La caída de los gigantes (66 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Wilson sonrió, dejando a la vista su mala dentadura.

—Gus, ¿te ha dicho alguien que la política fuera fácil?

Al final, Wilson envió un severo comunicado al gobierno alemán, exigiéndole que detuviera los ataques a buques. Sus asesores, entre ellos Gus, y él confiaban en que los alemanes accederían a llegar a algún acuerdo. Pero si optaban por una actitud desafiante, Gus no veía cómo Wilson iba a poder evitar el aumento de la tensión. Era un juego peligroso, y Gus se dio cuenta de que era incapaz de mantener una actitud fría y distante, como el presidente, con respecto al riesgo que corrían.

Mientras los telegramas diplomáticos cruzaban el Atlántico, Wilson fue a su casa de veraneo, en New Hampshire, y Gus, a Buffalo, donde se alojó en la mansión que sus padres tenían en Delaware Avenue. Su padre poseía también una casa en Washington, pero Gus vivía en un apartamento propio, y cuando volvía a Buffalo disfrutaba enormemente de las comodidades de una casa gobernada por su madre: el cuenco de plata con capullos de rosa en la mesilla de noche de su dormitorio, los panecillos calientes del desayuno, la mantelería blanca impoluta en cada comida, la aparición de un traje lavado con esponja y planchado en su ropero sin que él hubiese advertido que nadie se lo hubiera llevado de allí.

La casa estaba amueblada con deliberada sencillez, la reacción de su madre contra las modas decorativas de su propia generación. Gran parte del mobiliario era Biedermeier, un estilo alemán funcional que empezaba a resurgir. El comedor lucía un exquisito cuadro en cada una de sus cuatro paredes, y un único candelabro de tres brazos sobre la mesa. Durante el almuerzo del primer día, su madre dijo:

—Supongo que tienes previsto ir a los suburbios a ver peleas.

—No hay nada malo en el boxeo —repuso Gus.

Era su gran pasión. Incluso había llegado a probarlo, siendo un temerario chico de dieciocho años; sus largos brazos le habían granjeado un par de victorias, pero carecía de instinto asesino.

—Bah,
canaille
—dijo ella con desdén. Era una expresión esnob que había aprendido en Europa y que significaba «clase baja».

—Me gustaría evadirme un poco de la política internacional, si puedo.

—Esta tarde dan una conferencia sobre Tiziano, con proyección de transparencias con una linterna mágica, en el Albright —le informó ella. El Albright Art Gallery, un edificio clásico blanco situado en Delaware Park, era una de las instituciones culturales más importantes de Buffalo.

Gus había crecido rodeado de cuadros renacentistas, y le gustaban en particular los retratos de Tiziano, pero no le interesaba demasiado asistir a la conferencia. No obstante, era la clase de acto que solían frecuentar los hombres y las mujeres jóvenes de buena familia y, por tanto, una oportunidad para retomar antiguas amistades.

El Albright estaba a un breve trayecto en coche de Delaware Avenue. Entró en el atrio y tomó asiento. Tal como esperaba, entre los asistentes había varias personas a las que conocía. De pronto se sorprendió al ver que a su lado estaba sentada una chica de belleza extraordinaria que le resultaba conocida.

La miró y esbozó una sonrisa vaga, y ella dijo alegremente:

—Has olvidado quién soy, ¿no es así, señor Dewar?

Él se sintió como un tonto.

—Eh… He estado un tiempo fuera de la ciudad.

—Soy Olga Vyalov —dijo, y le tendió una mano enguantada.

—Por supuesto —dijo él.

Su padre era un inmigrante ruso cuyo primer empleo había consistido en echar a los borrachos de un bar de Canal Street. En ese momento era ya propietario de toda la calle. Era concejal del ayuntamiento y un pilar de la Iglesia ortodoxa rusa. Gus había visto a Olga en varias ocasiones, aunque no recordaba que fuera tan atractiva; tal vez había crecido de golpe… Tenía unos veinte años, supuso él, la tez pálida y los ojos azules, y llevaba una chaqueta rosa con cuello vuelto y un sombrero cloché con flores de seda rosa.

—He oído que trabajas para el presidente —comentó—. ¿Qué opinas del señor Wilson?

—Lo admiro enormemente —respondió Gus—. Es un político pragmático que sigue siendo fiel a sus ideales.

—Qué emocionante debe de ser estar en el centro del poder.

—Es emocionante pero, por extraño que parezca, uno no se siente allí en el centro del poder. En una democracia, el presidente depende de los electores.

—Pero sin duda no se limita a hacer lo que los ciudadanos quieren.

—No exactamente, no. El presidente Wilson dice que un líder debe tratar a la opinión pública del mismo modo en que un marinero se aprovecha del viento, utilizándolo para impulsar la nave en una dirección u otra, pero nunca intentando ir directamente contra él.

Olga suspiró.

—Me habría encantado estudiar esas cosas, pero mi padre no me deja ir a la universidad.

Gus sonrió.

—Supongo que cree que aprenderías a fumar cigarrillos y a beber ginebra.

—Y a algo peor, no me cabe duda —dijo ella. Era un comentario subido de tono para una mujer soltera, y el rostro de él debió de delatar su sorpresa, pues ella añadió—: Lo siento, te he incomodado.

—En absoluto. —De hecho, se sentía cautivado. Con la voluntad de que siguiera hablando, le preguntó—: ¿Qué estudiarías si pudieras ir a la universidad?

—Historia, creo.

—Adoro la historia. ¿Alguna época en particular?

—Me gustaría entender mi propio pasado. ¿Por qué tuvo que marcharse de Rusia mi padre? ¿Por qué Estados Unidos es mucho mejor? Debe de haber motivos para estas cosas.

—¡Exacto!

A Gus le emocionaba que una joven hermosa compartiera su curiosidad intelectual. De pronto se imaginó a ambos como una pareja casada, en el vestidor después de una fiesta, charlando sobre acontecimientos del mundo mientras se preparaban para acostarse, él en pijama, sentado y contemplándola mientras ella se quitaba pausadamente las joyas y se desnudaba… Luego la miró a los ojos; tuvo la impresión de que ella había adivinado lo que tenía en la cabeza y se sintió azorado. Intentó pensar en algo que decir, pero se había quedado mudo.

En ese momento llegó el conferenciante, y el público guardó silencio.

Disfrutó de la charla más de lo que había esperado. El orador había preparado transparencias Autochrome a color de algunos lienzos de Tiziano, y su linterna mágica las proyectaba sobre una gran pantalla blanca.

Cuando la conferencia acabó, quiso seguir hablando con Olga, pero no pudo hacerlo. Chuck Dixon, un hombre a quien conocía de la escuela, se acercó a ellos. Chuck poseía un encanto natural que Gus envidiaba. Tenían la misma edad, veinticinco años, pero Chuck lo hacía sentir como un colegial torpe.

—Olga, tienes que conocer a mi primo —dijo Dixon con aire jovial—. Te ha estado mirando desde el otro extremo de la sala. —Dedicó una sonrisa cordial a Gus—. Siento privarte de una compañía tan cautivadora, Dewar, pero, ya sabes, no puede ser solo tuya toda la tarde. —Rodeó a Olga por la cintura con un brazo en un gesto posesivo y se la llevó.

Gus se sintió despojado. Tenía la sensación de haber congeniado tan bien con ella… Para él, esas primeras conversaciones con una chica solían ser las más arduas, pero con Olga le había sido fácil charlar. Y entonces Chuck Dixon, que en la escuela siempre había sido el último de la clase, se alejaba con ella con la misma desenvoltura con que habría cogido una copa de la bandeja de un camarero.

Mientras Gus buscaba con la mirada a algún conocido, se le acercó una chica tuerta.

La primera vez que vio a Rosa Hellman —en una cena benéfica para la Orquesta Sinfónica de Buffalo, en la que tocaba el hermano de esta— creyó que ella le guiñaba un ojo. En realidad, tenía un ojo cerrado permanentemente. Por lo demás, su rostro era hermoso, lo que hacía que su defecto fuera más llamativo. Además, siempre vestía con elegancia, como en una actitud desafiante. Ese día llevaba un canotier de paja extrañamente ladeado, pese a lo cual seguía estando guapa.

La última vez que la había visto dirigía un periódico radical de poca tirada llamado
Buffalo Anarchist
, y Gus le preguntó:

—¿A los anarquistas les interesa el arte?

—Ahora trabajo para el
Evening Advertiser
—contestó ella.

Gus se sorprendió.

—¿Está al corriente el director de tus opiniones políticas?

—Mis opiniones ya no son tan extremistas como antes, pero conoce mi historial.

—Supongo que dedujo que, si eres capaz de convertir un periódico anarquista en un éxito, debes de ser buena.

—Dice que me dio el empleo porque tengo más pelotas que cualquiera de los hombres que tiene en plantilla.

Gus sabía que a ella le gustaba impactar, pero aun así se quedó boquiabierto.

Rosa se rió.

—Pero sigue enviándome a cubrir exposiciones de arte y desfiles de moda. —Cambió de tema—. ¿Qué se siente trabajando en la Casa Blanca?

Gus era consciente de que cualquier cosa que dijera podría aparecer en su periódico.

—Mucha emoción —contestó—. Creo que Wilson es un gran presidente, tal vez el mejor de la historia.

—¿Cómo puedes decir eso? Está peligrosamente cerca de meternos en una guerra europea.

La actitud de Rosa era común entre la comunidad alemana, que obviamente solo veía la vertiente alemana de la historia, y entre los izquierdistas, que querían ver al zar derrocado. Sin embargo, muchas personas que no eran alemanas ni izquierdistas compartían su opinión. Gus contestó, precavido:

—Mientras submarinos alemanes sigan matando a ciudadanos estadounidenses, el presidente no puede… —Estuvo a punto de decir «hacer la vista gorda». Vaciló, se sonrojó y dijo—: obviarlo.

Ella no pareció reparar en su azoramiento.

—Pero los ingleses están bloqueando los puertos alemanes, violando la legislación internacional, y a consecuencia de ello las mujeres y los niños alemanes se están muriendo de hambre. Mientras tanto, la guerra en Francia está en un punto muerto: ningún bando ha variado su posición en más de unos pocos metros en los últimos seis meses. Los alemanes tienen que hundir barcos británicos; de lo contrario perderán la guerra.

Tenía una capacidad impresionante para captar las complejidades; esa era la razón por la que Gus disfrutaba hablando con ella.

—He estudiado derecho internacional —dijo él—. Desde un punto de vista estricto, los ingleses no están actuando de forma ilegal. Los bloqueos navales se prohibieron en la Declaración de Londres de 1909, aunque nunca fue ratificada.

No era fácil hacerla cambiar de tema.

—Olvídate de la legalidad. Los alemanes advirtieron a los estadounidenses que no viajaran en transatlánticos británicos. ¡Por el amor de Dios, pero si publicaron un anuncio en los periódicos! ¿Qué más pueden hacer? Imagina que estuviéramos en guerra con México y que el
Lusitania
hubiese sido un barco mexicano cargado con armamento destinado a matar a soldados norteamericanos. ¿Se le habría permitido pasar?

Era una buena pregunta, y Gus no tenía una respuesta razonable.

—Bien, al menos el secretario de Estado Bryan opinaba como tú. —William Jennings Bryan había dimitido tras el envío del comunicado de Wilson a los alemanes—. Creyó que lo único que teníamos que hacer era advertir a los estadounidenses de que no viajaran en los barcos de los países beligerantes.

Ella no estaba dispuesta a dejarle salir del atolladero.

—Bryan ve que Wilson ha asumido un grave riesgo —dijo—. Si los alemanes no reculan ahora, difícilmente podremos evitar la guerra contra ellos.

Gus no admitiría ante una periodista que compartía sus recelos. Wilson había exigido al gobierno alemán que pusiera fin a los ataques contra la marina mercante, ofreciera compensaciones por los ya cometidos e impidiera que volvieran a producirse. En otras palabras: concedía a los británicos libertad para navegar mientras aceptaba que los barcos alemanes estuvieran varados en puerto debido al bloqueo. Resultaba difícil imaginar a algún gobierno accediendo a tales demandas.

—Pero la opinión pública aprueba lo que el presidente ha hecho.

—La opinión pública puede equivocarse.

—Pero el presidente no puede pasarla por alto. Mira, Wilson está en la cuerda floja. Desea mantenernos al margen de la guerra, pero no quiere que Estados Unidos dé una imagen débil en la diplomacia internacional. Creo que ha conseguido el equilibrio correcto en el momento actual.

—Pero ¿y en el futuro?

Era una pregunta inquietante.

—Nadie puede predecir el futuro —contestó Gus—. Ni siquiera Woodrow Wilson.

Ella se rió.

—La respuesta de un político. Llegarás lejos en Washington. —Alguien le habló y ella se volvió.

Gus se alejó, con la ligera sensación de haber participado en un combate de boxeo que había acabado en tablas.

Parte del público estaba invitado a tomar el té con el ponente. Gus se contaba entre los privilegiados porque su madre era mecenas del museo. Dejó a Rosa y se encaminó a una sala privada. Cuando entró, se regocijó de ver allí a Olga. Sin duda su padre también donaba dinero.

Cogió una taza de té y se acercó a ella.

—Si algún día vas a Washington, me encantaría enseñarte la Casa Blanca —le dijo.

—¡Oh! ¿Podrías presentarme al presidente?

A Gus le dieron ganas de contestar: «¡Sí, todo lo que quieras!», pero dudó antes de prometer algo que tal vez no podría cumplir.

—Es probable —dijo—. Dependerá de lo ocupado que esté. Cuando se sienta frente a la máquina de escribir y empieza a redactar discursos o comunicados de prensa, nadie puede molestarle.

—Me entristeció mucho la muerte de su esposa —dijo Olga.

Ellen Wilson había muerto hacía algo menos de un año, poco después del estallido de la guerra en Europa.

Gus asintió.

—Se quedó desolado.

—Pero he oído que ya corteja a una viuda acaudalada.

Gus se sintió desconcertado. En Washington era un secreto a voces que Wilson se había enamorado con una pasión adolescente, solo ocho meses después de que su esposa falleciera, de la voluptuosa señora Edith Galt. El presidente tenía cincuenta y ocho años; su amada, cuarenta y uno. Justo en esos momentos estaban juntos en New Hampshire. Gus formaba parte del reducido grupo que también sabía que Wilson le había propuesto matrimonio hacía un mes, y que la señora Galt aún no le había dado una respuesta.

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