La biblioteca perdida (42 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La biblioteca perdida
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La Biblioteca de Alejandría está en todas partes. Estoy convencido de que si el Custodio siguiera con vida, podría acceder a ella desde aquí mismo, en este edificio, en la oficina. Pero ¿cómo lo haría? Eso no lo sé, así de simple. La forma de acceso es lo que usted debe averiguar, doctora Wess.

Cuando cerró el archivo y retiró el deuvedé del lector, Emily reparó en el hecho de que en los últimos cuatro días dos grandes hombres habían pasado sus últimas horas preparando un testamento que le confiaban a ella, y los deseos de los difuntos estaban dando forma a su vida. La sensación de formar parte de algo grande y noble resultó mucho más tangible.

Ahora Emily se hallaba sentada y apretujada en el asiento de una modesta línea aérea. En la penumbra de los primeros momentos de la alborada contemplaba con aire ausente por la ventanilla las montañas de Europa occidental, que pasaban sin cesar por debajo del avión. «La forma de acceso». Qué sencillo parecía. Pero no era nada fácil de resolver, y ella lo sabía. Su sorpresa ante las últimas revelaciones disminuyó conforme empezó a darle vueltas. ¿Por qué le impresionaba tanto la nueva de que la biblioteca se hubiera actualizado para estar a la altura del mundo? En su día, la biblioteca de los Ptolomeos también fue una institución muy novedosa. Nunca antes se había concebido la existencia de un almacén de conocimientos, ni mucho menos se había llevado a cabo. Nunca antes un personal especializado y centralizado se había dispersado por el imperio y el resto del mundo conocido con el fin de reunir documentos para una base de datos conjunta de toda la sabiduría humana y emplearla de forma sistemática para propiciar el avance del ser humano. ¿Era tan sorprendente que la biblioteca, a medida que iba creciendo, hubiera adoptado nuevos mecanismos para conseguir su objetivo de estar en la vanguardia de la industria más nueva y creativa?

Poco a poco fue cobrando una confianza renovada. Había escapado a la muerte y ahora sabía qué andaba buscando, sin subterfugios. Arno Holmstrand había dispuesto una serie de pruebas con un propósito: conducirla en el lapso de cuatro días a ese estadio de entendimiento y conocimientos. Emily se hallaba persuadida de que iban a proporcionarle la información necesaria para que localizase lo que tuviera que encontrar. El viejo profesor le había preparado una larga lista de caminos hacia el éxito.

«Lista». Esa palabra le llevó a recordar algo que no encajaba con facilidad en el esquema general de las cosas. «La lista de nombres. La lista estaba distribuida en dos grupos. Me mandaron cada una en un mensaje de texto». Se acordó entonces de la revelación de Antoun: esos hombres formaban parte del complot del Consejo para obtener un mayor poder en el seno del Gobierno norteamericano. En los últimos tres días había visto los telediarios lo bastante como para saber que la actual administración estaba a punto de caer. Fuera cual fuera su naturaleza, el complot estaba en marcha.

«Las dos listas». Emily recordó un detalle de cuando sufrió el ataque en las calles de Estambul. El hombre que le había arrebatado el móvil se lo entregó a su compañero con una instrucción concreta acerca de los mensajes con las listas de nombres. «Se la enviaron en dos mensajes. La clave está en el segundo. Ese es el que contiene la lista con los nombres de nuestra gente».

«Nuestra gente». Eso era. Athanasius le había explicado que los primeros nombres eran los de personas ejecutadas como parte de la trama para echar al presidente Tratham de la Casa Blanca. Ella había supuesto que la segunda lista contenía los nombres que deseaban promocionar, personas manipulables para favorecer los intereses del Consejo. Pero las palabras del agresor habían sido muy concretas: «Los nombres de nuestra gente». La segunda lista no estaba formada por personas a las que influir y manipular, era la lista de los nombres del Consejo, la lista de sus miembros, que iban a ocupar nuevos puestos de poder en cuanto cayera el actual presidente.

A Emily se le puso carne de gallina. Apenas era capaz de concebir hasta dónde llegaban los poderes del Consejo ni tampoco su capacidad para la traición. Conocía muy bien a los integrantes de la lista. Cualquier norteamericano conocía a la perfección esos nombres. Eran nombres famosos en todo el mundo. El ingenio de la trama del Consejo estaba parejo a lo lejos que había llegado ya su poder. Habían creado un vacío de poder en lo más alto del sistema político norteamericano, tal y como había predicho Athanasius, pero no lo habían hecho con la expectativa de cubrir el hueco con hombres sobre quienes tenían influencia. Esos hombres ya se hallaban allí. Ahora simplemente iban a promocionarlos. Y el vicepresidente era solo el primero de la lista.

Había que detener a esos hombres. Había que detener al Consejo. Emily debía encontrar el modo de lograrlo, por muy inquietante que fuera la tarea. Pronto aterrizaría en Inglaterra y regresaría a Oxford. Una vez allí, daría los últimos pasos para localizar su objetivo. Descubriría qué significaba eso de que la biblioteca se había convertido en una red. Y encontraría la forma de acceder a ella.

105

Oxford, 4 a.m. GMT

Hora y media después de que su vuelo hubiera aterrizado en Heathrow, Emily se bajó de un taxi en un barrio residencial y se metió en una cabina telefónica roja de British Telecom. Había quitado la batería del móvil que había comprado en Turquía. Luego, lo había destrozado y lo había abandonado en Egipto. El Consejo tenía otras formas de seguirle los pasos, era lo más probable, pero ella había resuelto hacer todo cuanto estuviera en su mano para ponérselo difícil.

Metió en la ranura una moneda de cincuenta peniques y marcó los seis dígitos del teléfono de Wexler, que se sabía de memoria. El anciano profesor debía de estar dormido a las cuatro de la mañana, pero al menos eso le daba cierta seguridad de poder encontrarle en casa. Y Peter le disculparía lo intempestivo de la hora cuando oyera lo que tenía que decirle.

—¿Qué…? ¡Demonios, quién llama a estas horas de la madrugada! —farfulló el profesor sin el menor atisbo de amabilidad en sus palabras.

—Profesor Wexler, soy Emily Wess.

El oxoniense se despertó de golpe.

—¡Doctora Wess, querida! ¿Desde dónde llama? ¿Ha hecho usted algún descubrimiento?

—Probablemente más de lo que cabría imaginar. Y eso es lo que me impide decirle desde dónde le llamo.

Wexler se había incorporado en la cama y buscaba a tientas el interruptor de la lámpara de la mesita.

—¡Eso es maravilloso, Emily!

—Y más grande que un descubrimiento histórico —continuó la joven. A continuación, le hizo una somera exposición sobre la existencia del Consejo y su papel en la situación política norteamericana—. En cuanto a los involucrados… Ni siquiera puedo decirle lo mucho que se han infiltrado en Washington. ¡Es terrible! —Y acto seguido le soltó una lista de los nombres clave que figuraban en la segunda parte de la lista.

—¡Dios mío, Emily! Esto ha de hacerse público, y enseguida además. No se ha anunciado nada, pero todos los periódicos están a la espera de que hoy suceda algo gordo en Washington. Nadie sabe exactamente qué ni cómo, pero si hay que hacer caso a la rumorología, su presidente no estará en el cargo a la hora de cenar.

«La carrera no hace más que animarse», pensó ella en su fuero interno. La escalada de acontecimientos en Washington solo le confirmaba que debía hallar alguna conexión concreta, alguna prueba firme y sólida que se pudiera hacer pública. Y ella sabía dónde podía encontrarla.

Emily colgó el teléfono al cabo de un minuto, después de haber acordado con Wexler que hablarían de nuevo al final del día, y anduvo por la calle con suma cautela.

Aunque Antoun le había hablado de la conspiración con detalle, ella sabía que solo había un lugar donde podía conocer todos los pormenores: la Biblioteca de Alejandría. En ella estaría la información sobre las personas involucradas, el propio complot y probablemente muchos otros detalles útiles.

La información que ella necesitaba estaba guardada en esa bóveda. Emily comentó ese descubrimiento para sí misma: «Así que todo se centra otra vez en la biblioteca. He de hallar una forma de acceder, y pronto. Tal vez dentro de unas horas sea demasiado tarde».

Y avivó el paso.

106

Oxford, 5 a.m. GMT

El Secretario estaba sentado en el antiguo escritorio de una casita situada al norte de Oxford. Era la base del equipo de Amigos en el centro de Inglaterra. Permanecía en silencio delante de un portátil abierto, un vaso de whisky medio vacío y varias listas suministradas por sus hombres. Se obligó a respirar con el único fin de mantener calmado el mal humor.

El día anterior su ira había sido casi incontenible. La visión de la bóveda de la biblioteca despojada de todo su valioso contenido, yerma en su vasta catacumba, se había convertido de repente en algo tan oscuro como la habitación donde ahora se encontraba. Todo aquello por lo que había luchado, trabajado y peleado estaba ahí, al alcance de la mano, y ahora se le escapaba de entre los dedos. Le habían conducido hasta allí con una crueldad intolerable, habían preparado su llegada con anticipación. Pasajes secretos, corredores oscuros, vetustas puertas de madera, inscripciones en latín, todo lo que antes le había cautivado se había convertido en un ataque malicioso contra su valía, su liderazgo y su propia vida en cuanto vio aquel subterráneo vacío.

Apuró un largo sorbo del vaso y volvió a rechinar los dientes incluso antes de que el licor hubiera terminado de pasar hacia la garganta. Por lo general, no bebía por las mañanas, pero no había pegado ojo en toda la velada y la distinción ente el día y la noche parecía importar poco ahora.

La evocación de aquel momento resultaba irritante. Ewan la había emprendido contra todo. Había volcado mesas y había derribado algunas de aquellas viejas estanterías de madera. Había llegado incluso a azotar y golpear a su hijo, como si fuera el culpable de aquel fracaso. Jason había soportado los golpes de su progenitor sin rechistar, ya que mientras que el fracaso había enrabietado al padre, había aturdido al hijo. Jason se había quedado mirando con aire ausente la cámara vacía. Su decepción se había disparado hasta convertirse en una fría amargura que le roía por dentro.

Ahora, en las primeras horas de la mañana siguiente, la ira del Secretario se había convertido en concentración y determinación. Por mucho que aquella imagen marcase el fracaso estrepitoso del trabajo de toda una vida, se daba cuenta de que, en realidad, solo señalaba otro estadio en el puzle, y ese juego había sido la tarea del Consejo desde siempre. Había esperado resolver por fin el enigma y ganar la partida, pero ahora estaba claro que esta iba a prolongarse un poco más. Además, faltaban unas pocas horas para que se hubiera completado la misión de Washington. El arresto del presidente tendría lugar a las diez de la mañana, hora local, que serían las tres de la tarde en Inglaterra. Ewan miró el reloj del escritorio. Dentro de diez horas controlaría el Gobierno más poderoso de la tierra, tuviera o no en su poder la Biblioteca de Alejandría. Su cometido en aquel momento era concentrarse en el trabajo como líder del Consejo mientras preparaban el ascenso al poder y daban los pasos necesarios para transformar el fracaso del día anterior en algo productivo y provechoso.

La irrupción de su hijo en la estancia interrumpió el ensueño del Secretario.

—Hay noticias, señor. —El Amigo se quedó cerca de la puerta, con formalidad en el gesto y un ojo hinchado como consecuencia de uno de los puñetazos de su padre.

—¿Qué noticias?

—La doctora ha efectuado una llamada nada más aterrizar —informó, y calló, esperando un ataque de cólera por parte de su padre.

Emily Wess había conseguido liberarse antes de que llegara el equipo de Estambul para ejecutarla. El Consejo estaba al corriente de que había realizado un segundo viaje a Alejandría, donde, sin lugar a dudas, se había enterado de la eliminación de Antoun. Luego, había volado de regreso al Reino Unido. Los registros de pasajeros mostraban que había llegado a Heathrow en un vuelo nocturno, pero la norteamericana había hecho un buen trabajo a la hora de reducir el número de medios gracias a los cuales podían rastrearle los pasos. Había dejado de usar las tarjetas bancarias después de retirar una nutrida suma de efectivo en Egipto y la señal de su nuevo móvil jamás había emitido fuera del continente africano.

«No está nada mal para tratarse de una aficionada —admitió Ewan para sus adentros—. Incluso ha conseguido mantener a su prometido lejos de nosotros». Los Amigos no habían sido capaces de localizar a Michael Torrance desde que ella le llamara desde Estambul. Al parecer, le había pedido que se escondiera y dos hombres del Secretario no habían dejado de buscarle desde entonces. Él sabía que acabarían por encontrar a Torrance. Empero, lamentaba que su decisión de mantenerla con vida hasta haber asesinado a Antoun le hubiera concedido esa nueva oportunidad.

—¿A quién llamó? —inquirió el Secretario.

—Telefoneó a Peter Wexler desde una cabina pública en Oxford.

—Así pues…, está aquí… —musitó Ewan.

—La conversación fue… detallada —continuó el Amigo—. Le habló a Wexler sobre lo de la lista y le relató también lo de la misión en Washington. Se lo había contado Antoun…

—¿Antoun? —le interrumpió el Secretario—. Creía que habíamos solucionado esa filtración ayer.

Jason se puso más colorado que el púrpura del moratón de su ojo hinchado.

—Nuestros hombres llevaron a cabo la ejecución, tal y como ordenó, pero… parece evidente que hicieron algo mal. Seguía vivo cuando ella volvió a su despacho, y tenía vida suficiente para contarle algo importante a la doctora, a ella y a nosotros.

Ewan luchó para controlar un nuevo estallido de ira. Sus hombres habían fallado en una tarea bien sencilla. Iban a pagarlo muy caro.

—¡Maldita sea! —tronó el Secretario—. Esa mujer no va a interponerse más en mi camino. —Golpeó el escritorio con las manazas y se levantó de la silla. Miró a su hijo con los ojos inyectados en odio y le señaló con un dedo mientras le ordenaba—: Localiza ahora mismo a Emily Wess. Quiero muerta a esa zorra. Me da igual si a lo mejor un día podría conducirnos hasta la biblioteca. Tú encuéntrala y métele dos balas en la cabeza, y no la pierdas de vista hasta que haya muerto. Más te vale que no respire cuando te vayas de su lado.

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