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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (43 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Pues ya hay una buena cantidad de sangre anglosajona entre nuestros esclavos —dijo Augustine—. Hay muchos entre ellos que sólo tienen bastante de África como para dar un poco de calor y fervor tropicales a nuestra firmeza y prudencia calculadora. Si nos llega la hora como en Santo Domingo, la sangre anglosajona estará en el candelero. Los hijos de padres blancos, con todos nuestros sentimientos altaneros ardiéndoles en las venas, no siempre serán comprados y vendidos y canjeados. Se alzarán y la raza de sus madres se alzará con ellos.

—¡Bobadas, tonterías!

—Bien —dijo Augustine—, hay un viejo dicho que es así: «Como fue en tiempos de Noé, así será; comieron, bebieron, plantaron, construyeron y no supieron nada hasta que llegó el diluvio y se los llevó».

—En conjunto, Augustine, creo que tienes talento para ser un predicador itinerante —dijo Alfred, riéndose—. No temas por nosotros: la posesión es nuestro fuerte. Tenemos el poder. ¡La raza sometida está abajo —dijo, dando un fuerte pisotón en el suelo— y se va a quedar abajo! Tenemos suficiente energía para manipular nuestra propia pólvora.

—Los hijos que tengan una educación como la de tu Henrique serán estupendos guardianes de vuestros polvorines —dijo Augustine—. ¡Tan serenos, tan dueños de sí mismos! Ya lo dice el proverbio: «Los que no saben gobernarse a sí mismos no sabrán gobernar a los demás».

—Pero hay un inconveniente ahí —dijo Alfred, pensativo—; no hay duda de que nuestro sistema hace difícil educar a los niños. Da rienda suelta a las pasiones, que, en nuestro clima, ya son demasiado encendidas. Tengo problemas con Henrique. El muchacho es generoso y bondadoso, pero es una verdadera bomba cuando se le provoca. Creo que lo enviaré para que lo eduquen al norte, donde la obediencia está más de moda, y donde se codeará más con sus iguales y menos con criados.

—Ya que educar a los niños es el cometido principal de la raza humana —dijo Augustine—, a mí me parece significativo que nuestro sistema no funcione en ese respecto.

—No funciona en algunos aspectos —dijo Alfred—, pero en otros, sí funciona. A los muchachos los hace varoniles y valientes, y los vicios de la raza degradada tienden a fortalecer en ellos las virtudes contrarias. Por eso, creo que Henrique tiene un mejor sentido del mérito de la veracidad después de ver que las mentiras y los engaños son la insignia universal de la esclavitud.

—¡Ésa es una visión muy cristiana del tema, desde luego! —dijo Augustine.

—Pues es verdad, sea cristiana o no; y no es menos cristiano que la mayoría de las cosas de este mundo —dijo Alfred.

—Puede ser —dijo Augustine.

—Pero no sirve de nada hablar, Augustine. Creo que hemos dado vueltas a lo mismo unas quinientas veces. ¿Te apetece una partida de backgammon?

Los dos hermanos subieron corriendo los escalones del porche y se sentaron ante una ligera mesa de bambú con el tablero del backgammon entre ellos. Mientras colocaban las fichas, Alfred dijo:

—Te digo, Augustine, que si yo pensara como tú, haría algo.

—Seguro que sí, eres un tipo emprendedor, pero ¿qué?

—Pues educar a tus propios esclavos, como experimento —dijo Alfred con una sonrisa medio despreciativa.

—Sería tan fácil colocar el Etna encima de ellos y decirles que se mantengan de pie bajo su peso como decirme a mí que eduque a mis sirvientes con toda la masa de la sociedad que pesa sobre ellos. Un hombre no puede hacer nada contra la acción de toda una comunidad. La educación, para conseguir algo, debe ser estatal; o, por lo menos, debe haber bastante gente de acuerdo para formar una corriente.

—Tiras tú primero —dijo Alfred, y los hermanos pronto quedaron absortos en el juego y no se oyó nada más hasta que llegó el chacoloteo de los cascos de los caballos bajo el porche.

—Aquí vienen los niños —dijo Augustine, levantándose—. ¡Mira, Alf! ¿Has visto alguna vez algo tan hermoso? y verdaderamente era una hermosa visión: Henrique, con su frente arrogante, sus relucientes rizos oscuros y sus mejillas encendidas, se reía alegremente y se inclinaba hacia su bella prima al acercarse. Ella vestía una amazona azul y un sombrero del mismo color. El ejercicio había teñido sus mejillas de un rojo fuerte y acentuado el efecto de su cutis extraordinariamente transparente y su cabello dorado.

—¡Dios mío, qué deslumbrante belleza! —dijo Alfred—. Desde luego, Auguste, ¡ella romperá unos cuantos corazones el día menos pensado!

—Ya lo creo, ¡por Dios, me temo que sí! —dijo St. Clare, con un repentino tono amargo, apresurándose para ayudarla a desmontar.

—¡Eva, cariño! ¿No estarás demasiado cansada? —preguntó al estrecharla entre sus brazos.

—No, papá —dijo la niña; pero su respiración laboriosa y entrecortada alarmó a su padre.

—¿Cómo has podido montar tan deprisa, querida? Sabes que no te sienta bien.

—Me sentía tan bien, papá, y disfrutaba tanto que se me ha olvidado.

St. Clare la llevó en brazos al salón, donde la depositó en el sofá.

—Henrique, debes cuidar de Eva —dijo—; no debes montar deprisa con ella.

—Yo me encargaré de ella —dijo Henrique, sentándose junto al sofá y cogiéndole la mano a Eva.

Eva enseguida se puso mejor. Su padre y su tío volvieron a su partida, dejando a los niños juntos.

—¿Sabes, Eva? Siento que papá sólo se vaya a quedar dos días aquí, pues luego no te veré hasta dentro de muchísimo tiempo. Si me quedo contigo, intentaré ser bueno y no enfadarme con Dodo y todo eso. No pretendo tratar mal a Dodo, pero, ¿sabes?, tengo muy mal genio. No me porto mal con él realmente, sin embargo. Le doy una moneda de vez en cuando, y puedes ver que viste bien. Creo que Dodo es muy afortunado en general.

—¿Tú te considerarías muy afortunado si no tuvieras cerca ni una sola persona que te amara?

—¿Yo? Pues claro que no.

—Pues tú has apartado a Dodo de todos los amigos que tenía y ahora no tiene ni una sola alma que lo quiera; así nadie puede ser bueno.

—Bien, pues no puedo remediarlo, que yo sepa. No puedo traer a su madre y ni yo ni nadie que conozca puede amarlo personalmente.

—¿Por qué no? —preguntó Eva.

—¡
Amar
a Dodo! ¡Eva, no pretenderás que lo ame! Puede que me caiga bien, ¡pero no se puede amar a los criados!

—Pues yo los amo.

—¡Qué curioso!

—¿No dice la Biblia que hemos de amar a todo el mundo?

—¡Oh, la Biblia! Desde luego, dice muchas cosas parecidas, pero nadie pretende ponerlas en práctica, Eva, ¿sabes? Nadie.

Eva no habló; mantuvo los ojos fijos y pensativos durante unos momentos.

—En cualquier caso —dijo—, querido primo, ama a Dodo y sé bueno con él. ¡Hazlo por mí!

—Amaría a cualquiera por ti, querida prima, ¡pues creo que eras la criatura más hermosa que haya visto jamás! —dijo Henrique con una gravedad que hizo ruborizar su bello rostro. Eva lo escuchó con absoluta naturalidad, sin cambiar el gesto, y dijo simplemente:

—¡Me alegro de que sientas eso, querido Henrique! ¡Espero que te acuerdes!

La campana anunciando la comida dio fin a su entrevista.

Capítulo XXIV

Presagios

Dos días después, se despidieron Alfred St. Clare y Augustine; y Eva, a quien la compañía de su joven primo había animado a fatigarse más allá de lo que permitían sus fuerzas, empezó a debilitarse rápidamente. Por fin St. Clare se sintió dispuesto a pedir consejo médico, algo que había rechazado siempre por considerarlo como el reconocimiento de una verdad insoportable.

Pero durante un día o dos, Eva se encontraba tan mal que se quedó confinada a la casa y llamaron al médico.

Marie St. Clare no se había fijado en la salud y las fuerzas paulatinamente menguadas de su hija por estar totalmente absorta en el estudio de dos o tres síntomas nuevos de la enfermedad de la que se creía víctima ella misma. Era el primer principio de la creencia de Marie, según el cual nadie sufría ni había sufrido nunca tanto como ella, por lo que siempre rechazaba indignada la idea de que alguien de su entorno pudiera enfermar. Siempre estaba convencida, en tales casos, de que no era más que pereza o falta de energía; y que si hubieran padecido lo que ella, sabrían lo que es bueno.

La señorita Ophelia había intentado varias veces despertar su preocupación materna por Eva, pero en vano.

—A mí no me parece que le pase nada a la niña —decía—; corretea por ahí y juega.

—Pero tiene tos.

—¡Tos! ¡No hace falta que me digas a mí lo que es la tos! Yo siempre he sido propensa a la tos, toda mi vida. Cuando yo tenía la edad de Eva, creían que era tísica. Mi madre velaba conmigo noche tras noche. ¡Oh, la tos de Eva no tiene importancia!

—Pero se fatiga y se queda sin aliento.

—¡Caramba, eso me pasa a mí desde hace años! ¡Sólo son los nervios!

—Y suda tanto por las noches.

—Y yo también, desde hace diez años. Muchas veces se me empapa la ropa, noche tras noche. ¡No queda ni un hilo seco en mi camisón y las sábanas están tan mojadas que Mammy tiene que tenderlas para que se sequen! ¡Eva no suda de esa manera!

La señorita Ophelia cerró la boca durante una temporada. Pero ahora que Eva estaba postrada y visiblemente enferma y habían llamado al médico, Marie cambió de actitud de repente.

—Lo sé —decía—, siempre he sabido que era mi destino ser la más infeliz de las madres. Aquí estoy, con mi malísima salud, y mi única hija adorada se va a la tumba ante mis ojos y Marie sacaba a Mammy de la cama por la noche y despotricaba y alborotaba con más ahínco que nunca durante el día en virtud de esta nueva desgracia.

—¡Querida Marie, no hables así! —dijo St. Clare—. ¡No debes rendirte tan fácilmente!

—¡Tú no tienes los sentimientos de una madre, St. Clare! ¡Nunca has podido comprenderme, y ahora tampoco!

—¡Pero no hables así, como si fuera un caso perdido!

—Yo no puedo aceptarlo con tanta indiferencia como tú, St. Clare. Si tú no padeces cuando tu única hija se encuentra en este estado alarmante, pues yo sí. Es un golpe demasiado fuerte para mí, encima de todo lo que sufría antes.

—Es verdad —dijo St. Clare— que Eva es muy delicada, siempre lo he sabido; y que ha crecido tan deprisa que se ha resentido su salud; y que la situación es crítica. Pero ahora mismo está postrada por el calor y por la emoción de la visita de su primo y los excesos que ha cometido. El médico dice que podemos tener esperanzas.

—Desde luego, sé optimista, si eres capaz; las personas que no sois sensibles tenéis mucha suerte en esta vida. Yo quisiera no sentirme como me siento, ya lo creo. ¡Me hace sentir fatal! ¡Ojalá pudiera sentirme tan tranquila como todos los demás!

Y «todos los demás» tenían buenos motivos para compartir su deseo, ya que Marie utilizaba esta nueva desgracia como razón y excusa para todo tipo de martirio que infligía a todos los que la rodeaban. Cada palabra que pronunciaba alguien y cada acto que se hacía o no se hacía en cualquier sitio no era sino una nueva prueba de que estaba rodeada de seres insensibles y despiadados que eran indiferentes a sus desdichas particulares. La pobre Eva oyó algunos de estos discursos, y lloró prolongada y amargamente de pena por su mamá, disgustada por causarle tanta aflicción.

Después de una semana o dos, mejoraron mucho los síntomas —una de esas treguas ilusorias con las que su enfermedad inexorable ilusiona a un corazón anhelante, aun al borde de la tumba. Se oían de nuevo las pisadas de Eva en el jardín y en los balcones; volvía a reír y jugar; y su padre, en un arranque de esperanza, declaró que pronto estaría tan fuerte como cualquiera. Sólo la señorita Ophelia y el médico no se dejaron ilusionar por esta calma engañosa. También había otro corazón que tenía la misma certeza: el pequeño corazón de Eva. ¿Qué es lo que indica a veces tan tranquila y claramente al alma que le queda poco tiempo sobre la tierra? ¿Es el instinto secreto de la naturaleza al debilitarse o el latido impulsivo del alma al aproximarse a la inmortalidad? Sea lo que sea, una certeza serena, dulce y premonitoria de que el Cielo estaba cerca yacía en el corazón de Eva; serena como la luminosidad de la puesta del sol, dulce como el sosiego brillante del otoño, allí reposaba en su pequeño corazón, inquieto sólo por la pena que sentía por los que la querían tanto.

Porque la niña, aunque la atendían con tanta ternura y la vida se desplegaba ante ella con todo el resplandor que podían conferirle el amor y la riqueza, no sentía ninguna pesadumbre por su muerte.

En aquel libro donde ella y su sencillo amigo habían leído tantas veces juntos, había visto y asimilado la imagen de uno que ama a los niños pequeños; y mientras miraba y pensaba, Él había dejado de ser una imagen o un dibujo del pasado lejano para convertirse en una realidad viva y omnipresente. Su amor envolvía su corazón infantil con una ternura superior a la mortal; y ella decía que era hacia Él y su hogar donde se dirigía.

Pero su corazón anhelaba con triste ternura todo lo que había de dejar atrás. Su padre más que nada, porque Eva, aunque nunca lo había pensado de esa forma, tenía la percepción instintiva de que ella ocupaba un lugar más importante en el corazón de él que ningún otro. Quería a su madre porque era una niña muy cariñosa y todo el egoísmo de aquélla sólo la apenaba y consternaba, porque tenía la confianza típica de los niños de que una madre no podía hacer nada mal. Había algo en ella que Eva nunca pudo comprender, pero siempre lo pasaba por alto y pensaba que, después de todo, era su mamá y la quería muchísimo.

También sentía pena por los afectuosos y fieles criados para los que ella era como la luz del sol. Los niños no suelen generalizar, pero Eva era una niña más madura que la mayoría, y los males que había presenciado del sistema bajo el que vivían habían llegado, uno por uno, al fondo de su corazón preocupado. Tenía unas vagas ansias de hacer algo por ellos, de bendecirlos y salvarlos no sólo a ellos sino a todos los de su misma condición, ansias que contrastaban tristemente con la debilidad de su pequeño cuerpo.

Tío Tom —dijo un día, mientras le leía a su amigo—, comprendo por qué Jesús quiso morir por nosotros.

—¿Por qué, señorita Eva?

—Porque yo también lo he sentido.

—¿Y qué es, señorita Eva? No comprendo.

—No te lo sé decir; pero cuando vi a aquellas pobres criaturas en el barco, ya sabes, cuando tú y yo…; algunas habían perdido a sus madres y otras a sus maridos y algunas madres lloraban a sus hijos… y cuando me enteré de lo de la pobre Prue, ¿no fue terrible?, y muchísimas veces más, he sentido que me gustaría morir si mi muerte pudiera poner fin a todo ese sufrimiento. Moriría por ellos, Tom, si pudiera —dijo la niña con seriedad, posando su pequeña mano sobre la de él.

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