La caída de los gigantes (136 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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El repetido énfasis en la pena de muerte hizo que Billy se estremeciera, pero mantuvo el rostro impertérrito.

—¿Qué tiene que decir?

Billy respiró hondo. Habló con voz clara e imprimió en su tono toda la burla y el desprecio que fue capaz de reunir.

—Tengo que decir que cómo se atreve —espetó—. ¿Cómo se atreve a fingirse un juez imparcial? ¿Cómo se atreve a actuar como si nuestra presencia en Rusia fuese una operación legítima? Y ¿cómo se atreve a acusar de traición a un hombre que ha luchado a su lado durante tres años? Eso es lo que tengo que decir.

—No seas insolente, Billy, muchacho. Así no harás más que empeorar las cosas —intervino Gwyn Evans.

Billy no iba a permitir que Evans fingiera ser benevolente.

—Y yo le aconsejo que se marche ahora y no tenga nada más que ver con este tribunal desautorizado —dijo Billy—. Cuando corra la voz… y, créame, esto saldrá publicado en la portada del
Daily Mirror…
descubrirá que es usted el que ha caído en desgracia, no yo. —Miró a Murray—. Todo el que haya tenido algo que ver con esta farsa caerá en desgracia.

Evans parecía incómodo. Era evidente que no había pensado que aquello pudiera hacerse público.

—¡Ya basta! —exclamó Fitz con voz imperiosa y airada.

«Bien —pensó Billy—; ya lo he sacado de quicio.»

—Veamos las pruebas, por favor, capitán Murray —prosiguió Fitz.

Murray abrió una carpeta y sacó una hoja de papel. Billy reconoció su letra. Tal como esperaba, era una carta suya para Ethel.

Murray se la enseñó y dijo:

—¿Ha escrito usted esta carta?

—¿Cómo ha llegado a su poder, capitán Murray? —contestó Billy.

—¡Responda la pregunta! —bramó Fitz.

—Fue usted a la escuela de Eton, ¿verdad, capitán? —dijo Billy—. Un caballero jamás leería el correo de otra persona, o eso nos decían. Pero, según tengo entendido, solo el censor oficial tiene derecho a examinar las cartas de los soldados. De manera que doy por hecho que ha llegado a su poder a través del censor. —Hizo una pausa. Tal como esperaba, Murray se resistía a responder. Prosiguió—: ¿O acaso se ha obtenido la carta de manera ilegal?

—¿Ha escrito usted esta carta? —repitió Murray.

—Si se ha obtenido ilegalmente, entonces no puede utilizarse en un juicio. Me parece que eso es lo que diría un abogado. Pero aquí no hay ninguno. Eso es lo que hace que esto sea un tribunal desautorizado.

—¿Ha escrito esta carta?

—Responderé la pregunta cuando me hayan explicado cómo llegó a sus manos.

—Ya sabe que puede ser castigado por desacato al tribunal —dijo Fitz.

«Me estoy enfrentando a una pena de muerte —pensó Billy—; ¡qué estúpido por parte de Fitz amenazarme!» Pero dijo:

—Quiero defenderme llamando la atención sobre la irregularidad de este tribunal y la ilegalidad del proceso. ¿Va a prohibírmelo… señor?

Murray se rindió.

—El sobre lleva escrita la dirección de remite y el nombre del sargento Billy Williams. Si el acusado desea afirmar que no la ha escrito, debería decirlo ahora.

Billy no dijo nada.

—Esta carta es un mensaje codificado —siguió diciendo Murray—. Se puede descifrar leyendo una de cada tres palabras, y la letra mayúscula inicial de títulos de canciones y películas. —Murray le pasó la carta a Evans—. Descodificada así, dice lo siguiente…

La carta de Billy describía la incompetencia del régimen de Kolchak y decía que, a pesar de todo el oro que tenían, no habían llegado a pagar al personal del ferrocarril Transiberiano, de manera que continuaban teniendo problemas de suministro y transporte. También detallaba la ayuda que intentaba ofrecer el ejército británico. La información se había mantenido en secreto para el público de Gran Bretaña, que pagaba al ejército y cuyos hijos estaban arriesgando la vida.

—¿Niega haber enviado este mensaje? —le dijo Murray a Billy.

—No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

—La destinataria, E. Williams, es de hecho la señora Ethel Leckwith, impulsora de la campaña «Rusia no se toca», ¿verdad?

—No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

—¿Le ha escrito otras cartas codificadas?

Billy no respondió.

—Y ella ha utilizado la información que le ha dado usted para publicar artículos de prensa hostiles que desacreditan al ejército británico y ponen en peligro el éxito de nuestras acciones aquí.

—De ninguna manera —replicó Billy—. El ejército ha sido desacreditado por los hombres que nos enviaron en una misión secreta e ilegal sin el conocimiento ni el consentimiento del Parlamento. La campaña «Rusia no se toca» es el primer paso necesario para devolvernos nuestro legítimo papel como defensores de Gran Bretaña, en lugar de ser el ejército privado de una pequeña conspiración de generales y políticos de derechas.

El rostro cincelado del conde estaba congestionado de ira, y Billy se sintió muy satisfecho al verlo.

—Creo que ya hemos oído suficiente —zanjó Fitz—. El tribunal debe deliberar ahora su veredicto. —Murray murmuró algo y Fitz dijo—: Ah, sí. ¿Tiene algo que añadir el acusado?

Billy se levantó.

—Llamo como mi primer testigo al coronel, el conde Fitzherbert.

—No sea ridículo —dijo Fitz.

—Que conste en acta que el tribunal se ha negado a permitirme interrogar a un testigo, aunque estaba presente en el juicio.

—Prosiga de una vez.

—Si no se me hubiera negado mi derecho a llamar a un testigo, le habría preguntado al coronel qué relación tenía con mi familia. ¿Acaso no me guarda un rencor personal a causa del papel de mi padre como líder de los mineros? ¿Cuál fue su relación con mi hermana? ¿No la empleó como su ama de llaves y luego la despachó misteriosamente? —Billy estuvo tentado de decir más acerca de Ethel, pero eso habría sido arrastrar su nombre por el fango y, además, seguramente con la insinuación bastaba—. Le habría preguntado por su interés personal en esta guerra ilegal contra el gobierno bolchevique. ¿No es su mujer una princesa rusa? ¿No es su hijo heredero de propiedades rusas? ¿No está aquí el coronel, en realidad, para defender sus intereses económicos personales? ¿No son todas estas cuestiones la verdadera explicación de por qué ha convocado esta farsa de tribunal? Y ¿no lo descalifica eso completamente para ser juez en este caso?

Fitz lo miraba impertérrito, pero tanto Murray como Evans estaban desconcertados. No sabían nada de todos esos asuntos personales.

—No tengo más que añadir —dijo Billy—. El káiser de Alemania está acusado de crímenes de guerra. Se argumenta que declaró la guerra exhortado por sus generales y en contra de la voluntad del pueblo alemán, tal como expresaron claramente sus representantes en el Reichstag, su Parlamento. Por el contrario, se argumenta que Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania solo tras un debate en la Cámara de los Comunes.

Fitz fingía aburrirse, pero Murray y Evans escuchaban con atención.

—Pensemos ahora en esta guerra de Rusia —prosiguió Billy—. Jamás se ha debatido en el Parlamento británico. Sus hechos se ocultan al pueblo de Gran Bretaña bajo la pretensión de la seguridad operativa… la excusa que se da siempre para los secretos vergonzosos del ejército. Estamos luchando, pero no se ha declarado ninguna guerra. El primer ministro británico y los suyos se encuentran exactamente en la misma situación que el káiser y sus generales. Son ellos los que actúan ilegalmente… no yo. —Billy se sentó.

Los dos capitanes hicieron corrillo con Fitz. Billy se preguntó si había ido demasiado lejos. Había sentido la necesidad de ser mordaz, pero puede que hubiera ofendido a los capitanes, en lugar de ganarse su apoyo.

No obstante, parecía haber divergencia de opiniones entre los jueces. Fitz hablaba con vehemencia y Evans negaba con la cabeza. Murray parecía sentirse violento allí. Billy pensó que eso seguramente era buena señal. De todas formas, estaba más asustado que nunca. Ni cuando se había enfrentado a las ametralladoras en el Somme ni cuando había vivido una explosión en el pozo de la mina había sentido tanto miedo como el que estaba experimentando al ver su vida en manos de unos oficiales malévolos.

Por fin parecían haber llegado a un acuerdo.

Fitz miró a Billy y ordenó:

—Levántese.

Billy se puso de pie.

—Sargento William Williams, este tribunal lo considera culpable de la acusación. —Lo miró fijamente, como confiando ver en su cara la vergüenza de la derrota.

Pero Billy ya esperaba el veredicto de culpabilidad. Era la sentencia lo que temía.

—Queda sentenciado a diez años de trabajos forzados —dijo Fitz.

Billy no pudo seguir manteniendo la inexpresividad de su rostro. No era la pena capital, pero… ¡diez años! Cuando saliera tendría treinta años. Estarían en 1929. Mildred tendría treinta y cinco. Podría haber pasado ya la mitad de sus vidas. Su fachada de desafío se desmoronó y se le saltaron las lágrimas.

Una expresión de profunda satisfacción iluminó el rostro de Fitz.

—Retírese —dijo.

Se llevaron a Billy custodiado para que empezara su sentencia en prisión.

37

Mayo y junio de 1919

I

El primero de mayo, Walter von Ulrich le escribió una carta a Maud y la envió en la ciudad de Versalles.

No sabía si estaba viva o muerta. No había tenido noticias suyas desde su encuentro en Estocolmo. Todavía no había servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña, así que era la primera oportunidad que tenía de escribirle en dos años.

Walter y su padre habían viajado a Francia el día anterior junto con ciento ochenta políticos, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, como parte de la delegación alemana de la conferencia de paz. Los ferrocarriles franceses habían reducido la marcha de su tren especial hasta hacerlos cruzar el paisaje devastado del nordeste de Francia a una velocidad de a pie.

—Como si nosotros fuéramos los únicos que dispararon obuses aquí —comentó Otto, malhumorado.

Desde París los habían llevado en autobús hasta la pequeña ciudad de Versalles y los habían dejado en el Hôtel des Réservoirs. Su equipaje fue descargado en el patio, donde de bastante mala manera les dijeron que lo entraran ellos mismos. Walter pensó que estaba claro que los franceses no iban a ser magnánimos en la victoria.

—No han ganado, eso es lo que les pasa —dijo Otto—. Puede que tampoco hayan perdido, o no del todo, porque los británicos y los norteamericanos los han salvado… pero de eso no pueden alardear mucho. Los hemos vencido, y ellos lo saben, por eso se sienten heridos en su descomedido orgullo.

El hotel era frío y lúgubre, pero los magnolios y los manzanos de fuera estaban en flor. Los alemanes tenían permiso para pasear por las tierras del gran
château
y visitar las tiendas. Siempre había un pequeño corrillo frente al hotel. La gente normal no era tan maligna como los funcionarios. En ocasiones los abucheaban, pero la mayoría de las veces simplemente sentían curiosidad por ver al enemigo.

Walter le escribió a Maud el primer día. No mencionó su matrimonio; no estaba convencido de que fuera seguro y, de todas formas, era difícil romper la costumbre del secretismo. Le dijo dónde estaba, describió el hotel y sus alrededores y le pidió que le contestara. Fue andando a la ciudad, compró un sello y envió la carta.

Esperaba la respuesta con anhelante impaciencia. Si seguía viva, ¿lo amaría aún? Estaba casi seguro de que sí. Sin embargo, habían pasado dos años desde que Maud lo abrazara con ansia en aquella habitación de hotel de Estocolmo. El mundo estaba lleno de hombres que habían regresado de la guerra y se habían encontrado con que sus novias o sus esposas se habían enamorado de otro durante los largos años de separación.

Unos cuantos días después, los jefes de las delegaciones fueron convocados en el hotel Trianon Palace, al otro lado del parque, donde se les hizo entrega con gran ceremonia de copias impresas del tratado de paz esbozado por los victoriosos aliados. Estaba en francés. De vuelta en el Hôtel des Réservoirs, las copias fueron entregadas a los equipos de traductores. Walter era el jefe de uno de estos. Dividió su trabajo en secciones, las repartió y se sentó a leer.

Era aún peor de lo que había esperado.

El ejército francés ocuparía la región fronteriza de Renania durante quince años. La región alemana del Sarre se convertiría en protectorado de la Sociedad de las Naciones y los franceses controlarían sus minas de carbón. Alsacia y Lorena serían devueltas a Francia sin plebiscito: el gobierno francés temía que la población votara por seguir siendo alemana. El nuevo estado de Polonia era tan vasto que abarcaba los hogares de tres millones de alemanes y los yacimientos de carbón de Silesia. Alemania perdería todas sus colonias: los aliados se las habían repartido como ladrones dividiendo el botín. Y los alemanes tendrían que acceder a pagar una cantidad sin especificar en concepto de reparaciones: dicho de otro modo, firmarían un cheque en blanco.

Walter se preguntó qué clase de país querían que fuera Alemania. ¿Tenían en mente un gigantesco campo de esclavos donde todo el mundo viviría de raciones de campaña y se mataría a trabajar para que los caciques se quedaran con la producción? Si él mismo iba a ser un esclavo en esas condiciones, ¿cómo podía plantearse formar un hogar con Maud y tener hijos?

Sin embargo, lo peor de todo era la cláusula de la culpabilidad de la guerra.

El artículo 231 del tratado decía: «Los gobiernos aliados y asociados afirman, y Alemania acepta, que Alemania y sus aliados son responsables de haber causado todas las pérdidas y los daños a los que se han visto sujetos los gobiernos aliados y asociados, así como sus ciudadanos, como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados».

—Eso es mentira —dijo Walter con enfado—. Una maldita mentira atroz, perversa, ignorante y estúpida.

Alemania no era inocente, lo sabía, y él lo había discutido mucho con su padre, una y otra vez. Pero había vivido en primera persona las crisis diplomáticas del verano de 1914, conocía hasta el último paso del camino que había conducido a la guerra, y no había ninguna nación que fuera culpable. La principal preocupación de los mandatarios de ambos lados había sido proteger sus países, y ninguno de ellos había tenido intención de abocar al mundo a la mayor guerra de la historia: ni Asquith, ni Poincaré, ni el káiser, ni el zar, ni el emperador austríaco. Incluso Gavrilo Princip, el asesino de Sarajevo, se había sentido horrorizado, por lo visto, al darse cuenta de lo que había empezado. Sin embargo, ni siquiera él era responsable de «todas las pérdidas y los daños».

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