La cabaña del tío Tom (21 page)

Read La cabaña del tío Tom Online

Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
12.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era una tarde luminosa y tranquila cuando atracó el barco en el muelle de Louisville. La mujer estaba sentada con el niño durmiendo profundamente en sus brazos. Cuando oyó anunciar el nombre del lugar, dejó rápidamente al niño en un hueco con forma de cuna entre unas cajas, después de extender allí su capa; luego corrió a la borda del barco con la esperanza de ver a su marido entre los muchos camareros de hotel que llenaban el muelle. Con esta esperanza, se apretó contra la barandilla y, estirándose sobre ella, forzó la vista escudriñando las cabezas que se movían en la orilla, y la muchedumbre se interpuso entre ella y su hijo.

—Ésta es su oportunidad —dijo Haley, cogiendo el niño dormido y ofreciéndoselo al forastero—. No lo despierte usted, que se pondrá a llorar, y la muchacha armaría un gran escándalo —el hombre cogió cuidadosamente el fardo y se perdió entre la multitud que se alejaba por el muelle.

Cuando el barco se despegó crujiendo, gruñendo y resoplando del muelle y empezó a alejarse lentamente, la mujer regresó a su asiento. El tratante estaba sentado allí y ¡el niño no estaba!

—¿Qué… cómo… dónde…? —preguntó aturdida.

—Lucy —dijo el tratante—, tu niño se ha ido; lo tendrás que saber tarde o temprano. Verás, yo sabía que no te lo podías llevar al sur, y he tenido la ocasión de venderlo a una familia de primera, que lo criará mejor de lo que tú podrías.

El tratante había llegado en los últimos tiempos al estado de perfeccionamiento cristiano, recomendado por algunos predicadores y políticos del norte, en el que se superan totalmente todas las debilidades y prejuicios humanos. Su corazón estaba en el lugar exacto donde podrían estar el tuyo, lector, y el mío, con el esfuerzo y la diligencia debidos. La mirada enloquecida de angustia y absoluta desesperación que le dirigió la mujer podría haber perturbado a una persona menos experimentada; pero él estaba acostumbrado. Había visto esa misma mirada cientos de veces. Tú también te podrías acostumbrar, amigo mío, y los últimos esfuerzos recientes tienen el gran objetivo de acostumbrar a ello a toda la comunidad del norte, por la gloria de la Unión. Así que el tratante sólo vio la angustia mortal de las oscuras facciones, los puños apretados y el aliento entrecortado como concomitantes de su oficio y sólo se preguntaba si iba a gritar y armar un escándalo en el barco, ya que, como otros defensores de nuestra peculiar institución, le gustaban muy poco las conmociones.

Pero la mujer no gritó. El disparo le había alcanzado demasiado de lleno el corazón para dejar lugar a lágrimas o gritos. Mareada, se sentó. Las manos yacían sin vida a los lados del cuerpo. Los ojos miraban directamente al frente, pero no veían nada. En los oídos consternados se entremezclaban todos los ruidos: el ronroneo del barco y los gruñidos de las máquinas; su pobre corazón destrozado no tenía ni gritos ni lágrimas para mostrar su total desesperación. Estaba muy tranquila.

El tratante que, teniendo en cuenta sus ventajas, era casi tan humanitario como algunos de nuestros políticos, parecía sentirse en la obligación de brindarle el consuelo adecuado a la ocasión.

—Sé que es bastante difícil al principio, Lucy —dijo—, pero no va a dejarse llevar una muchacha tan lista y sensata como tú. Verás, es
necesario
; no se puede evitar.

—¡Ay, no, señor, no! —dijo la mujer, con la voz de una persona que se está ahogando.

—Eres una moza lista, Lucy —insistió—; yo te trataré bien y te conseguiré un buen puesto río abajo; y pronto tendrás otro marido, una chica tan guapa como tú…

—¡Ay, señor, no me hable usted ahora! —dijo la mujer con una voz tan llena de angustia vital que el tratante tuvo la impresión de que había algo en la situación que iba más allá de su estilo de actuar. Él se levantó y la mujer se volvió y hundió la cara en su capa.

El tratante paseó de un lado para otro durante un rato, deteniéndose de vez en cuando para mirarla.

«Lo está tomando bastante mal», monologó, «aunque está tranquila. Que sude un poco; lo superará dentro de un rato». Tom había observado toda la transacción de principio a fin y comprendía perfectamente los resultados. Le pareció una cosa indeciblemente terrible y cruel porque, pobre negro ignorante que era, no había aprendido a generalizar y tener visiones globales de las cosas. Si lo hubieran instruido ciertos ministros del cristianismo, quizás lo hubiera visto de otra manera, como un incidente cotidiano del comercio legítimo, un comercio que es el pilar vital de una institución que, nos dice un clérigo norteamericano, «
no tiene más maldad que la inherente a cualquier relación humana de la vida social y doméstica
[19]
». Pero siendo Tom, como vemos, un pobre tipo ignorante cuyas lecturas se limitaban al Nuevo Testamento, no sabía consolarse y resignarse con ese tipo de opiniones. Su alma sangraba por lo que le parecían las injusticias hacia la pobre criatura doliente que yacía como un junco aplastado sobre las cajas: ese
objeto
vivo, sangrante, sensible e inmortal que pertenece, según las leyes de los Estados Unidos, a la misma categoría que los fardos, los baúles y las cajas entre los que estaba echada.

Tom se acercó e intentó decir algo; pero ella sólo gimió. Con las lágrimas cayéndole por las mejillas, le habló sinceramente de un corazón amante en el cielo, de Jesús misericordioso y del hogar eterno, pero el oído de ella estaba sordo y su corazón paralizado por la angustia.

Cayó la noche, una noche tranquila, impasible y gloriosa, que brillaba con innumerables ojitos solemnes de ángel, que parpadeaban, bellos, en silencio. No llegaban discursos ni palabras, ninguna voz compasiva, ninguna mano amiga, desde ese cielo remoto. Una tras otra se fueron apagando las voces de los negocios y del placer; todos dormían en el barco, y se oían claramente las olas contra la proa. Tom se extendió sobre una caja y, tumbado allí, oyó una y otra vez, un sollozo o un lamento de la criatura doliente: «¡Ay de mí! ¿Qué voy a hacer? ¡Ay, Señor, buen Señor, ayúdame!», y así sucesivamente, una y otra vez hasta que se apagó el murmullo y se hizo el silencio.

En mitad de la noche se despertó Tom sobresaltado. Algo negro pasó rápidamente por su lado hasta la borda del barco y oyó caer algo al agua. Nadie más oyó ni vio nada. Levantó la cabeza… ¡el lugar de la mujer estaba vacío! Se levantó y buscó alrededor sin éxito. El pobre corazón sangrante descansaba por fin y el río ondulaba y helaba inocentemente como si no se hubiese tragado nada.

¡Paciencia, paciencia!, todos vosotros que tenéis el corazón hinchado de indignación por injusticias como ésta. El Hombre de los Dolores, el Señor de la Gloria no olvidará ni un latido de angustia ni una lágrima de los oprimidos. Lleva en su corazón paciente y generoso toda la angustia del mundo. Aguanta en silencio, como él, y esfuérzate con amor, porque tan seguro como que es Dios, «llegará el día de sus redimidos».

El tratante se despertó bien temprano y salió a inspeccionar su ganado. Ahora le tocaba a él mirar alrededor perplejo. —¿Dónde diablos está esa muchacha? —preguntó a Tom. Tom, que había aprendido la sabiduría de guardar silencio, no se sintió obligado a expresar sus observaciones y sospechas, por lo que dijo no saberlo.

—No es posible que desembarcase en ningún sitio durante la noche, porque yo estaba despierto y ojo avizor cada vez que atracaba el barco. Nunca confió estos menesteres a los demás.

Dirigió este discurso confidencialmente a Tom, como si su contenido fuese de especial importancia para él. Tom no respondió.

El tratante registró el barco de proa a popa, entre cajas, balas y toneles, entre las máquinas, junto a la chimenea, pero en vano.

—Vamos, Tom, sé justo, pues —dijo cuando, tras una búsqueda infructuosa, se acercó a donde se encontraba Tom—. Tú sabes algo, vamos. No me digas que no; yo sé que sí. Yo vi a la muchacha tendida aquí a las diez, y otra vez a las doce, y entre la una y las dos; y luego a las cuatro no estaba, y tú dormías ahí todo el tiempo. Sabes algo, pues, es imposible que no.

—Bien, amo —dijo Tom—, antes del amanecer me rozó algo y medio desperté; después oí una gran zambullida y me desperté del todo y ya no estaba la muchacha. Eso es todo lo que sé.

El tratante no estaba escandalizado ni asombrado porque, como hemos dicho antes, estaba acostumbrado a muchas cosas a las que usted no lo está. Incluso la terrible presencia de la Muerte no le infundía un frío solemne. Había visto la Muerte muchas veces —la conoció por su oficio y llegó a tratarla bastante— y sólo le pareció un cliente muy duro de roer que le estropeaba muy injustamente los negocios; por lo que sólo juró que la muchacha era un fastidio, que él tenía muy mala suerte y que, si las cosas seguían igual, no sacaría ni un centavo del viaje. En resumen, parecía considerarse un hombre decididamente maltratado; pero la cosa no tenía remedio, puesto que la mujer se había escapado a un estado que nunca repatria a ningún fugitivo, aunque toda la gloriosa Unión lo exija. El tratante, por lo tanto, se sentó desconsoladamente con su pequeña libreta de cuentas y apuntó bajo el apartado de
pérdidas
el cuerpo y alma de la muerta.

—Es un ser repugnante este tratante ¿verdad? ¡Tan insensible! ¡Es realmente terrible!

—Oh, pero nadie tiene buena opinión de estos tratantes. Son despreciados por todo el mundo; no son recibidos por la buena sociedad.

Pero, señor, ¿quién hace al tratante? ¿Quién tiene la mayor parte de culpa? ¿El hombre ilustrado, culto e inteligente que apoya el sistema del que el tratante es el resultado inevitable o el mismo tratante? Usted hace la regulación pública que permite su oficio y a él lo corrompe y pervierte hasta que ya no se avergüenza de ello; ¿en qué es mejor usted que él?

¿Usted es educado y él ignorante, usted enaltecido y él rastrero, usted refinado y él basto, usted tiene talento y él no? En el día de un juicio futuro, estas mismas consideraciones pueden inclinar el balance a favor de él y no de usted. Al concluir estos pequeños incidentes de comercio legítimo, debemos rogar al mundo que no piense que los legisladores estadounidenses carecen totalmente de humanidad como se podría inferir injustamente de los grandes esfuerzos realizados en el senado nacional por proteger y perpetuar este tipo de tráfico.

Porque ¿quién no está enterado de cómo se superan nuestros grandes hombres en arengar contra el tráfico de esclavos en
el extranjero
? Es edificante ver y oír la verdadera multitud de Clarkson
[20]
y Wilberforce que han surgido entre nosotros para defender ese tema. ¡Es feísimo traficar con negros de África, querido lector! ¡No se puede tolerar! ¡Pero traficar con negros de Kentucky es una cosa muy diferente!

Capítulo XIII

La colonia cuáquera

Una escena tranquila se alza ante nuestros ojos. Una cocina grande, espaciosa y bien pintada con el suelo liso y reluciente, sin una partícula de polvo, y un fogón limpio y bien ennegrecido; hileras de cacerolas de estaño, sugerentes de multitud de cosas buenas para el apetito; brillantes sillas verdes de madera, viejas y sólidas; una pequeña mecedora de asiento abatible, con un cojín de retazos encima, cuidadosamente realizado con retales de lana de diferentes colores, y una más grande, vieja y maternal, cuyos brazos extendidos invitaban hospitalariamente a sentarse, y unos mullidos almohadones de plumas secundaban la invitación: una mecedora realmente confortable y acogedora que valía más, por la comodidad sencilla y hogareña de la que alardeaba, que una docena de los elegantes sillones de salón de terciopelo o brocado; y en esta mecedora, balanceándose suavemente hacia adelante y hacia atrás, con los ojos fijos en una fina labor de costura, se encontraba nuestra buena amiga Eliza. Sí, ahí está, más pálida y delgada que cuando estaba en su casa de Kentucky, y con un mundo de penas reprimido bajo la sombra de sus largas pestañas y esbozando el contorno de su tierna boca. Se veía claramente que la disciplina del pesado dolor había envejecido y endurecido el corazón juvenil; y cuando al rato levantó los oscuros ojos para seguir los retozos del pequeño Harry, que correteaba de aquí para allá por todo el suelo como una mariposa tropical, se veían una firmeza y una resolución profundas que no estaban allí en los días más felices de antaño.

Junto a ella se encontraba sentada una mujer con una reluciente palangana de hojalata en el regazo, en la que iba clasificando melocotones secos. Podía tener unos cincuenta y cinco o sesenta años, pero tenía uno de aquellos rostros que el tiempo parece tocar sólo para adornarlos y embellecerlos. El níveo gorro de crespón, cortado según el severo patrón cuáquero, el sencillo pañuelo de muselina dispuesto en sobrios pliegues sobre el pecho, el chal y el vestido poco atractivos: todo delataba a qué comunidad pertenecía. Su cara era redonda y rosada, con saludable piel suave que hacía pensar en un melocotón maduro. Su cabello, plateado parcialmente por los años, estaba peinado hacia atrás desde la frente alta y serena donde el tiempo no había impreso otro mensaje que paz sobre la tierra y buena voluntad para con los hombres; debajo brillaban un par de grandes ojos claros, honestos y amables de color castaño; sólo había que mirar en ellos para tener la sensación de ver hasta el fondo de un corazón tan bueno y leal como jamás latiera en un pecho de mujer. Se ha alabado y cantado tanto la hermosura de las muchachas jóvenes, ¿por qué no ensalza alguien la belleza de las mujeres mayores? Si alguien quiere inspiración para este menester, le remitimos a nuestra buena amiga Rachel Halliday, que está ahí sentada en su pequeña mecedora. Tenía tendencia a crujir y chirriar esa mecedora o bien por haber cogido frío en sus años mozos o por padecer asma o, quizás, por alguna dolencia de los nervios; pero al balancearse hacia adelante y hacia atrás con suavidad, la mecedora emitía una especie de sonsonete que hubiera sido insoportable si lo hubiese producido cualquier otra silla. Pero el viejo Simeon Halliday a menudo declaraba que le gustaba tanto como cualquier música y los hijos juraban todos que no quisieran dejar de oír la mecedora de su madre por nada del mundo. ¿Por qué? Durante unos veinte años, no había emanado de esa mecedora nada que no fueran palabras afectuosas, tiernas regañinas y atenciones maternales; se habían curado allí innumerables dolores de cabeza y de corazón; se habían resuelto problemas espirituales y temporales y todo era obra de una buena mujer cariñosa, ¡que Dios la bendiga!

Other books

Wild Bride by Jill Sanders
Black Elvis by Geoffrey Becker
Perfect on Paper by Destiny Moon
From Lies by Ann Anderson
Facing the Light by Adèle Geras
Connections of the Mind by Dowell, Roseanne