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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (12 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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En todos los estratos de la sociedad la familia y la comunidad eran la base estructural y se regían por un código moral muy riguroso, pues los castigos eran implacables, aunque también se daba gran valor a la poesía y a las flores, con gran sentimiento de ternura. A pesar de su tranquilidad doméstica, el azteca siempre estaba sometido a la obligación de guerrear. Conflictos y revueltas fueron algo característico en los primeros dieciséis años del reinado de Moctezuma, ya que casi todas las provincias sometidas trataron, con más o menos acierto, de deshacerse del duro yugo azteca. Si bien, al emperador poco le preocupaban los asuntos de Estado, siendo cada vez más impopular entre los suyos, pues, al parecer, dedicaba más tiempo a sus menesteres religiosos, dado que él mismo llegó a creerse una semidivinidad. Incluso llevó esta creencia al terreno gastronómico haciendo que le sirvieran treinta platos o más diferentes realizados con pavo, codornices, venados, pichones y liebres. Una comida favorita para él era el pescado fresco, que se conseguía en la costa del Golfo, a unos cuatrocientos kilómetros de distancia, y que era traído por caminantes especiales, que tenían que atravesar las montañas. Hermosas jóvenes le llevaban vasijas con agua para que se lavase las manos entre plato y plato y le colocaban biombos de madera delante, a fin de ocultarle de la vista de los demás mortales mientras comía o bebía en sus cuencos de oro.

Un español, Cervantes de Salazar, dejó escrito:

Ante su propio pueblo, Moctezuma ostentaba una majestad imponente. Con la excepción de unos pocos grandes señores de sangre real, Moctezuma no permitía a nadie que le mirase la cara, o que llevase zapatos, o que se sentara en su presencia. Muy raramente abandonaba su cámara, a no ser para comer; recibía pocos visitantes y se ocupaba de sus negocios a través de los miembros de su consejo. Éstos, incluso, se comunicaban con él a través de intermediarios. En cuanto a los sacrificios en el templo de Huitzilopochtli, donde hacía gala de gran devoción, su camino lo hacía por espacios a él reservados, y quedaba a cierta distancia de la jerarquía, sumiéndose en profunda meditación y sin hablar con nadie.

La religión era el eje supremo de la vida de los aztecas. Entendían el mundo como un ámbito plagado de fuerzas naturales hostiles, cuyo poder podría ser terrible si no se les aplacaba. Sequía, hambre, tormentas y terremotos eran hechos que se guardaban en la memoria colectiva. Las cuarenta divinidades o más que existían en el panteón azteca eran las que se ocupaban de que todos estos fenómenos no se repitiesen y a cambio exigían a los humanos un constante río de sangre y corazones, con los que el mundo sobrenatural méxica se aplacaba momentáneamente. En este contexto religioso el Sol jugaba para los aztecas un papel fundamental. Cuando cada día el astro rey nacía esplendoroso, era el signo fehaciente de que todo iba bien. Cuando se iba a dormir guerreaba contra los elementos de la oscuridad antes de salir nuevamente. Si no ganaba la batalla, supondría la destrucción no sólo de Tenochtitlán, sino también del mundo entero. Por ello los aztecas se empleaban con cuidado en la nutrición de la deidad suprema suministrándole corazones humanos, pues pensaban que en la sangre se encontraba el núcleo de la energía vital que precisaba el Sol para mantener su luminosa actividad. Los aztecas se creían un pueblo escogido con la misión de sustentar la vida en la Tierra. Por tanto, la guerra constituía un hecho inherente a su naturaleza, pues se concebía como sagrada al permitir la captura de enemigos destinados a los sacrificios rituales con los que se alimentaba la voracidad de los dioses. Aunque lo cierto es que además de paliar el hambre en el universo sobrenatural, los aztecas aprovecharon estas razias para su propia expansión política y territorial. En este régimen autoritario dominado por la religión nunca podía existir la paz, pues con ella no habría guerreros ni prisioneros sacrificados, con lo que el Sol se enfurecería y provocaría la destrucción del mundo.

Los aztecas también adoraban a otro dios, Quetzalcóatl —de tez blanca y barba oscura—, una deidad que aborrecía el sacrificio humano y que transmitió a los pobladores méxicas el conocimiento de la agricultura y el arte. Huitzilopochtli y Quetzalcóatl se encontraban perpetuamente inmersos en una lucha titánica de poder por la supremacía en el Universo. Según las tradiciones, Quetzalcóatl sufrió una traición por parte de su enemigo y fue expulsado hacia Oriente por el mar, jurando, eso sí, que volvería en el año Ce Ácatl, para castigar a los impíos aztecas que le habían negado vasallaje. Años Ce Ácatl fueron 1363, 1467 y 1519.

En 1518 tuvieron noticia de la aparición de naves extrañas (expedición de Grijalva) y en los años precedentes el supersticioso Moctezuma se había sentido inquieto por una serie de prodigios que sus sacerdotes, adivinos, magos y otros profetas tenían grandes dificultades en interpretar: en el templo de Huitzilopochtli se produjo un incendio; un hilo de fuego vertical apareció a medianoche; en el Oriente, durante meses, cometas enormes trazaron amenazantes estelas luminosas cruzando los cielos en pleno día; el lago rebasó sus orillas en medio de tormentas de olas, sin que soplara el viento; una mujer se lamentaba todas las noches, sin cesar, con lloros siniestros. Todos estos presagios auguraban, sin duda, una catástrofe y la situación empeoró cuando un día un mensajero llegó desalentado a presencia del emperador diciéndole que había visto «torres o pequeñas montañas» que flotaban sobre las olas del mar, a cierta distancia de la costa del Golfo. Una segunda información aseguraba que de unas moles de madera habían bajado gentes extrañas: «de piel muy clara, mucho más clara que la nuestra; todos tienen barbas largas, y sus cabellos sólo llegan hasta sus orejas».

Apenas los mensajeros de Moctezuma habían cambiado sus saludos con los extranjeros que venían del Oriente, cuando estos últimos parecieron estar dispuestos a abandonar el territorio mexicano, pero con la promesa de volver al año siguiente, lo que sucedería ya en el año 1519, o sea, el año de Ce Ácatl. El enigma de los presagios estaba resuelto. Lo único que le quedaba por hacer al devoto Moctezuma era sentarse y dejar que la lucha de poder omnisciente se desarrollara ante sus ojos. Quetzalcóatl, fiel a su palabra, regresaba para juzgar a los aztecas y en esta ocasión contaba con la inestimable ayuda de un contingente compuesto por singulares personajes —blancos como él— y ávidos de gloria y riquezas.

Los españoles, sin pretenderlo, se convirtieron en árbitros de una situación a la que pensaban sacar el mejor partido. Por suerte para ellos, pusieron pie en tierra vasalla de los aztecas. No es de extrañar, por tanto, que muchos caciques locales acudieran a Hernán Cortés para ofrecer tropas y equipo que participaran en esa particular guerra de liberación. Ésa fue sin duda la clave que permitió realizar la conquista de Nueva España con tan escaso margen de tiempo. Sin la ayuda de la enorme tropa auxiliar aportada por las tribus desafectas al gobierno de Moctezuma, nada hubiese sido posible.

Hacia Tenochtitlán

Mediado el verano de 1519, una heterogénea tropa compuesta por cuatrocientos españoles, dos mil indios aliados, quince caballos y algunos cañones partió rumbo a Tenochtitlán. En principio Cortés, conocedor de su poder militar, no pretendía un enfrentamiento generalizado con los aztecas. Sin embargo, contaba con una ventaja de la que no disponía su enemigo, y era la variada gama de armamento manejado por sus hombres: ballestas, arcabuces y falconetes suplirían con creces la falta evidente de efectivos contra las ondas, jabalinas y mazos de obsidiana que utilizaban los temibles guerreros aztecas y sus cuerpos de élite, con nombres poderosos como Águila o Jaguar.

En Veracruz se dejó una pequeña guarnición de retén. El pequeño ejército, a los pocos días de marcha, llegó a Cempoala, donde se aprovisionó recibiendo incluso el refuerzo de algunos guerreros y porteadores que se sumaron a la expedición. Tras conversar con los jefes de la zona, Cortés decidió atravesar el territorio dominado por Tlaxcala, ciudad que se mantenía libre de los aztecas pero siempre amenazada por éstos. Los tlaxcaltecas eran fieros combatientes que presentaron una tenaz oposición a las tropas españolas; aun así, las tácticas militares y la tenacidad del extremeño acabaron por doblegar el ánimo de los indios, quienes se ofrecieron finalmente como aliados contra los aztecas. El apoyo tlaxcalteca culminaba la política de alianzas emprendida por Hernán Cortés.

Entretanto, Moctezuma seguía sometiendo sus temores al consejo de sabios que le asesoraba; nada parecía detener el avance de los dioses blancos. ¿Qué hacer?

El gobernante azteca decidió, tras múltiples consultas, apostar por el doble juego de ofrecer amistad, mientras se preparaba para la guerra. Cortés, ajeno a esa estrategia, seguía avanzando.

Llegó a Cholula invitado por algunos emisarios de Moctezuma, los cuales le contaron que en el recinto existían enormes templos dedicados a Quetzalcóatl y que sería bueno que él, como dios viviente, contemplara sus representaciones pétreas.

Los indios aliados advirtieron que la visita a Cholula podía ser una encerrona preparada por Moctezuma, dado que se habían detectado algunas tropas aztecas en las cercanías de la sagrada ciudad. A pesar de eso, Hernán Cortés se internó con sus hombres en el recinto para comprobar por sí mismo la veracidad de las sospechas tlaxcaltecas. En efecto, una vez allí, los capitanes españoles percibieron extraños movimientos a cargo de los lugareños y, temiendo la traición, pasaron a cuchillo a todos los jefes, sacerdotes y guerreros de la plaza. El camino a Tenochtitlán quedaba libre de peligros, tan sólo restaban sesenta kilómetros por cubrir.

Los expedicionarios, intuyendo que la empresa no sería fácil, comentaban entre nerviosos e impacientes lo que les podría ocurrir en su camino hacia la riqueza o la muerte. No olvidemos que la hueste de Cortés no era militar, sino aventurera. Los hombres que le acompañaban en su mayoría no pertenecían al ámbito castrense, más bien, formaban parte del linaje de los buscafortunas, es decir, gentes indisciplinadas pero dispuestas a todo con tal de engordar sus bolsas. Además no existían instrucciones claras sobre los propósitos de aquella hazaña, todo dependía del carisma y talento que Cortés tuviera al estimularlos o guiarlos en ese épico acontecimiento; por eso esta gesta es, si cabe, más sorprendente. Gentes de diversa procedencia: militares, clérigos, aventureros, nativos y cronistas, en pos de diferentes objetivos, unificados bajo la bandera personal de un extremeño soñador.

El 1 de noviembre de 1519 la expedición hispano-nativa salía de Cholula con destino a Tenochtitlán. A los quince kilómetros de marcha se toparon con la cadena montañosa dominada por los volcanes Popocatepetl (montaña humeante) e Ixtlacihuatl (mujer blanca). Los pasos a través de esta cordillera se elevaban a más de cinco mil metros de altura. El pequeño contingente, no sin dificultades, logró superarlos y tras el esfuerzo quedaron maravillados por la visión que se ofrecía ante ellos. Desde las alturas contemplaron treinta ciudades que salpicaban todas las direcciones posibles: en el centro la inmensa Tenochtitlán erigida sobre el lago Texcoco, con sus deslumbrantes blancos calados en casas, edificaciones y templos que contrastaban con los azules lacustres. La imagen era maravillosa, llegando a confundir a los atónitos españoles, quienes pensaron que todo era fruto de un espejismo.

Una vez repuestos, bajaron de las montañas para ser recibidos por el mismísimo Moctezuma, quien, avisado por sus espías, había dispuesto una calurosa bienvenida para los extranjeros. Tras conversar amistosamente con las oportunas traducciones de Malinche, el líder azteca invitó al español a entrar en su ciudad. Cortés dispuso a su tropa en cinco filas y ordenó el avance sobre Tenochtitlán con las banderas y estandartes desplegados. La comitiva se distribuyó en varias líneas que parsimoniosamente desfilaban al compás de vigorosos tambores. La vanguardia fue ocupada por Cortés y tres de sus lugartenientes, por detrás el resto de los jinetes con sus lanzas dispuestas, siguiendo a éstos los ballesteros con sus armas cargadas y los arcabuceros en idéntica situación. Cerraban el desfile los nativos aliados que portaban la impedimenta y arrastraban las piezas artilleras.

La imagen de aquel singular ejército sobrecogió a los méxicas que no habían visto nada igual en su vida. Miles de ellos se aglutinaron en las calzadas por las que marchaba ese grupo de aventureros transformados ahora en dioses sobrenaturales. Muchos se arrodillaron ante los españoles, otros escaparon temiendo cualquier reacción inusitada de aquellos desconocidos. Finalmente, Cortés y los suyos se alojaron en el centro de la ciudad, distribuidos en palacios contiguos. Era el 7 de noviembre de 1519 y España ya estaba instalada en el corazón del imperio azteca.

A las pocas horas de su llegada algunas patrullas inspeccionaron los alrededores de su nueva morada. Con horror descubrieron el templo de Huitzilopochtli, lugar sagrado destinado a los sacrificios humanos. En su interior se contabilizaban miles de cráneos, testigos mudos de las sanguinarias costumbres aztecas. Cortés, preocupado por el macabro hallazgo, se reunió con sus capitanes para valorar la situación. En ese momento de incertidumbre no había que descartar nada, ni siquiera ser víctimas de esas horribles costumbres. En consecuencia, se decidió para mayor seguridad de los españoles el apresamiento de Moctezuma a fin de mantener el control de sus súbditos.

El extremeño, en compañía de treinta hombres y de Malinche, se internó en el palacio real de Moctezuma. Éste, sorprendido por lo que estaba ocurriendo, pidió explicaciones por lo que entendía como una agresión a su imagen divina. En lugar de eso, los oficiales hispanos le conminaron a un sometimiento inmediato al cual tuvo que ceder resignado pensando que ése era un mal menor ante el enojo que mostraban los dioses blancos. Con más prisa que pausa, Cortés y el preso se parapetaron en su reducto palaciego.

Para entonces, las noticias sobre la llegada de un nuevo contingente expedicionario a las costas mexicanas provocaban toda suerte de comentarios hostiles hacia los invasores, ya que los nuevos visitantes aseguraban que los que les habían precedido, no eran dioses, sino un grupo de bandoleros desalmados. Por otra parte, la guarnición dejada en Veracruz había sido masacrada por los indios, con lo que caía el mito sobre la inmortalidad de los barbudos blancos. Con estos datos la situación de los españoles acuartelados en Tenochtitlán se tornó francamente difícil. ¿Quiénes serían esos nuevos blancos de los que hablaban los aztecas? Evidentemente la cuestión era fácil de resolver. El gobernador de Cuba, Diego Velázquez, no se había quedado con los brazos cruzados y, tan pronto como pudo, organizó una flota para perseguir y detener al rebelde. En 1520, dieciocho buques con unos mil hombres, decenas de caballos y una fuerte dotación artillera arribaban a las costas mexicanas. El propósito era desmantelar la operación de Cortés, devolviendo el protagonismo de aquel episodio al primero que lo ideó, es decir, a Diego Velázquez. El responsable de la expedición punitiva era Pánfilo de Narváez, hombre presuntuoso y optimista que pensaba, sin recato, en salir triunfante de aquella misión.

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