La batalla de Corrin (45 page)

Read La batalla de Corrin Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La batalla de Corrin
2.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ishmael quería asegurarse de que ninguno de ellos olvidaba lo que habían sido sus vidas, e insistía en que conservaran sus tradiciones y su independencia para no volver a caer en manos de ningún comerciante de carne. Arrakis no era la tierra prometida que esperaban cuando él los guió hasta allí después de su huida desesperada, es cierto, pero quería que conservaran aquel mundo como fuera.

Sin embargo, los otros lo veían como un viejo obstinado y agrio que prefería las penurias del pasado a las comodidades modernas. Veinte años atrás, la fiebre de la especia había cambiado Arrakis para siempre. Los extraplanetarios ya no se irían, al contrario, seguían llegando más y más. Ishmael sabía que no podía detener aquello y con el corazón encogido comprendió que la visión del Montagusanos era cierta: el comercio con la melange estaba destruyendo el desierto. Ya no parecía haber ningún lugar donde él y su gente pudieran vivir libremente sin que los hostigaran.

En el pasado mes, el naib El’hiim había invitado en otras dos ocasiones a naves mercantes a aterrizar cerca del poblado para cambiar especia por provisiones, y les dio las coordenadas de aquel lugar supuestamente secreto y seguro.

Ishmael soltó un bufido, sumido en sus pensamientos.

—¡No solo dependemos demasiado del comercio con las ciudades, sino que encima somos demasiado vagos para ir hasta allí!

Uno de los ancianos que había junto a él se encogió de hombros.

—¿Y por qué hacer el tedioso viaje hasta Arrakis City si podemos obligar a los extraplanetarios a que hagan ellos el trabajo?

Chamal reprendió al que hablaba por su tono irrespetuoso, pero Ishmael no hizo caso a ninguno de los dos. Frunció el ceño y calló. Sin duda, en la tribu lo consideraban un viejo fósil, demasiado rígido para aceptar el progreso. Pero él era consciente del peligro. Desde el final de la Yihad, la plaga había acabado con la vida de tantos obreros que la esclavitud había vuelto a convertirse en una práctica generalizada y aceptada. Y los comerciantes de carne siempre preferían capturar a budislámicos…

A pesar de su edad, Ishmael seguía teniendo buena vista. Aquella noche, él fue el primero en ver las naves. La senda que las luces marcaban indicaba que no seguían un camino aleatorio… iban directos al poblado zensuní. Instintivamente, Ishmael se sintió inquieto.

—El’hiim, ¿has invitado a más visitantes curiosos e indeseables?

Su hijastro, que estaba conversando con los ancianos, se puso en pie enseguida.

—No, no tenía que venir nadie. —Fue hasta la entrada de la cueva y vio los vehículos aéreos que se acercaban cada vez más deprisa. El rugido de los motores sonaba como una tormenta lejana.

—Entonces debemos prepararnos para lo peor. —Ishmael levantó la voz, con el mismo tono autoritario que cuando había guiado a su gente, hacía tantos años—. ¡Proteged vuestras casas! Los extranjeros están a punto de llegar.

El’hiim suspiró.

—No exageremos, Ishmael. Seguro que hay una razón perfectamente normal…

—O perfectamente peligrosa. Es mejor estar preparado. ¿Y si son esclavistas?

Miró con ira a su hijastro y finalmente este se encogió de hombros.

—Ishmael tiene razón. No hay nada malo en ser precavido.

Los zensuníes se reunieron y empezaron a preparar sus defensas, aunque no parecía que tuvieran mucha prisa.

Las siniestras naves seguían acercándose, acelerando y desacelerando alternativamente. Al llegar a la franja rocosa, unos hombres con uniformes oscuros se asomaron por unas aberturas y abrieron fuego con unas pequeñas armas. Los zensuníes gritaron y corrieron a esconderse en las cuevas.

Los proyectiles impactaban contra los muros, pero uno entró en una cámara por una de las aberturas y provocó un pequeño desprendimiento. Momentos después, las naves aterrizaron en las arenas planas de la base de la muralla rocosa y vomitaron una riada de hombres con uniformes descuidados que se movían como escarabajos sobre una roca muy caliente, sin orden ni concierto. Sin embargo, sus armas eran nuevas.

—¡Esperad, solo son buscadores de especia! —gritó El’hiim—. Hemos intercambiado mercancías con ellos otras veces. ¿Por qué nos atacan?

—Porque quieren todo lo que tenemos —dijo Ishmael.

Las armas seguían disparando y a su alrededor se oían gritos, pequeñas explosiones, instrucciones confusas.

—¿Has estado presumiendo de la cantidad de especia que tenemos almacenada aquí, El’hiim? ¿Les has dicho a esos mercaderes cuánta agua tenemos en nuestras cisternas? ¿Cuántos hombres y mujeres sanos viven aquí?

Su hijastro lo miraba con expresión asustada y preocupada. Tardaba tanto en negar la acusación que Ishmael supo cuál era la respuesta, supo lo que había pasado.

Mientras veían cómo aquellos extraños descargaban su material —correas eléctricas, redes, collares de hierro—, Ishmael comprendió que no eran unos simples buscadores. Gritó horrorizado, con una voz sorprendentemente fuerte.

—¡Comerciantes de carne! Si os capturan, os convertirán en esclavos.

Hasta El’hiim se asustó. Desde luego, estaba claro que aquellos extranjeros habían traicionado su confianza y merecían morir.

Chamal estaba en pie junto a su padre, y gritó a los demás:

—¡Debéis luchar por vuestras vidas, vuestros hogares, vuestro futuro! Que no quede ninguno con vida.

Ishmael la miró con una sonrisa dura.

—Derrotaremos a estos hombres y daremos una lección a otros que quieran venir. Creen que somos blandos. Son unos estúpidos, y se equivocan.

Aunque estaban asustados, los zensuníes contestaron entre gritos. Hombres y mujeres se pusieron a buscar en las cuevas… rifles maula, palos, ganchos para los gusanos, cualquier cosa que pudieran utilizar como arma. Un grupo de ancianos que estaban entre los primeros forajidos de Selim Montagusanos lucían con orgullo dagas cristalinas hechas con dientes de gusanos. Chamal reunió a un grupo de mujeres de mirada fiera, armadas con hojas curvas que ellas mismas habían creado trabajosamente con fragmentos de metal.

Ishmael vio la determinación de sus rostros, y sintió una fe renovada en su corazón. Sacó la daga de cristal que se había ganado cuando aprendió a montar gusanos. Marha también tuvo la suya, pero antes de morir se la había dado a El’hiim. Ishmael se volvió hacia su hijastro y, finalmente, este sacó su arma.

Los supuestos esclavistas empezaron a trepar por los senderos de roca, gritando, resbalando. Estaban demasiado confiados en sus avanzadas armas. Conocían al naib El’hiim, y suponían que los suyos no serían más que un puñado de carroñeros del desierto.

Pero cuando entraron por las aberturas a la ciudad subterránea, encontraron una resistencia que no esperaban. Aullando como chacales, los nómadas del desierto atacaron desde todos los rincones y acorralaron a los esclavistas en salas que no tenían salida. Los extraplanetarios respondieron con sus armas de fuego.

—¡Somos hombres libres! —aulló Ishmael—. ¡No somos esclavos!

Chillando como críos heridos, cuatro de los comerciantes de carne consiguieron huir a trompicones por los senderos y trataron de llegar a sus naves. Pero un puñado de voluntarios zensuníes ya se había separado de los demás y había bajado hasta las naves. Se escondieron en el interior, y a cada hombre que subía le cortaban el cuello.

Cuando todos los supuestos esclavistas hubieron muerto, los zensuníes curaron sus heridas y contaron las bajas: cuatro. Cuando El’hiim se recuperó del susto y la impresión, envió a un grupo de carroñeros a las naves.

—Mirad esas naves. Se las vamos a quitar a los hombres que han querido esclavizarnos. Es lo justo.

Ishmael se plantó junto al naib, con el rostro enrojecido de ira.

—¡Hablas como si se tratara de una transacción comercial, El’hiim! Como si estuvieras comprando y vendiendo cosas como en cualquier viaje a Arrakis City. —Señaló con su dedo retorcido—. Has puesto en peligro nuestras vidas al traer a esos hombres aquí a pesar de mis advertencias y ahora, por desgracia, habéis visto que tenía razón. No estás capacitado para…

El anciano tensó los músculos y medio levantó la mano para golpear a su hijastro en el rostro, pero eso hubiera sido un insulto mortal. El’hiim se habría visto obligado a contestar, a desafiar a Ishmael a un duelo a muerte. Y uno de los dos habría acabado muerto en el suelo de la cueva.

No podía permitir que aquello rompiera la unidad de la tribu, y le había prometido a Marha que velaría por El’hiim, así que se controló. Vio un destello de miedo en el rostro de su hijastro.

—Tenías razón, Ishmael —dijo—. Tendría que haber escuchado tus advertencias.

Apartando la mirada, el anciano meneó la cabeza, y Chamal se acercó para apoyar su mano en su hombro en señal de apoyo. Miró al naib.

—Tú no sabes lo que significa vivir como esclavo, El’hiim. Nosotros arriesgamos la vida para liberarnos de ese yugo y venir hasta aquí.

—No permitiré que vendas nuestra libertad —dijo Ishmael.

Su hijastro parecía demasiado afectado para contestar. Ishmael se dio la vuelta y se fue con paso majestuoso.

—No volverá a pasar —gritó El’hiim a su espalda—. Lo prometo.

Ishmael no hizo nada que indicara que le había oído.

54

La marcha de la humanidad es una sucesión continua de avances y retrocesos, siempre cuesta arriba. Sí, tal vez la adversidad nos hace más fuertes, pero no nos hace más felices.

B
ASHAR SUPREMO
V
ORIAN
A
TREIDES
,
Declaraciones iniciales de la Yihad
(quinta revisión)

Según los antiguos mapas que llevaban, su siguiente destino era Wallach IX. Quentin nunca lo había oído mencionar. Que él supiera, aquel planeta no formaba parte de la historia de la humanidad. Y por lo visto ni siquiera Omnius lo consideraba una parte importante de su Imperio Sincronizado.

Aun así, aquel planeta fue uno de los objetivos de la Gran Purga. Uno de los grupos de combate de la Yihad fue hasta allí y sus escuadrones de bombarderos arrojaron su cargamento de bombas atómicas de impulsos para eliminar a la supermente antes de salir a toda velocidad mientras los destellos y las ondas de choque se extendían por la atmósfera.

En Wallach IX no había apenas indicios de civilización, ni siquiera antes de los ataques: no se veían industrias importantes y los asentamientos parecían pequeños. Antes de que el ejército de la Yihad cayera sobre ellos como un ángel vengador, alguien había llevado a los nativos al límite de la supervivencia.

Pero Wallach IX era el siguiente destino en la misión de Porce Bludd. El lord de Poritrin hizo un rápido reconocimiento a bordo de su yate espacial. A su lado, Quentin estudiaba el paisaje envenenado y cubierto de cicatrices.

—Dudo mucho que encontremos supervivientes.

—Nunca se sabe —dijo Bludd con un optimismo contagioso—. Debemos tener esperanza.

Sobrevolaron las ruinas aplanadas y esqueléticas de los antiguos asentamientos, pero no detectaron señales de vida, ni vieron estructuras reconstruidas, ni indicios de cultivo de la tierra.

—Han pasado casi veinte años —señaló Quentin—. Si alguien hubiera sobrevivido, ya se verían señales ahí abajo.

—Debemos ser concienzudos, por el bien de la humanidad.

En la ciudad con las edificaciones más grandes también encontraron una mayor destrucción. La tierra, las rocas y las estructuras de los edificios se veían ennegrecidas y lisas.

—El nivel de radiación sigue siendo bastante elevado —dijo Quentin.

—Pero no mata de forma inmediata —agregó Bludd.

—No, es verdad.

Sorprendentemente, al final descubrieron indicios de nuevas construcciones, entre ellos, grandes columnas y pesadas arcadas con una inquietante ornamentación.

—¿Por qué una gente que no tiene ni que comer iba a perder el tiempo construyendo monumentos conmemorativos extravagantes? —preguntó Quentin—. ¿Es una forma de presumir?

—He detectado algunas fuentes de energía dispersas. —Los dedos de Bludd se movieron sobre los controles—. Pero hay demasiada radiación para que pueda situarlas con exactitud. Lo sé, tendría que haber invertido en mejorar las prestaciones del yate. Desde luego, no está pensado para labores de reconocimiento.

Quentin se puso en pie.

—¿Por qué no hago un reconocimiento con el pequeño vehículo aéreo? Así podremos cubrir una zona más extensa.

—¿Tienes prisa, amigo mío? Cuando nos vayamos de aquí, lo único que nos espera son más largas semanas en tránsito.

—Estar tan cerca de… de todo esto me inquieta. Si ahí abajo no hay nada, preferiría que hiciéramos lo que hemos venido a hacer cuanto antes y nos fuéramos.

Quentin salió en el pequeño vehículo aéreo, diseñado para breves excursiones sobre la superficie de los planetas. El yate espacial de Bludd tenía demasiadas comodidades: lo único que había que hacer era recostarse en el asiento y dejar que las cosas se hicieran solas. Aquello era mucho más interesante. Era agradable estar en el espacio él solo, reconociendo activamente una zona, controlando la potencia del motor con sus manos. Como cuando dirigió el ataque sobre Parmentier, hacía tanto tiempo…

Entretanto, el lord aterrizó con la nave en una zona devastada cerca de lo que había sido el palacio del gobernador en Wallach IX. Transmitió a la cabina del vehículo de Quentin.

—Voy a ponerme un traje especial y saldré a ver qué descubro sobre esas torres. ¿Quién las habrá construido, y por qué?

—Ten cuidado. —Quentin siguió su reconocimiento, ampliando cada vez más el radio de acción del vehículo. Todos los planetas destruidos se parecían terriblemente: escombros chamuscados, porquería que al fundirse había formado algo parecido a charcos. No se veían árboles, ni hierba, no se apreciaba ningún movimiento. Como en la Tierra. Wallach IX estaba totalmente muerto, era un yermo estéril. Pero ese era el objetivo cuando el ejército de la Yihad atacó. Al menos tampoco había señal de Omnius.

De pronto, la nave recibió el impacto de varios proyectiles que dañaron los motores e hicieron que empezara a girar peligrosamente. Quentin gritó, como si pensara que el comunicador transmitiría sus palabras sin más.

—¡Me están atacando, Porce! ¿Quién…?

Trató de recuperar el control. Otra explosión arrancó un ala del vehículo. Lo único que podía hacer era aguantar. La nave giraba y giraba, y desde la ventanilla de la cabina la imagen cambiaba del suelo chamuscado al cielo continuamente. De pronto, allá abajo vio movimiento, unos grandes objetos mecánicos con cuerpos articulados. ¿Robots de combate? ¿Había logrado sobrevivir Omnius de alguna forma? No, no tenía sentido.

Other books

Wedlock by Wendy Moore
Otis by Scott Hildreth
Lies: A Gone Novel by Michael Grant
Love Me by Rachel Shukert
Project Rainbow by Rod Ellingworth
The Floating Body by Kel Richards
Evidence of Things Seen by Elizabeth Daly