grupo esperaba anhelante el regreso de Ojeda, quien, malherido, había marchado a La Española.

Enciso no creyó la increíble narración ofrecida por Pizarro, tomándole por el cabecilla de un motín contra Ojeda. Así que, tras recoger la reducida partida de españoles y ponerles bajo custodia, enfiló la proa de sus naves hacia donde tenía pensado reunirse con su socio. El lugar señalado era un pequeño fortín construido meses antes por Ojeda y Pizarro y bautizado como San Sebastián de Uraba. En el reducto fortificado se instalaron los españoles a la espera de novedades.

Las adversidades comenzaron de inmediato a acumularse, lo que minó en demasía la moral expedicionaria. El inhóspito paraje, el empecinamiento de Enciso por esperar a Ojeda y las narraciones ofrecidas por Balboa —quien gracias a su participación en el viaje de Bastidas decía conocer una tierra de promisión, clima amable y abundantes minas de oro situada en la parte occidental del golfo— terminaron por desesperar a los integrantes de la partida. El problema principal para este desplazamiento propuesto por el extremeño radicaba en que dicha demarcación pertenecía al territorio asignado a Diego de Nicuesa, y Enciso, aparte de no fiarse mucho de Balboa, no estaba dispuesto a penetrar en esa jurisdicción. No obstante, la muerte de varios hombres enfermos y la escasez de provisiones disponibles despojaron al bachiller de cualquier signo de orgullo y, al fin, dio la orden de avanzar hacia el lugar señalado por Núñez de Balboa. Una vez allí descubrieron un pequeño puerto natural habitado por los indios del cacique Cemaco, con los que trabaron un fiero combate hasta conseguir desalojarles de su poblado, que fue ocupado con presteza por los soldados españoles. En ese mismo enclave fundaron en noviembre de 1510 la villa de Santa María de la Antigua del Darién. Enciso se autoproclamó alcalde mayor, dictando una suerte de normas que, a decir verdad, no gustaron entre sus hombres, pues quedó prohibido el comercio con oro, negándose, de paso, a repartir con ellos el botín capturado a los indígenas.

Ante el descontento de la hueste, Balboa se erigió en líder disidente y halló un resquicio legal para minar la autoridad de Enciso, que al encontrarse fuera de su jurisdicción no podía nombrarse a sí mismo alcalde. Conocedor de las leyes, el jerezano solicitó la creación de un cabildo electo para que los ciento ochenta españoles que se encontraban en la villa pudiesen decidir sobre quién debía gobernarles. Como el lector puede presumir, el elegido para ostentar el cargo de alcalde mayor fue Núñez de Balboa, quien así, de humilde polizón, pasó a ser el máximo representante de una ciudad en el Nuevo Mundo. Atrás quedaban las deudas agrícolas, y por delante grandes glorias pendientes de rúbrica.

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