No era el único que se preguntaba si no serían afortunados los yihadíes que habían muerto rápida y limpiamente en el misterioso laberinto del espacio plegado. Para Quentin, era mucho peor tener que vivir con la conciencia de lo que habían hecho, saber que tenían las manos manchadas de sangre.
Era el precio que tenía que pagar. Tendría que aguantarlo en honor a todas sus víctimas. Y no olvidar jamás.
La gente seguía viéndolo como un héroe, pero a él eso ya no le enorgullecía. Los historiadores recordaban y embellecían prácticamente todo lo que había hecho en su carrera militar.
Pero el verdadero Quentin Butler era poco más que una carcasa vacía, una estatua hueca y endurecida formada por recuerdos, expectativas y espantosas pérdidas. Después de lo que había tenido que hacer, había perdido su corazón y su alma. Sus hijos seguían con sus vidas. Faykan se había casado y tenía familia. Abulurd permanecía soltero. Quizá después de todo Abulurd no tendría descendencia a la que legar el apellido Harkonnen.
Quentin se sentía tan vacío como su mujer, Wandra, que veía pasar un año tras otro en la Ciudad de la Introspección, sola y enajenada. Al menos ella estaba en paz. A veces, cuando la visitaba, Quentin miraba su rostro inexpresivo y hermoso y la envidiaba.
Después de vivir tantas cosas, de tomar tantas decisiones difíciles, el ejército se había acabado para él. Había dirigido demasiados ataques y enviado a demasiados soldados a su muerte, además de todos aquellos cautivos inocentes a los que tendría que haber liberado del yugo de las máquinas. Aunque la muerte también era una forma de liberarse.
Quentin no podía seguir viviendo con aquello. Durante años, después de la Gran Purga, estuvo sirviendo en destinos poco importantes y luego le dio un disgusto a su hijo cuando quiso dimitir de su cargo.
Faykan, que deseaba seguir teniendo a su padre a su lado, le propuso que aceptara un cargo de embajador o representante en el Parlamento.
—No, eso no es para mí —le había dicho Quentin—. A mi edad no me interesa iniciar una nueva carrera.
Pero el Gran Patriarca —que seguía siendo Xander Boro-Ginjo— leyó una declaración que sin duda alguien había escrito por él en la que se negaba a aceptar la dimisión del primero. En vez de eso, se le concedió un merecido permiso, con carácter indefinido. A Quentin no le interesaban las sutilezas lingüísticas; el resultado sería el mismo. Había encontrado una nueva llamada.
Su amigo Porce Bludd, un buen compañero de los felices días en que Quentin era un soldado de bajo rango y trabajaba en la creación de Nueva Starda, le ofreció llevarlo con él en una expedición, un peregrinaje.
En los años transcurridos desde la plaga de Omnius y la Gran Purga, aquel noble filántropo se había obsesionado con la idea de ayudar a otros planetas. En Walgis y Alpha Corvus, dos antiguos planetas de las máquinas, había descubierto a un puñado de supervivientes que vivían en la miseria. Aquella gente estaba desesperadamente necesitada, padecían enfermedades, morían de hambre, y manifestaban diferentes formas de cáncer provocadas por la radiación. Su civilización, la tecnología, las infraestructuras… todo había desaparecido, pero los más fuertes seguían aferrándose a la vida y formando como podían redes de apoyo.
Bludd volvió a la Liga buscando voluntarios, y organizó inmensos transportes aéreos y convoyes de rescate para llevar provisiones a los supervivientes. En los casos más graves, trasladaron a poblaciones enteras a zonas menos contaminadas o a mundos de la Liga más acogedores. Con una población dispersa y mermada a causa de la epidemia, cualquier aporte de nuevos caracteres genéticos era recibido con los brazos abiertos, sobre todo por las hechiceras de Rossak.
Algunos severos políticos insistían en decir que la liberación del yugo de las máquinas era la mejor recompensa para los supervivientes. Quentin lo veía cada vez más claro, los que hacían aquellas declaraciones tan radicales no habían tenido que sacrificar nada.
Bludd, que no tenía ningún interés en la política, se limitó a volver la espalda al Parlamento de la Liga cuando éste se negó a ofrecer compensaciones.
—Donaré las ayudas que considere necesarias —dijo en un anuncio en Zimia—. No me importa si gasto hasta el último centavo de mi fortuna. Esta es la misión para la que he sido llamado.
Aunque buena parte de la increíble fortuna de la familia se había perdido en la revuelta de esclavos que destruyó prácticamente la ciudad de Starda y acabó con la vida del tío abuelo de Bludd, en las arcas de Poritrin seguían entrando enormes cantidades de dinero gracias al floreciente mercado de los escudos personales. Por lo visto en la Liga ahora todo el mundo tenía uno, aunque no existiera la amenaza de un enemigo mecánico.
Cuando se enteró del permiso de Quentin, el noble le buscó.
—No sé si te hará mucha gracia verlos con tus propios ojos —le dijo con una expresión compasiva—, pero pienso ir a todos los planetas destruidos en la Gran Purga. Antiguos Planetas Sincronizados. Las explosiones atómicas destruyeron ecosistemas y acabaron con Omnius, pero hay una posibilidad —sus ojos se iluminaron cuando levantó un dedo—, una pequeña posibilidad de que haya supervivientes. Si es así, debemos encontrarles y ayudarles.
—Sí —dijo Quentin, sintiendo que le quitaban un peso de encima. Le aterraba la idea de ir a aquellos pozos radiactivos donde él había lanzado personalmente las ojivas. Pero si había alguna forma de reparar aunque fuera un poco el daño que había hecho…
El lujoso yate espacial de Bludd tenía muchas más comodidades que las naves de guerra de la Liga, habitaciones, una gran cubierta de carga llena de medicinas y provisiones de emergencia, y un hangar con una nave de reconocimiento para una persona. Quentin no se permitió gozar de las comodidades de la nave, porque no creía merecerlas, pero al final decidió disfrutar del viaje. Había servido en suficientes misiones a lo largo de su carrera, había dedicado cuarenta y dos años de su vida a la Yihad de Serena Butler.
En su largo viaje, Quentin y Bludd se dirigieron a los puntos del mapa que en otro tiempo fueron Planetas Sincronizados y ahora eran pozos de radiactividad. Diecinueve años antes, Quentin había viajado a esos mismos planetas para arrojar una carga mortífera sobre ellos. Esta vez su misión era humanitaria y conmemorativa.
Quentin miró al paisaje desolado de Ularda, la tierra carbonizada, los árboles y las plantas atrofiados que crecían en aquel medio contaminado. La mayoría de los edificios habían caído a causa de las explosiones, pero con los escombros, un puñado de supervivientes había construido pequeñas chabolas y casitas para resguardarse de las temibles tormentas posnucleares que castigaban los llanos.
—¿Crees que es posible acostumbrarse a escenas como esta? —Quentin se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
En su asiento de piloto, Bludd lo miró con los ojos llenos de emoción.
—Esperemos que no. Por el bien de nuestra humanidad, no debemos acostumbrarnos.
Mientras sobrevolaban el planeta, en la superficie vieron gente que trataba de cultivar la tierra con palos y chatarra. Quentin no entendía cómo habían logrado salvarse. La gente levantó la vista… Algunos se pusieron a agitar sus palos y lanzar vítores, otros dejaron caer sus herramientas y corrieron a esconderse, temiendo que aquella extraña nave fuera una avanzadilla de las fuerzas de las máquinas, que volvían para acabar de aniquilarlos.
Las lágrimas empezaron a caer por el rostro del noble.
—Ojalá pudiera subir a todas esas personas a bordo y llevarlas a algún mundo de la Liga. Al menos allí tendrían alguna posibilidad. Con tanta influencia y tanto dinero, tendría que poder salvarlos. —Se enjugó los ojos con la mano—. ¿No te parece, Quentin? ¿Por qué no puedo salvar a todo el mundo?
Quentin se sentía hondamente apenado, y el sentimiento de culpa era como un cáncer que devoraba su cuerpo.
Aunque la radiación afectaba a los sistemas de escaneo de la nave, Bludd localizó tres míseros asentamientos. En total, menos de quinientas personas habían sobrevivido al bombardeo. Quinientas… ¿de cuántos millones?
Y entonces Quentin sintió que su mentalidad de general afloraba. Si quinientos frágiles humanos podían aguantar un holocausto nuclear, ¿qué pasaría si una copia protegida de la supermente había escapado también? Quentin meneó la cabeza. Necesitaba creer que aquellos ataques habían culminado con éxito… porque si quedaba aunque solo fuera una supermente que pudiera extender su presencia por otros planetas, entonces tanta muerte y destrucción no habrían servido de nada.
Apretó los ojos con fuerza mientras Bludd hacía aterrizar la nave en uno de los tres asentamientos. Los dos hombres se pusieron trajes especiales y salieron al encuentro de aquellos despojos humanos que trataban de arañar algo a la tierra en lo que antaño fue un Planeta Sincronizado. Allí solo sobrevivían los más fuertes; la mayoría morían muy jóvenes, y de una forma horrible.
Sorprendentemente, Quentin y Bludd descubrieron que no eran los primeros que llegaban a Ularda después de la Gran Purga. Tras reunirse con los ancianos del poblado —¿ancianos?, ¡el mayor no tendría ni cuarenta años!—, Quentin descubrió que el Culto a Serena había arraigado allí gracias a dos misioneros adiestrados por su nieta Rayna. A pesar de sus dificultades, aquella gente evitaba la tecnología, y veía los ataques atómicos como un castigo para las máquinas pensantes.
En lugares como aquel, donde una población escasísima vivía en durísimas condiciones y ya no tenía nada que sacrificar, era donde más fácilmente arraigaba el fanatismo religioso. El Culto a Serena, que se formó a partir de los martiristas, daba a aquella pobre gente un cabeza de turco tangible, algo en lo que concentrar su ira y su desesperación. El mensaje difundido por los misioneros de Rayna los animaba a destruir todas las máquinas y a no permitir que se volvieran a desarrollar mentes informáticas ni que la humanidad volviera a utilizarlas.
Quentin respetaba su filosofía de enseñar a la gente a vivir mediante su propio esfuerzo y sus recursos. Pero la dureza y la inflexibilidad del mensaje le preocupaba. En veinte años, la cruzada antitecnológica había sido aceptada con fervor incluso en planetas de la Liga que habían sufrido los efectos de la epidemia pero no los ataques nucleares. La gente evitaba a las máquinas en todas sus formas. Pero por lo visto, las naves que estaban al servicio de esta cruzada quedaban exentas.
En aquel pequeño asentamiento de Ularda, los nativos vestían con harapos; el pelo se les caía a mechones de la cabeza. Llagas y excrecencias les marcaban la cara y los brazos.
—Os traemos comida y medicinas, provisiones y herramientas que os harán la vida más fácil —dijo Bludd. Su traje antirradiación crujía cuando se movía. La gente lo miraba, hambrienta, como si de un momento a otro se fueran a abalanzar sobre él—. Volveremos a traer más cosas cuando podamos. Traeremos ayuda de la Liga. Ya habéis demostrado vuestro valor y fortaleza al sobrevivir. A partir de ahora, todo irá mejor, os lo prometo.
Él y Quentin descargaron contenedores de alimentos concentrados, vitaminas, medicinas. Luego bajaron sacos con semillas de alto rendimiento, junto con herramientas para el cultivo de la tierra y fertilizantes.
—Os prometo que las cosas irán mejor —repitió Bludd.
—¿De verdad lo piensas? —le preguntó Quentin cuando volvieron a la nave, cansados y afectados por los horrores que habían visto.
Bludd vaciló, y de nuevo evitó la respuesta más fácil.
—No… no lo creo. Pero ellos tienen que creerlo.
Quizá fuera un viaje simbólico, pero necesitaba ver con sus propios ojos el primer gran campo de batalla contra las máquinas, la cuna de la humanidad. Bludd anunció que quería ir a la Tierra.
—No creo que allí haya supervivientes —dijo Quentin—. Ha pasado demasiado tiempo.
—Lo sé —dijo el lord de Poritrin—. Los dos éramos demasiado jóvenes para esa primera victoria… el inicio de la agotadora Yihad. Aun así, como ser humano, necesito verlo por mí mismo.
Quentin miró a su amigo a los ojos y vio en ellos una profunda necesidad. La misma que él sentía en su corazón.
—Sí, creo que debemos ir al mundo donde se originó el hombre. Quizá podamos aprender algo. O quizá al mirar sus cicatrices encontremos la forma de seguir con nuestra misión.
Pero en la Tierra no había vida.
Mientras navegaban en el yate espacial sobre el paisaje silencioso y cubierto de ampollas, Bludd y Quentin buscaron algún enclave que de alguna forma hubiera logrado escapar al bombardeo. Allí, donde los cimek y Omnius habían eliminado metódicamente todo vestigio de humanidad, la Armada de la Liga dejó caer las suficientes bombas nucleares para destruir totalmente la superficie: no quedaba nadie con vida. Recorrieron varias veces la órbita terrestre, con la esperanza de encontrar algo que contradijera los informes iniciales, pero la Tierra no era más que una enorme cicatriz carbonizada.
Finalmente, Quentin se apartó del puente.
—Vamos a algún otro sitio donde podamos encontrar un rayo de esperanza.
Algunos dicen que es mejor ser rey en el infierno que siervo en el cielo. Una actitud derrotista. Personalmente, mi intención es reinar en todas partes, no solo en el infierno.
G
ENERAL
A
GAMENÓN
,
Nuevas memorias
Había llegado la hora del cambio… en realidad, la hora ya se había pasado hacía mucho. Quizá tenían toda la paciencia del universo, pero diecinueve años era más que suficiente.
Agamenón subió con su enorme forma móvil a lo alto del glaciar azotado por el viento. Una nieve y una brisa abrasivas barrían el terreno irregular, y la luz de las estrellas se reflejaba bajo los cielos amoratados de Hessra. La luz del planetoide helado era tan débil como las perspectivas de los cimek. Hasta la Gran Purga.
Juno subió con dificultad detrás de él, exudando poder y ambición por todo su inmenso cuerpo. Sus patas articuladas subían y bajaban, impulsadas por motores. Los titanes habían vivido tanto tiempo que tendían a olvidar sus objetivos, dejando que los días pasaran. Y ya casi era demasiado tarde.
Él y su compañero amado permanecieron allá arriba, inmunes al frío inhóspito. A su espalda, las torres medio hundidas de la fortaleza de los pensadores parecían un monumento ruinoso a la gloria perdida… a Agamenón le recordaba los excéntricos altares y estatuas que había obligado a sus esclavos a construirle en la Tierra.