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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (44 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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Tom miró a la niña con reverencia; cuando ella, oyendo la voz de su padre, se alejó suavemente, pasó la mano muchas veces por los ojos al contemplarla.

—Es inútil intentar retener a la señorita Eva aquí —le dijo a Mammy cuando se encontró con ella un momento más tarde—. Tiene la señal del Señor en la frente.

—¡Ay, sí, sí! —dijo Mammy alzando las manos—, siempre lo he dicho. Nunca ha tenido aspecto de ser una niña destinada a vivir; siempre ha habido algo en el fondo de sus ojos. Se lo he dicho al ama muchas veces y ahora se hace realidad, todos lo vemos, ¡querida corderita del Señor!

Eva subió brincando los escalones del porche hacia su padre. Era el final de la tarde y los rayos del sol formaban una especie de halo detrás de ella cuando se adelantó con su vestido blanco, su cabello dorado y sus mejillas encendidas, los ojos brillando con la luz de la fiebre que ardía en sus venas.

St. Clare la había llamado para enseñarle una figurilla que le acababa de comprar; pero su aspecto, al acercarse, lo impresionó súbitamente de manera dolorosa. Existe una clase de belleza tan intensa y a la vez tan frágil que no soportamos contemplarla. Su padre la estrechó de repente en sus brazos y casi se le olvidó lo que iba a decirle.

—Eva, querida, te encuentras mejor estos días, ¿verdad?

—Papá —dijo Eva con una firmeza inesperada—, hace tiempo que hay unas cosas que te quería decir, hace mucho tiempo. Te las voy a decir ahora, antes de debilitarme.

St. Clare tembló y Eva se sentó en su regazo. Ésta apoyó la cabeza en su pecho y dijo:

—Es inútil, papá, que lo guarde más tiempo para mí. Se acerca la hora en la que tendré que dejarte. ¡Me voy y no volveré nunca! y Eva sollozó.

—¡Vamos, vamos, querida Eva! —dijo St. Clare, temblando pero animoso—, estás nerviosa y desalentada; no debes albergar unas ideas tan funestas. Mira, te he comprado una estatuilla.

—No, papá —dijo Eva, apartándola con suavidad—, no te engañes. No estoy mejor, lo sé perfectamente, y me iré dentro de poco. No estoy nerviosa, no estoy desalentada. Si no fuera por ti, papá, y todos mis amigos, sería muy feliz. Quiero irme, ¡estoy deseando irme!

—¿Por qué, querida hija? ¿Qué es lo que ha entristecido tu pobre corazoncito? Has tenido todo lo que se te podía dar para hacerte feliz.

—Preferiría estar en el Cielo. Sólo por mis amigos estaría dispuesta a vivir. Hay muchas cosas aquí que me entristecen y me parecen terribles; prefiero estar allí, pero no quiero dejarte, ¡me rompe el corazón!

—¿Qué es lo que te entristece y te parece terrible, Eva?

—Oh, las cosas que se hacen una y otra vez, todo el tiempo. Me siento entristecida por nuestra pobre gente; me quieren mucho y todos son buenos y amables conmigo. ¡Quisiera, papá, que todos estuvieran libres!

—Vaya, Eva, ¿no crees que están bastante bien ahora?

—Ay, papá, si te pasara algo a ti, ¿qué sería de ellos? Hay pocos hombres como tú, papá. El tío Alfred no es como tú y tampoco mamá; y ¡piensa en los amos de la pobre Prue! ¡Qué cosas más horribles hacen, y pueden hacer estas personas! —y Eva se estremeció.

—¡Mi querida niña, eres demasiado sensible! Siento haber permitido que oyeras esas historias.

—Eso es lo que me preocupa, papá. Tú quieres que viva feliz y que no tenga nunca dolores, que no sufra, que ni siquiera oiga una historia triste, cuando hay otras pobres criaturas que no tienen más que dolores y penas toda su vida; parece egoísta. ¡Debo saber esas cosas, y debo sentirlas! Siempre me han llegado al alma esas cosas, siempre han calado hondo en mí; he pensado mucho en ellas. Papá, ¿no hay manera de que todos los esclavos sean libres?

—Es una cuestión difícil, querida. No hay duda de que este sistema es muy malo; muchas personas tienen esa opinión, y yo me cuento entre ellas. Quisiera que no hubiera ni un esclavo en todo el país; ¡pero no sé qué hacer para conseguir eso!

—Papá, eres un hombre tan bueno, tan noble y amable y siempre tienes una forma tan agradable de decir las cosas, ¿no podrías ir por ahí y persuadir a la gente de que actúe correctamente en este asunto? Cuando yo haya muerto, papá, pensarás en mí y lo harás por mí. Yo lo haría si pudiera.

—¡Cuando hayas muerto, Eva! —dijo apasionadamente St. Clare—. ¡Ay, hija, no me hables de esas cosas! Eres lo único que tengo en este mundo.

—El hijo de la pobre Prue era lo único que tenía ella, ¡y sin embargo tuvo que oírlo llorar y no podía remediarlo! Papá, estas pobres criaturas quieren a sus hijos tanto como tú me quieres a mí. ¡Haz algo por ellos! La pobre Mammy ama a sus hijos; la he visto llorar cuando hablaba de ellos. Y Tom ama a sus hijos; ¡y es terrible, papá, que ocurran estas cosas todo el tiempo!

—Vamos, vamos, cariño —dijo St. Clare, tranquilizándola—, no te aflijas; no hables de morirte, y haré cualquier cosa que me pidas.

—Y prométeme, querido papá, que Tom será libre en cuanto… —se detuvo, y luego dijo vacilante— yo me haya ido.

—Sí, querida, haré cualquier cosa, lo que tú me pidas.

—Querido papá —dijo la niña, juntando su mejilla ardiente con la de él—, ¡ojalá pudiéramos ir juntos!

—¿Adónde, cariño? —preguntó St. Clare.

—A casa de nuestro Salvador; es tan tranquilo y pacífico allí, ¡todo es amor! —la niña hablaba sin darse cuenta, como si se tratara de un lugar donde había estado muchas veces—. ¿No quieres ir, papá?

St. Clare la estrechó más pero no dijo nada.

—Vendrás a buscarme —dijo la niña, hablando con un tono de sosegada certeza que a menudo utilizaba inconscientemente.

—Yo te seguiré. Nunca te olvidaré.

Las sombras de la tarde solemne se cernían cada vez más oscuras a su alrededor, y St. Clare se quedó en silencio sujetando el pequeño cuerpo junto a su pecho. Ya no volvió a ver sus ojos profundos pero oyó su voz como una voz del espíritu y, en una especie de visión del juicio, toda su vida anterior pasó en un momento ante sus ojos: las oraciones y los himnos de su madre; sus propias ansias y aspiraciones juveniles de bondad; y, entre ellas y la hora presente, los años de mundanalidad y escepticismo, y lo que los hombres llaman vida respetable. Podemos pensar mucho, muchísimo, en un instante. St. Clare vio y sintió muchas cosas, pero no dijo nada; y, cuando cayó la noche, llevó a su hija a su cuarto; y, cuando estaba preparada para descansar, echó a sus cuidadores y la meció entre sus brazos y le cantó hasta que se quedó dormida.

Capítulo XXV

La pequeña evangelista

Era el domingo por la tarde. St. Clare se encontraba echado en una tumbona de bambú en el porche, solazándose con un cigarro. Marie estaba reclinada en un sofá frente a la ventana que daba al porche, bien protegida, bajo un toldo de gasa transparente, de los ultrajes de los mosquitos, con un devocionario elegantemente encuadernado en su lánguida mano. Lo sujetaba porque era domingo, y hacía ver que lo leía, aunque realmente echaba una serie de cabezadas con el libro abierto sobre el regazo.

La señorita Ophelia que, tras mucho buscar, había localizado una pequeña comunidad metodista a una distancia que podía cubrir con el coche, había salido para asistir al servicio con Tom de cochero; y Eva había ido con ellos.

—Oye, Augustine —dijo Marie después de dormitar un rato—, debo hacer venir al viejo doctor Posey de la ciudad; estoy segura de que tengo mal el corazón.

—Pero, ¿por qué lo llamas a él? El médico que atiende a Eva parece muy hábil.

—No me fiaría de él para un caso crítico —dijo Marie—; y creo que el mío empieza a serlo. Hace dos o tres noches que lo pienso; ¡tengo unos dolores tan angustiosos y unas sensaciones tan raras!

—¡Ay, Marie, qué melancólica estás! No creo que le pase nada a tu corazón.

—Seguro que tú no lo crees —dijo Marie—; ya me esperaba eso. Tú te alarmas mucho si Eva tose o le pasa cualquier cosita, pero nunca piensas en mí.

—Si te resulta muy agradable tener una enfermedad del corazón, pues entonces intentaré creer que la tienes —dijo St. Clare—; no lo sabía.

—Bueno, ¡espero que no te arrepientas de esto cuando sea demasiado tarde! —dijo Marie—, pero, aunque no te lo creas, mi preocupación por Eva y los excesos que he cometido con la querida niña han hecho desarrollarse lo que sospecho hace mucho tiempo.

Hubiera sido difícil saber cuáles eran los excesos de los que hablaba Marie. St. Clare se hizo este comentario a sí mismo en silencio y siguió fumando, como despiadado y duro de corazón que era, hasta que se detuvo un coche junto al porche y se apearon Eva y la señorita Ophelia.

La señorita Ophelia se dirigió a su propia habitación enseguida para guardar su sombrero y su chal, como era su costumbre, antes de pronunciar una palabra sobre cualquier tema; mientras que Eva acudió a la llamada de St. Clare y se sentó en su regazo para contarle los detalles de la ceremonia a la que habían asistido.

Pronto oyeron unas ruidosas exclamaciones y violentos reproches dirigidos a alguien, procedentes del cuarto de la señorita Ophelia, que daba al porche, como el cuarto donde se hallaban sentados.

—¿Qué nuevas brujerías se habrá inventado Tops? —preguntó St. Clare—. Ella es la causante de este escándalo, estoy seguro.

Y un momento después apareció la señorita Ophelia, altamente indignada, arrastrando a la culpable con ella.

—¡Ven aquí fuera ahora mismo! —dijo—. ¡Se lo voy a contar a tu amo!

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó St. Clare.

—¡Ocurre que no voy a dejarme atormentar más por esta niña! ¡Es insoportable; no hay quien la aguante! La he encerrado y le he dado un himno para memorizar; ¡y lo que ha hecho ha sido fisgar dónde he puesto la llave y ha ido a mi escritorio y ha sacado el adorno de un sombrero y lo ha cortado para hacer unas chaquetas de muñeca! ¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida!

—Ya te dije, prima —dijo Marie—, que descubrirías que no se puede educar a estas criaturas sin severidad. Si de mí dependiera —dijo, mirando con reproche a St. Clare—, la mandaría fuera y la haría azotar bien azotada. ¡La haría azotar hasta que no pudiera tenerse en pie!

—No lo dudo —dijo St. Clare—. ¿Qué me vas a contar a mí del maravilloso gobierno de la mujer? ¡No conozco más de una docena de mujeres que no sean capaces de medio matar un caballo o a un criado si de ellas dependiera, sin hablar de los hombres!

—¡No sirve para nada tu pusilanimidad, St. Clare! —dijo Marie—. La prima es una mujer sensata y ella lo ve claro ahora, igual que yo.

La señorita Ophelia simplemente tenía la capacidad de indignación del ama de casa experimentada, que la estratagema y el estropicio de la niña habían despertado fácilmente; de hecho, muchas de nuestras lectoras femeninas tendrán que reconocer que ellas sentirían lo mismo en parecidas circunstancias; pero las palabras de Marie iban más allá e hicieron que se le pasara el enfado.

—No permitiría, por nada del mundo, que se tratara así a la niña —dijo— pero desde luego, Augustine, no sé qué hacer. La he enseñado e instruido y hablado hasta cansarme; la he pegado y castigado de todas las formas que se me han ocurrido, y está exactamente igual que estaba al principio.

—¡Ven aquí, Tops, sinvergüenza! —dijo St. Clare, haciendo un gesto para que se acercara.

Topsy se acercó, con los duros ojos redondos centelleando y parpadeando con su habitual mezcla de recelo y burla.

—¿Qué te hace portarte así? —preguntó St. Clare, que no podía menos que sentirse divertido ante la expresión de la niña.

—Supongo que es mi corazón malvado —dijo Topsy con gazmoñería—; es lo que dice la señorita Feely.

—¿No te das cuenta de lo mucho que ha hecho por ti la señorita Ophelia? Dice que ha hecho todo lo que se le ha ocurrido.

—Sí, señor, amito. Mi antigua ama lo decía también. Ella me pegaba mucho más fuerte y me tiraba del pelo y me golpeaba la cabeza contra la puerta, pero no servía de nada. Supongo que si me arrancaran cada cabello de la cabeza, tampoco serviría de nada, porque soy muy mala. ¡Caramba, sólo soy una negra!

—Pues yo tendré que dejarla estar —dijo la señorita Ophelia—; ya no puedo preocuparme más.

—Bien, sólo quisiera hacerte una pregunta —dijo St. Clare.

—¿Cuál?

—Bien, si tu evangelio no es lo bastante fuerte para salvar a una niña pagana que tienes aquí en casa para ti sola, ¿para qué sirve mandar a uno o dos pobres misioneros con él entre miles de ellos? Supongo que esta niña es un buen ejemplo de cómo son los miles de paganos.

La señorita Ophelia no contestó enseguida; y Eva, que había presenciado la escena en silencio hasta ahora, hizo una seña a Topsy en silencio para que la siguiera. Había una pequeña sala instalada en un extremo del porche, que solía utilizar St. Clare como una especie de sala de lectura; Eva y Topsy desaparecieron dentro.

—¿Qué estará haciendo Eva ahora? —preguntó St. Clare—; quiero verlo.

Y acercándose de puntillas, levantó una cortina que cubría la puerta de cristal para mirar dentro. Un momento después, poniendo un dedo ante los labios, hizo un gesto silencioso a la señorita Ophelia para que fuese a mirar también. Ahí estaban las dos niñas sentadas en el suelo con el perfil vuelto hacia ellos: Topsy, con su habitual actitud de burla desenfadada, y, frente a ella, Eva, con el semblante ferviente de sentimiento y los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué te hacer ser tan mala, Topsy? ¿Por qué no intentas ser buena? ¿No amas a nadie, Topsy?

—No sé nada del amor; amo los caramelos y las chucherías, nada más —dijo Topsy.

—¿Pero amarás a tu padre y a tu madre?

—Nunca los he tenido, ya lo sabe. Ya se lo dije, señorita Eva.

—Ya lo sé —dijo Eva, triste—, pero ¿no has tenido un hermano o una hermana o una tía o…?

—No, nada de eso; nunca he tenido nada ni a nadie.

—Pero Topsy, si intentaras ser buena, podrías…

—Nunca puedo ser nada más que una negra, por buena que sea —dijo Topsy—. Si pudieran despellejarme y convertirme en blanca, entonces lo intentaría.

—Pero la gente puede quererte, aunque seas negra, Topsy. La señorita Ophelia te querría si fueras buena.

Topsy soltó la carcajada breve y directa con la que tenía la costumbre de expresar incredulidad.

—¿No te lo crees? —preguntó Eva.

—No; ella no puede soportarme ¡porque soy negra! ¡Preferiría que la tocase un sapo! ¡No hay nadie que pueda amar a los negros y los negros no podemos hacer nada! ¡A mí no me importa! —dijo Topsy, poniéndose a silbar.

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