La cabaña del tío Tom (17 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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Tom le aseguró a Haley que no tenía ninguna intención de escaparse en ese momento. De hecho, parecía una advertencia algo superflua para un hombre que llevaba un gran par de grilletes de hierro en los pies. Pero el señor Haley acostumbraba a iniciar sus relaciones con su mercancía con pequeñas recomendaciones de este estilo, calculadas, creía, a inspirar confianza y buen humor y a evitar la necesidad de escenas desagradables.

Y aquí nos despedimos, de momento, de Tom, para seguir la fortuna de otros personajes de nuestra historia.

Capítulo XI

En el que la mercancía humana adopta un estado de ánimo poco recomendable

A finales de una tarde lluviosa, un viajero se apeó en la puerta de un pequeño hotel rural de la aldea de Nen, Kentucky. Un grupo variopinto se hallaba reunido en el bar, llevado por las inclemencias del tiempo a buscar refugio, y el lugar presentaba el aspecto habitual de tales reuniones. Lo más característico del cuadro eran los ciudadanos de Kentucky grandotes y huesudos, vestidos con camisas de caza, que arrastraban sus extremidades desgarbadas por la mayor parte de la sala con los andares perezosos típicos de la zona; sus rifles, junto con las bolsas de perdigones, los zurrones, los perros de caza y los pequeños negros, estaban apilados en los rincones. A cada extremo de la chimenea, estaba sentado un caballero de largas piernas, la silla inclinada hacia atrás, el sombrero en la cabeza y los tacones de las botas embarradas apoyadas en la repisa, postura, queremos informar a nuestros lectores, que favorecía mucho la inclinación a la reflexión inherente a las tabernas del oeste, donde los viajeros dan muestras de una clara preferencia por esta forma particular de elevar sus pensamientos.

El posadero, que estaba detrás de la barra, como la mayoría de sus paisanos, era alto de estatura, bondadoso de corazón y desgarbado de articulaciones, con una tremenda mata de pelo en la cabeza y un sombrero de copa en lo alto.

De hecho, todos los presentes llevaban en la cabeza este emblema característico de la soberanía del hombre: ya fuera sombrero de fieltro, jipijapa, grasienta piel de castor o elegante chistera, allí estaba con verdadera independencia republicana. Realmente parecía ser la marca distintiva de cada individuo. Algunos los llevaban inclinados gallardamente: éstos eran los humoristas, unos tipos campechanos y tranquilos; otros los llevaban encasquetados hasta la nariz: éstos eran los tipos duros, los hombres de verdad, que, cuando llevaban sombrero, era porque querían; había quienes los llevaban echados hacia atrás: eran hombres despiertos, que querían tener un buen panorama; mientras que los descuidados, que no sabían cómo llevaban el sombrero ni les importaba, los llevaban puestos de cualquier forma. A decir verdad, los diferentes sombreros eran todo un estudio shakespeariano.

Algunos negros, con pantalones poco formales y camisas algo escasas, correteaban de un lado a otro sin ningún resultado aparente aparte de la expresión de un deseo genérico de mover cielo y tierra en bien del amo y sus huéspedes. Si sumamos a este cuadro un alegre fuego chisporroteante que ardía en una amplia chimenea, las puertas y las ventanas abiertas de par en par, las cortinas de percal ondulando y chasqueando con la brisa de aire húmedo y frío, tenemos una idea de lo que son las alegrías de una taberna de Kentucky.

El hombre de Kentucky de hoy es una buena ilustración de la doctrina de la transmisión de instintos y rasgos. Sus antepasados eran grandes cazadores, hombres que vivían en el bosque y dormían bajo el cielo abierto, iluminados por la luz de las estrellas; y el descendiente de hoy actúa siempre como si las casas fueran un campamento: a todas horas tiene el sombrero puesto, se mueve dando tumbos y apoya los talones en las mesas y las repisas igual que su padre se volcaba por el verde césped y ponía los pies sobre los árboles y los troncos; mantiene ventanas y puertas abiertas en invierno y en verano, para poder llenarse de aire los grandes pulmones, llama a todo el mundo «forastero» con imperturbable afabilidad y en general es el ser más franco, tranquilo y jovial de todos los vivientes.

En una tranquila concurrencia de este tipo vino a caer nuestro viajero. Era un hombre bajo y fornido, cuidadosamente vestido, con un rostro redondo y bonachón y algo tiquis miquis en su aspecto. Prestaba una atención especial a su valija y su paraguas, que llevaba en la mano, resistiéndose a los ofrecimientos de los sirvientes de cogérselos. Miró alrededor del bar con un aire algo ansioso, se retiró al rincón más cálido con sus tesoros, que depositó bajo su silla, se sentó y dirigió la vista con bastante aprensión al dignatario cuyos talones marcaban un extremo de la repisa de la chimenea y que escupía a diestro y siniestro con un ahínco y una energía un poco alarmantes para un caballero de nervios delicados y costumbres urbanas.

—¡Hola, forastero! ¿Cómo le va? —dijo dicho caballero, lanzando un chorro de jugo de tabaco en dirección al recién llegado a modo de saludo.

—Bien, supongo —fue la respuesta del otro, a la vez que esquivaba, algo alarmado, la amenaza del saludo.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó su interlocutor, sacando del bolsillo una tira de tabaco y un gran cuchillo de caza.

—Nada, que yo sepa —dijo el hombre.

—¿Quiere mascar? —dijo el primero, ofreciéndole un pedazo de tabaco al anciano con aire fraternal.

—No, gracias, no me sienta bien —dijo el hombrecillo, alejándose.

—¿No, eh? —dijo el otro tranquilamente, introduciendo el trozo en su propia boca para mantener las existencias de jugo de tabaco en beneficio de la sociedad en general.

El caballero mayor daba un pequeño salto cada vez que su hermano zanquilargo disparaba en su dirección; como su compañero se dio cuenta de esto, dirigió amablemente su artillería hacia otro lado, poniéndose a bombardear los utensilios para el hogar con suficiente talento militar como para asediar una ciudad.

—¿Qué es eso? —pregunto el caballero anciano señalando un grupo de la compañía que formaba un grupo alrededor de un gran cartel.

—¡El anuncio de un negro! —contestó escuetamente uno del grupo.

El señor Wilson, pues así se llamaba el anciano caballero, se levantó y, ajustando cuidadosamente la valija y el paraguas, procedió a sacar las gafas y colocárselas en la nariz; después de realizada esta operación, leyó lo siguiente:

Escapado del que suscribe, el mulato George. Este George, seis pies de altura, mulato muy claro, cabello castaño rizado: es muy inteligente, habla bien, sabe leer y escribir; probablemente se haga pasar por blanco; tiene grandes cicatrices en la espalda y los hombros; está marcado con la letra H en la mano derecha.

Daré cuatrocientos dólares por el vivo y la misma cantidad por una prueba fehaciente de su muerte.

El anciano caballero leyó este anuncio de cabo a rabo en voz queda, como si lo estuviera memorizando.

El veterano zanquilargo, que había estado bombardeando los útiles del fuego como ya hemos relatado, bajó las piernas desgarbadas e, irguiendo su cuerpo larguirucho, se aproximó al anuncio y escupió con mucha deliberación una gran descarga de jugo de tabaco hacia él.

—Eso es lo que yo opino de esto —dijo escuetamente y volvió a sentarse.

—¡Vaya, forastero! ¿Por qué ha hecho eso? preguntó el posadero.

—Haría lo mismo al que escribió ese papel, si estuviese aquí —dijo el hombre alto, ocupándose nuevamente en cortar tabaco—. Cualquier hombre que es dueño de un muchacho así y no sabe tratarlo mejor, merece perderlo. Estos anuncios son una vergüenza para Kentucky; esa es mi opinión sin tapujos, si alguien quiere saberlo.

—Bueno, pues, tiene usted razón —dijo el posadero, apuntando algo en su libro.

—Yo tengo una cuadrilla de muchachos, señor —dijo el hombre largo, volviendo a su ataque contra los útiles del fuego— y sólo les digo: «Muchachos», digo, «¡corred!, ¡largaos cuando queráis! ¡Yo no iré a buscaros!». Así mantengo a los míos. Si saben que son libres de irse cuando quieran, pierden las ganas. Además, tengo registrados los papeles de libertad de todos ellos por si me caigo muerto cualquier día, y ellos lo saben, y le digo, forastero, que no hay un hombre en estas partes que saque más a sus negros que yo. Pues mis muchachos han ido a Cincinnati con potros por valor de quinientos dólares, y han vuelto, honrados, a traerme el dinero, una y otra vez. Es lógico que sea así. Si los tratas como perros, conseguirás que trabajen y se comporten como perros. Trátalos como hombres, y conseguirás que trabajen como hombres y el honrado ganadero rubricó calurosamente este sentimiento piadoso disparando un
feu de joie
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perfecto al hogar.

—Creo que tiene usted toda la razón, amigo —dijo el señor Wilson—; y el hombre descrito aquí es un buen ejemplar, de eso no hay duda. Trabajó para mi una docena de años en mi fábrica de bolsas, y era mi mejor trabajador, señor. Es un hombre ingenioso, también: inventó una máquina para limpiar el cáñamo, un ingenio de gran valor, que ya utilizan en varias fábricas. Su amo posee la patente.

—Ya lo creo —dijo el ganadero—, la posee y le saca dinero, y, como pago, va y le marca al muchacho en la mano derecha. Si yo tuviera ocasión, lo marcaría a él, de manera que llevara una temporada la marca.

—Estos sabihondos siempre dan guerra —dijo un hombre de aspecto basto al otro lado de la habitación—, por eso los zurran y los marcan con hierro. Si se comportasen, no les pasaría nada.

—Es decir, que el Señor les hizo hombres y es una tarea difícil convertirlos en bestias —dijo con ironía el ganadero.

—Los negros inteligentes no son una ventaja para sus amos —prosiguió el otro, atrincherándose en su burda estupidez inconsciente para defenderse del desprecio de su contrincante—; ¿para qué sirven los talentos y todas esas cosas, si no las puedes usar tú mismo? Porque ellos sólo los usan para engañarte. Yo he tenido a uno o dos tipos así y los vendí río abajo. Sabía que los iba a perder tarde o temprano, si no lo hacía.

—Debería encargarle al Señor que le fabrique unos cuantos sin alma —dijo el ganadero.

En este punto, la llegada de un coche ligero de un solo caballo a la posada interrumpió la conversación. Tenía un aspecto refinado y un hombre caballeroso y bien vestido estaba sentado en el pescante con un sirviente negro que conducía.

Todos los reunidos contemplaron al recién llegado con el interés con el que cualquier grupo de holgazanes contempla a todo recién llegado en un día de lluvia. Era muy alto, con la tez cetrina como de un español, unos bonitos ojos expresivos y un cabellos muy rizado, negro también. Su nariz aguileña bien dibujada, sus finos labios y el bien formado contorno de su cuerpo impresionaron enseguida a todos los presentes con una sensación de algo fuera de lo común. Se introdujo tranquilamente entre los reunidos, con un movimiento de cabeza, indicó al mozo dónde colocar su baúl, hizo una reverencia a la compañía y se acercó despacio, sombrero en mano, al mostrador, donde dijo llamarse Henry Buder, de Oaklands, del condado de Shelby. Se volvió indiferente hacia el anuncio y, acercándose pausadamente, lo leyó de arriba a abajo.

Jim —dijo a su hombre— me parece que vimos a un hombre parecido cerca de la casa de Beman, ¿verdad?

—Sí, amo —dijo Jim—, aunque no estoy seguro de lo de la mano.

—Claro, pero por supuesto no miré —dijo el forastero, bostezando despreocupado. Después se aproximó al posadero y le pidió que le proporcionase una habitación privada, pues tenía que atender a unos papeles inmediatamente.

El posadero se deshacía en atenciones y pronto un equipo de unos siete negros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, se revoloteaba como una nidada de perdices, corriendo, trajinando y pisándose los talones en su afán de preparar el cuarto del amo, mientras él se sentó en el centro de la habitación e inició una conversación con el hombre que se encontraba a su lado.

El fabricante, señor Wilson, miraba al forastero desde que entró con un aire de curiosidad inquieta. Tenía la impresión de que lo había visto antes en algún sitio, pero no alcanzaba a recordar dónde. Cada vez que el hombre hablaba, se movía o sonreía, le clavaba la mirada para apartarla enseguida cuando se fijaban en él los brillantes ojos oscuros con una expresión de frialdad displicente. Finalmente, pareció caer repentinamente en la cuenta de quién era, pues lo contempló con tal expresión de asombro e incomprensión que el hombre se le acercó.

—El señor Wilson, creo —dijo, extendiendo la mano con tono de haberlo reconocido—. Le ruego me disculpe, pero no le había reconocido. Ya veo que usted me ha reconocido a mí: el señor Butler, de Oaklands en el condado de Shelby.

—Sí… sí, señor —dijo el señor Wilson como alguien que habla en sueños.

En ese momento entró un muchacho negro y anunció que estaba preparada la habitación del señor.

—Ocúpate de los baúles, Jim —dijo el caballero con indiferencia; después, dirigiéndose al señor Wilson, añadió—: Me gustaría hablar unos minutos de negocios con usted, en mi cuarto, si no le importa.

El señor Wilson le siguió como un sonámbulo; se dirigieron a un aposento grande del piso superior, donde crepitaba un fuego recién encendido y correteaban varios sirvientes alrededor, dando los últimos toques a los preparativos.

Cuando todo estuvo listo y los sirvientes se hubieron marchado, el hombre joven giró la llave intencionadamente en la puerta y, guardándose la llave en el bolsillo, se dio la vuelta y, con los brazos cruzados, miró al señor Wilson directamente a la cara.

—¡George! —dijo el señor Wilson.

—Sí, George —dijo el hombre joven.

—¡Nunca lo hubiera creído!

—Voy bien disfrazado, me figuro —dijo el hombre joven con una sonrisa—. Un poco de corteza de nogal ha convertido mi piel amarillenta en morena y me he teñido el pelo de negro, por lo que no correspondo en absoluto a la descripción.

—¡Ay, George, pero éste es un juego peligroso! Nunca te hubiera aconsejado que lo jugaras.

—Lo hago bajo mi propia responsabilidad —dijo George, con la misma sonrisa orgullosa.

Queremos comentar, de pasada, que George era blanco por parte de padre. Su madre fue una de las desgraciadas de su raza, destinada por su belleza personal a ser esclava de las pasiones de su dueño y madre de hijos que nunca tendrían padre. De una de las mejores familias de Kentucky había heredado unas bellas facciones europeas y un espíritu vivo e indomable. De su madre sólo heredó un ligero tinte mulato, compensado de sobra por los ojos oscuros que le hacían juego. Un pequeño cambio en el color de piel y del cabello lo habían metamorfoseado en el individuo de aspecto español que parecía; y como siempre había tenido elegancia de movimientos y unos modales caballerosos, no le costaba ningún trabajo representar el atrevido papel que había adoptado: el de un caballero que viaja con su criado.

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