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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (76 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—Podéis reclamar toda la ciudad si queréis —dijo Istian—, pero Chirox no será vuestro.

—¡Muerte a las máquinas! —repitió alguien entre la multitud, e Istian se puso delante del robot, esgrimiendo sus armas.

—Está de nuestra parte. Si sois tan ciegos como para no verlo es que no sois miembros dignos de la raza humana. Ahuyentaré a quien trate de hacerle daño. Y si tengo que hacerlo lo mataré.

Alguien se rió.

—¿Y esperas poder con todos… un maestro de armas y un robot?

—El honor guía mis pasos.

Chirox habló entonces.

—No te sacrifiques por mí, Istian Goss. Te lo prohíbo.

—Esto no es un debate abierto. —Istian levantó su espada de impulsos. No le serviría de gran cosa frente a una chusma de fanáticos, pero haría lo que pudiera—. Es lo que… lo que Jool Noret habría hecho.

Los cultistas seguían acercándose al cuerpo decapitado de Nar Trig, furiosos, con una gran sed de venganza. Aunque sus toscas armas seguramente no servirían contra Chirox, eran tantos que con eso bastaría. Istian sabía que iba a ser un baño de sangre.

—Te defenderé —dijo con firmeza, mirando por encima del hombro al
sensei
mek. Y se volvió con valentía para hacer frente a la chusma furiosa.

—No. Morirás. Mucha de esta gente morirá —dijo el mek—. No puedo permitirlo.

De espaldas al robot, Istian esperó a la marea de gente. Chirox estaba detrás, con todas sus armas desplegadas.

—No, esto debe acabar… acabar…

Dividido entre la necesidad de vigilar a sus atacantes y el impulso de volverse a mirar qué pretendía el
sensei
mek, Istian volvió la vista un momento y vio que estaba paralizado. Chirox había agachado la cabeza ante el cuerpo decapitado de Nar Trig. Tenía los brazos extendidos, cada uno con un arma de metal líquido en el extremo, pero colgaban totalmente inmóviles, inservibles.

—No permitiré… que mueras… por defenderme —dijo el
sensei
mek, con voz cada vez más arrastrada y lenta—. No es… un criterio… razonable. —La voz del robot de combate se interrumpió, engullida por un frío silencio, y las brillantes fibras ópticas de su rostro se apagaron.

Istian se volvió a mirarlo. Después de tantos años formando a maestros de armas, aprendiendo las costumbres de la raza humana, el robot de combate había tomado aquella difícil decisión por sí mismo… por voluntad propia, y eso era algo que no estaba en su programación.

Lleno de dolor y confusión, Istian trató de encontrarle un sentido a aquella tragedia. En sus manos sentía sus armas frías e inútiles como palos. El robot estaba tan muerto como Nar Trig. Los dos se habían sacrificado por sus ideales.

«Quizá —pensó Istian—, también nosotros tenemos mucho que aprender de las máquinas».

—Hoy hemos perdido a dos grandes guerreros… sin un motivo razonable —dijo en voz baja.

No estaba seguro de que alguno de aquellos fanáticos pudiera oírle.

Aquel desenlace inesperado había disipado la furia destructora de la chusma. Parecían desinflados, decepcionados por haberse quedado sin su chivo expiatorio.

Dos hombres se adelantaron, con la intención de machacar el cuerpo desactivado de Chirox, pero Istian lo protegía, con la espada de impulsos en una mano y la daga ceremonial en la otra, con una mirada asesina en los ojos. Los más furiosos entre la multitud le miraron con indignación, vacilaron, y finalmente retrocedieron, porque no querían medirse con un veterano maestro de armas.

La revuelta de Rayna seguía por toda la ciudad y poco a poco los fanáticos se fueron dispersando en busca de nuevos objetivos.

Durante largas horas, Istian permaneció junto a la figura desactivada de Chirox y el cuerpo decapitado de su antiguo amigo. Sí, años atrás, los ataques atómicos habían arrasado las bases de las máquinas pensantes, pero estaba claro que en el corazón de la gente la Yihad estaba muy lejos de haber terminado.

94

No os engañéis, hasta que los últimos vestigios de Omnius sean eliminados, nuestra guerra contra las máquinas pensantes seguirá viva… y también mi determinación.

B
ASHAR SUPREMO
V
ORIAN
A
TREIDES

Tras la muerte de Quentin Butler y la destrucción de Dante, Vor se encontraba solo a bordo del
Viajero Onírico
, perplejo, aturdido. Su mente estaba perdida en un sinfín de recuerdos sofocantes, y dejó que la nave fuera a la deriva.

Admiraba a Quentin lo suficiente para no lamentar el sacrificio que había hecho. Porque, una vez le arrebataron su cuerpo, ¿qué otra cosa podía esperar un gran líder militar? Pero al menos Vor había intentado hacer que el primero comprendiera a su hijo Abulurd, y ahora tenía un mensaje para él y podría contarle lo que su padre había hecho.

Vor volvió a Hessra y aterrizó en las llanuras heladas que había a los pies de la ciudadela oscura y medio enterrada de los pensadores, donde los últimos titanes habían establecido su base. Bajó de la nave, solo; era el único humano en todo el planeta. A pesar de llevar puesto el traje de vuelo, Vor notaba el frío penetrante. El viento ártico silbaba a su alrededor y, allá en lo alto, el cielo estrellado bañaba el paisaje accidentado con un resplandor lechoso.

Cuando se dirigía hacia la ciudadela, vio que lo que Quentin le había explicado sobre el mecanismo de seguridad de Agamenón era cierto. En su recorrido sobre el hielo, encontró siete formas mecánicas que se habían desplomado y yacían como insectos muertos, con sus brazos y sus patas metálicos extendidos en ángulos extraños. Algunos todavía se sacudían. Los contenedores cerebrales se veían de un rojo fangoso, porque en el interior el electrolíquido se había mezclado con el tejido cerebral reventado y la sangre.

Uno de los neos, aferrándose todavía a un hilo de vida, salió de la oscura entrada que había bajo la ciudadela. Iba dando tumbos, y caminaba en círculos, porque solo le funcionaba bien un grupo de patas. Vor permaneció en silencio, observando cómo la máquina avanzaba. Finalmente se desplomó.

—Si supiera cómo prolongar tu agonía, lo haría —dijo y, tras dejar atrás a aquella carcasa que aún se sacudía, entró en la ciudadela.

Allí dentro Vor encontró a dos neos-subordinados, desorientados. Su voluntad de aferrarse a la vida era increíble. Él no apreciaba precisamente a los pensadores, cuya ingenuidad y torpeza habían incitado a Serena a convertirse en mártir, pero aquellos subordinados a los que los cimek habían esclavizado en la forma de neos le daban pena.

—Aún estáis vivos.

—A duras penas —le contestó uno de los monjes neos. Los sonidos que llegaban a través del simulador de voz parecían distorsionados—. Parece… los subordinados… tenemos… un umbral del dolor… más alto.

Vor se quedó con ellos durante horas, hasta que los dos murieron.

Algo parecido sucedería con el puñado de planetas cimek que quedaban en el transcurso del siguiente año, cuando los neos no recibieran la señal que necesitaban para seguir con vida. Vor se preguntó si descubrirían lo que les había pasado a los titanes y serían capaces de encontrar una salida. Seguramente no… el general Agamenón siempre había sido muy concienzudo con esas cosas.

Vor meneó la cabeza con pesar.

—Es increíble los delirios que podemos llegar a tener…

Después de ver lo que necesitaba, sabiendo que todos los cimek iban a morir, volvió al
Viajero Onírico
. Se sentía perdido, como un barco a la deriva en los mares de Caladan. La Yihad había sido su vida y su objetivo durante tanto tiempo… ¿Qué era él sin la Yihad? Se había perdido tanto, tantas vidas… y ahora había matado a su propio padre. Parricidio. Una palabra terrible para un acto terrible. Detestaba haber tenido que hacerlo… aquello, y tantas otras cosas…

A lo largo de su vida, Vorian Atreides había ido dejando una estela de sangre, pero cada tragedia y cada victoria habían sido necesarias por el bien de la humanidad. Su participación había sido fundamental en la caída de las máquinas pensantes… desde la Gran Purga de los Planetas Sincronizados hasta la destrucción de los titanes.

Pero aún no había acabado. Aún quedaba un objetivo.

A su regreso a Salusa Secundus, Vor no envió ningún mensaje celebratorio. No quería ningún reconocimiento ni atenciones, aunque desde luego se aseguraría de que Quentin Butler recibía los honores que merecía.

Aunque había dejado el ejército de la Humanidad y había partido hacía más de dos meses, no tuvo ningún problema para concertar una reunión con el virrey. Solo Abulurd conocía el verdadero motivo de su dimisión, pero ahora todos sabrían que había ido en busca de los cimek. Y que había logrado su objetivo.

En Zimia, cuando se dirigía al edificio del Parlamento, vio los efectos de los disturbios recientes: ventanas tapiadas, los árboles ornamentales de las avenidas ennegrecidos y retorcidos por el fuego, el alabastro de los edificios gubernamentales manchado de hollín. Los incendios se habían apagado, la chusma se había dispersado, pero el daño estaba ahí. Cuando ya llegaba al Parlamento, miró a su alrededor lleno de asombro.

«Yo no he sido el único que ha librado una batalla».

Dentro, muy ocupado recogiendo los pedazos, tranquilizando al populacho convulso y haciendo las suficientes concesiones al movimiento de Rayna para tenerlo mínimamente controlado, el virrey Faykan Butler hizo un descanso entre las aceleradas reuniones del comité para entrevistarse con el bashar supremo.

—Tengo que hablarte sobre tu padre.

Faykan escuchó con sorpresa y alegría la noticia de la muerte de los titanes, y le apenó saber del trágico pero heroico final de su padre.

—Durante años, estuve muy unido a él —dijo, sentado en una postura rígida y formal ante su despacho. Era un político, y había aprendido a controlar sus emociones—. Confieso que cuando me enteré de que seguía con vida pero se había convertido en cimek deseé que hubiera muerto… y por lo visto él también lo deseaba.

Puso rectos un grupo de documentos que esperaban su firma.

—Después de oír lo que me ha dicho… bueno, supongo que es lo mejor que podía pasar. Mi padre vivió y murió guiándose por un mismo lema: los Butler no somos criados de nadie. —Respiró hondo, y su aliento pareció temblar solo un instante. Luego, habló en voz alta, como si quisiera convencerse a sí mismo—. Mi padre jamás habría permitido que los cimek lo convirtieran en su esclavo.

El virrey se aclaró la garganta y volvió a ponerse su máscara de político.

—Gracias, bashar supremo Atreides. Anunciaremos oficialmente la gran noticia del fin de los titanes. Y me complace restituirle formalmente a su rango en el ejército de la Humanidad.

Aunque Abulurd no estaba muy unido a su padre, pareció mucho más afectado por la noticia. Era una persona sensible, y sentía el dolor y las tragedias con todo su corazón. En cambio Faykan había aprendido a protegerse de cualquier respuesta indeseable a los horrores de la guerra o los aspectos más desagradables de la vida.

Abulurd sonrió, y por un momento el dolor desapareció de su rostro.

—Siento un gran pesar por mi padre, señor… pero la verdad es que estaba mucho más preocupado por el riesgo que corría usted.

Vor se tragó el nudo que se le formó en la garganta cuando pensó en lo curiosas que eran las circunstancias: aquel oficial de talento era hijo de Quentin, que jamás lo había valorado… y sus hijos, los hijos de Vor, estaban en Caladan y no querían saber nada de él. Al mirar a Abulurd vio que él era la verdadera razón por la que seguía siendo parte de la Liga.

—Tu padre siempre fue un héroe. La historia lo recordará como merece. Yo me ocuparé de eso.

Abulurd vaciló, inclinó la cabeza.

—Ojalá Xavier hubiera tenido esa oportunidad. Me temo que la comisión no ha hecho ningún avance en su tarea de limpiar su nombre. Y ahora muchos registros históricos han sido destruidos… ¿cómo vamos a demostrar la verdad? ¿O cree que así será más fácil?

Vor se puso derecho.

—Hemos dejado pasar demasiado tiempo sin limpiar la mancha que ensucia injustamente el nombre de Harkonnen. Ahora que he derrotado a los titanes, creo que podré obligarles a emitir una resolución.

Abulurd pareció flaquear por el alivio.

—Pero primero —dijo Vor con voz férrea—, aún me queda una cosa que hacer. En nuestro historial sigue quedando una gran mancha estratégica. Creo que, si pone el suficiente empeño, el ejército de la Humanidad podría triunfar allí donde en el pasado fracasó. Y si no aprovechamos la oportunidad ahora, me temo que la Liga nunca lo hará.

Abulurd le miró pestañeando.

—¿Qué quiere hacer, bashar supremo?

—Quiero ir a Corrin… y destruirlo.

Abulurd echó la cabeza hacia atrás con sorpresa.

—Pero ya sabe la cantidad de naves defensivas que las máquinas tienen en órbita. Jamás lograremos pasar.

—Sí que podemos… siempre y cuando llevemos un ejército bastante grande y golpeemos con la suficiente fuerza. El sacrificio será grande, en naves y en vidas. Pero quizá esta sea nuestra última oportunidad. Si las máquinas logran escapar y proliferan, volveríamos al mismo sitio donde estábamos hace un siglo. Y no podemos permitirlo.

Abulurd hizo una mueca.

—¿Y cómo piensa convencer al Parlamento? ¿Cree que habrá soldados que todavía quieran morir ante una amenaza tan poco clara? Nadie parece considerarlo un peligro, ni siquiera después de lo de las pirañas mecánicas. Han perdido la decisión.

—Llevo años escuchando sus excusas, pero esta vez haré que lo entiendan —dijo Vor—. He eliminado a los titanes y los cimek, y comprendo la amenaza de las máquinas mejor que ningún hombre vivo. No descansaré hasta que la humanidad libre esté a salvo. Nuestra mejor baza sería lanzar un ataque a gran escala. Tengo que terminar el trabajo. No subestimes mi capacidad de persuasión en algo que para mí es tan importante.

Durante un buen rato los dos caminaron en silencio, y entonces Abulurd dijo:

—¿Cuándo se ha convertido en un halcón, bashar supremo? Antes basaba sus acciones en trucos y engaños, ¡y ahora propone un golpe militar en toda regla! Me recuerda…

—¿Te recuerda a Xavier? —Vor sonrió—. Aunque tal vez nunca estuvimos de acuerdo cuando él vivía, he visto que mi viejo amigo tenía razón. Sí, me he convertido en un halcón. —Apoyó la mano en el hombro de Abulurd—. A partir de ahora el halcón será mi símbolo. Y siempre me recordará cuál es mi deber.

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