La caída de los gigantes (132 page)

BOOK: La caída de los gigantes
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gus empezaba a ver que la tarea de Wilson podía ser más complicada de lo que había imaginado.

—Bueno, ¿y la opinión pública? Ya has visto la recepción que ha tenido nuestro presidente en Brest. Los europeos miran hacia él para crear un mundo de paz.

—Esa es su mayor baza. La gente está cansada de tanta carnicería. «Nunca más», es lo que gritan. Solo espero que Wilson pueda darles lo que quieren.

Volvieron a sus compartimientos y se dieron las buenas noches. Gus estuvo un buen rato despierto en la cama, pensando en Rosa y en lo que había dicho. La verdad es que era la mujer más inteligente que conocía. Y también era guapa. En cierta forma, enseguida te olvidabas de su ojo. Al principio parecía una deformidad terrible, pero al cabo de un rato Gus había dejado de verlo.

Rosa, sin embargo, se había mostrado pesimista en cuanto a la conferencia, y todo lo que había dicho era cierto. Gus comprendió entonces que a Wilson le esperaba una buena batalla. Se sentía muy contento de formar parte del equipo, y decidió colaborar con cuanto estuviera en su mano por hacer realidad los ideales del presidente.

Esa noche, ya de madrugada, miró por la ventanilla mientras el tren atravesaba Francia en dirección al este, echando vapor. Al cruzar una ciudad, le sorprendió ver a una muchedumbre en los andenes de la estación y en la carretera que había junto a las vías, mirando al tren. Estaba oscuro, pero se los distinguía claramente bajo la luz de las farolas. Se dio cuenta de que eran miles de personas: hombres, mujeres y niños. No aclamaban a nadie, estaban más bien en silencio. Gus vio que los hombres y los niños se quitaban los sombreros, y ese gesto de respeto lo conmovió tanto que casi lo hizo llorar. Habían esperado hasta altas horas de la noche para ver pasar el tren en que viajaba la esperanza del mundo.

35

Diciembre de 1918-febrero de 1919

I

El recuento de los votos se realizó tres días después de Navidad. Eth y Bernie Leckwith fueron al ayuntamiento de Aldgate para escuchar los resultados; Bernie en el estrado con su mejor traje, Eth entre el público.

Bernie perdió.

Él lo encajó con estoicismo, pero Ethel lloró. Para él era el final de un sueño. A lo mejor había sido un sueño tonto, pero de todas formas se sentía herido, y ella sufría por él.

El candidato liberal respaldó la coalición de Lloyd George, de modo que no había habido ningún candidato conservador. Por lo tanto los conservadores habían votado a los liberales y la unión de ambas fuerzas había sido demasiado para que los laboristas los vencieran.

Bernie felicitó a su oponente ganador y bajó del estrado. Los demás miembros del Partido Laborista tenían una botella de whisky escocés y querían celebrar un velatorio, pero Bernie y Ethel se fueron a casa.

—No estoy hecho para esto, Eth —dijo Bernie mientras ella ponía agua a hervir para preparar un chocolate.

—Tú has hecho tu trabajo —lo consoló ella—. Ese maldito Lloyd George ha sido más listo que nosotros.

Bernie sacudió la cabeza.

—No soy un líder —dijo—. Soy un pensador y un planificador. Todo este tiempo he intentado hablar con la gente igual que lo haces tú y encenderlos de entusiasmo por nuestra causa, pero nunca lo he logrado. Cuando tú hablas, te adoran. Esa es la diferencia.

Ethel sabía que tenía razón.

A la mañana siguiente, los periódicos mostraron que los resultados de Aldgate se habían reflejado en todo el país. La coalición había conseguido 525 de los 707 escaños, una de las mayorías más amplias de la historia del Parlamento. La gente había votado al hombre que había ganado la guerra.

Ethel estaba amargamente decepcionada. Los hombres de siempre seguían gobernando el país. Los mismos políticos que habían propiciado millones de muertes, de pronto lo celebraban como si hubieran hecho algo maravilloso. Pero ¿qué habían conseguido? Dolor, hambre y destrucción. Diez millones de hombres y niños habían muerto sin razón alguna.

El único ápice de esperanza era que el Partido Laborista había mejorado su posición. Habían logrado sesenta escaños, más que los cuarenta y dos de antes.

Eran los liberales contrarios a Lloyd George quienes más habían sufrido. Solo habían ganado en treinta circunscripciones, y el mismísimo Asquith había perdido su escaño.

—Podría ser el fin del Partido Liberal —dijo Bernie durante la comida, echándose salsa en el pan—. Le han fallado al pueblo, y ahora los laboristas somos la oposición. Puede que sea nuestro único consuelo.

Justo antes de que se fueran a trabajar, llegó el correo. Ethel comprobó las cartas mientras Bernie le ataba a Lloyd los cordones de los zapatos. Había una de Billy, escrita en su código, así que se sentó a la mesa de la cocina para descifrarlo.

Subrayó las palabras clave con un lápiz y las escribió en una libreta. A medida que iba descifrando el mensaje, su fascinación aumentaba.

—Ya sabes que Billy está en Rusia —le dijo a Bernie.

—Sí.

—Bueno, pues dice que nuestro ejército está allí para luchar contra los bolcheviques. Y que el ejército americano también.

—No me sorprende.

—Sí, pero escucha, Bern —dijo ella—, sabemos que los blancos no pueden derrotar a los bolcheviques… pero ¿y si se les unieran ejércitos extranjeros? ¡Podría pasar cualquier cosa!

Bernie parecía meditabundo.

—Podrían restablecer la monarquía.

—La gente de este país no lo permitiría.

—La gente de este país no sabe lo que está pasando.

—Pues será mejor que se lo expliquemos —repuso Ethel—. Voy a escribir un artículo.

—¿Quién lo publicará?

—Ya veremos. A lo mejor el
Daily Herald
. —El
Herald
era de izquierdas—. ¿Llevarás a Lloyd con la niñera?

—Sí, por supuesto.

Ethel reflexionó unos instantes y luego escribió en lo alto de una hoja de papel:

¡RUSIA NO SE TOCA!

II

A Maud, pasear por París la hacía llorar. En los amplios bulevares había montañas de escombros donde habían caído los obuses alemanes. Las ventanas rotas de los grandes edificios estaban reparadas con tablones, y así le recordaban dolorosamente a su apuesto hermano con su ojo desfigurado. Las avenidas de árboles estaban malogradas por los huecos surgidos al sacrificar un viejo castaño o un noble plátano por su madera. La mitad de las mujeres vestían de negro por el luto, y en muchas esquinas había soldados tullidos que mendigaban unas monedas.

Maud también lloraba por Walter. No había recibido respuesta a su carta. Había preguntado si se podía viajar a Alemania, pero era imposible. Ya le había sido bastante difícil conseguir permiso para llegar a París. Ella había esperado que Walter acompañara a la delegación alemana, pero no había tal delegación: los países vencidos no estaban invitados a la conferencia de paz. Los victoriosos aliados se proponían llegar a un acuerdo entre sí y luego presentarles a los perdedores el tratado para que lo firmaran.

Mientras tanto, escaseaba el carbón y en todos los hoteles hacía un frío de muerte. Ella tenía una suite en el Majestic, donde estaba situado el cuartel general de la delegación británica. Para protegerse de posibles espías franceses, los británicos habían sustituido a todo el personal por sus propios trabajadores. Por eso la comida era espantosa: gachas para desayunar, verduras demasiado cocidas y un café malísimo.

Arrebujada en un abrigo de pieles de antes de la guerra, Maud fue a encontrarse con Johnny Remarc en el Fouquet’s, en los Campos Elíseos.

—Gracias por conseguirme el permiso para venir a París —le dijo.

—Por ti, cualquier cosa, Maud. Pero ¿por qué tenías tanto interés en venir?

No iba a decirle la verdad, y menos aún a alguien a quien le encantaban los chismorreos.

—Para ir de compras —respondió—. Hace cuatro años que no me compro un vestido nuevo.

—Ay, perdóname, pero no hay casi nada que comprar, y lo que queda cuesta un dineral. ¡Mil quinientos francos por un vestido! Incluso Fitz habría puesto reparos. Me parece a mí que debes de tener un
mon chéri
francés.

—Ojalá fuera así. —Maud cambió de tema—. He encontrado el coche de Fitz. ¿Sabes dónde puedo conseguir gasolina?

—Veré qué puedo hacer.

Pidieron la comida.

—¿Crees que de verdad vamos a obligar a los alemanes a pagar miles de millones en reparaciones de guerra? —preguntó Maud.

—No están en muy buena situación para negarse —dijo Johnny—. Después de la guerra franco-prusiana obligaron a Francia a pagar cinco mil millones de francos… lo cual los franceses consiguieron hacer en tres años. Y el marzo pasado, en el Tratado de Brest-Litovsk, Alemania hizo prometer a los bolcheviques seis mil millones de marcos, aunque, desde luego, ahora ya no los pagarán. De cualquier forma, la justificada indignación alemana tiene el sonido huero de la hipocresía.

Maud detestaba que la gente hablara con dureza de los alemanes. Era como si el hecho de que hubieran perdido los convirtiera en unas bestias. «¿Y si los perdedores hubiésemos sido nosotros? —sintió ganas de replicar Maud—. ¿Nos habríamos visto obligados a decir que la guerra había sido culpa nuestra y pagar por ello?»

—Pero nosotros les estamos pidiendo mucho más: veinticuatro mil millones de libras, les requerimos, y los franceses hablan del doble.

—Es difícil discutir con los franceses —dijo Johnny—. A nosotros nos deben seiscientos millones de libras, y más aún a los americanos; pero, si les negamos las reparaciones de Alemania, dirán que no pueden pagarnos.

—¿Pueden pagar los alemanes lo que les pedimos?

—No. Mi amigo Pozzo Keynes dice que podrían pagar más o menos una décima parte, unos dos mil millones de libras, aunque eso podría paralizar su país.

—¿Te refieres a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge?

—Sí. Nosotros le llamamos Pozzo.

—No sabía que fuera uno de tus… amigos.

Johnny sonrió.

—Pues sí, querida, muchísimo.

Maud sufrió un arrebato de celos por el alegre libertinaje de Johnny. Ella había reprimido con fiereza su necesidad de amor físico. Hacía casi dos años desde la última vez que un hombre la había tocado con cariño. Se sentía como una monja vieja, arrugada y seca.

—¡Qué mirada más triste! —A Johnny no se le escapaban muchas cosas—. Espero que no estuvieras enamorada de Pozzo.

Maud rió, y luego encaminó la conversación hacia la política.

—Si sabemos que los alemanes no pueden pagar, ¿por qué insiste tanto Lloyd George?

—Yo mismo le hice esa pregunta. Lo conozco bastante bien, desde que era ministro de Municiones. Dice que todos los países beligerantes acabarán pagando sus propias deudas, y que nadie hablará de reparaciones de ningún tipo.

—Entonces, ¿por qué esta farsa?

—Porque, al final, serán los contribuyentes de cada país quienes paguen la guerra… pero el político que les diga eso jamás volverá a ganar ningunas elecciones.

III

Gus asistía a las reuniones diarias de la Comisión de la Sociedad de las Naciones, el grupo que estaba encargado de redactar el pacto que constituiría la sociedad. El propio Woodrow Wilson presidía el comité, y tenía prisa.

Wilson había dominado por completo el primer mes de la conferencia. Había conseguido dejar de lado el orden del día francés, que tenía como máxima prioridad las reparaciones alemanas y relegaba la sociedad al último punto, y había insistido en que la sociedad debía formar parte de cualquier tratado firmado por él.

La Comisión de la Sociedad de las Naciones se reunía en el lujoso hotel Crillon, en la plaza de la Concordia. Los ascensores hidráulicos eran viejos y lentos, y a veces se paraban entre dos pisos mientras se restablecía la presión del agua; Gus pensaba que se parecían mucho a los diplomáticos europeos, que de nada disfrutaban más que de una discusión pausada, y no tomaban una decisión a menos que se vieran obligados. Observó divertido, aunque sin dar muestras de ello, que tanto diplomáticos como ascensores hacían que el presidente de Estados Unidos se inquietara y mascullara con furiosa impaciencia.

Los diecinueve comisionados se sentaban alrededor de una gran mesa cubierta con un mantel rojo; sus intérpretes detrás, susurrándoles al oído; sus ayudantes repartidos por la sala, con expedientes y cuadernos. Gus vio que a los europeos les impresionaba la capacidad de su jefe de avanzar con el orden del día. Algunos habían dicho que la redacción del pacto se alargaría durante meses, cuando no años; otros decían que las naciones jamás llegarían a un acuerdo. Sin embargo, para deleite de Gus, al cabo de diez días ya estaban muy cerca de terminar un primer borrador.

Wilson tenía que marcharse a Estados Unidos el 14 de febrero. Regresaría pronto, pero estaba decidido a tener un borrador del pacto que llevarse a casa.

Por desgracia, la tarde antes de partir, los franceses presentaron un importante escollo. Propusieron que la Sociedad de las Naciones tuviera su propio ejército.

Wilson, desesperado, cerró los ojos.

—Imposible —refunfuñó.

Gus sabía por qué. El Congreso no permitiría que nadie más controlara las tropas estadounidenses.

El delegado francés, el antiguo primer ministro Léon Bourgeois, argumentó que la sociedad no tendría poder real a menos que contara con una forma de obligar a que sus decisiones se cumplieran.

Gus compartía la frustración de Wilson. La Sociedad de las Naciones tenía otras maneras de presionar a los países canallas: diplomacia, sanciones económicas y, como último recurso, un ejército ad hoc, formado para llevar a cabo una misión específica y desmantelado cuando el trabajo se hubiera terminado.

Sin embargo, Bourgeois decía que nada de eso habría protegido a Francia de Alemania. Los franceses no podían concentrarse en nada más. A lo mejor era comprensible, pensó Gus, pero no era forma de crear un nuevo orden mundial.

Lord Robert Cecil, quien había realizado gran parte de la redacción, alzó un dedo huesudo para pedir la palabra. Wilson asintió: le gustaba Cecil, que era un férreo defensor de la sociedad. No todo el mundo pensaba igual: Clemenceau, el primer ministro francés, decía que, cuando Cecil sonreía, se parecía a un dragón chino.

—Discúlpenme por ser tan directo —dijo Cecil—. La delegación francesa parece decir que, puesto que la sociedad a lo mejor no será tan fuerte como ellos esperaban, la rechazarán por completo. Permítanme señalar con toda franqueza que, en tal caso, es casi seguro que se produzca entre Gran Bretaña y Estados Unidos una alianza bilateral que no le ofrecería nada a Francia.

Other books

Carlo Ancelotti by Alciato, Aleesandro, Ancelotti, Carlo
Mission Flats by William Landay
Seduced by the Night by Robin T. Popp
The Blue Ice by Innes, Hammond;
Lilac Spring by Ruth Axtell Morren
Torch by John Lutz