La caída de los gigantes (141 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—¡Buenos días, mamá! —dijo Lev alegremente.

Daisy imitó a su padre y repitió las mismas palabras.

—¿Te está dando de comer papá? —preguntó Olga.

En aquellos días hablaban así, a través de la niña. Habían mantenido relaciones sexuales unas cuantas veces desde que Lev había regresado de la guerra, pero no tardaron en caer de nuevo en su habitual indiferencia, y volvieron a dormir en habitaciones separadas; a los padres de Olga les dijeron que era porque Daisy se despertaba de noche, aunque raras veces lo hacía. Olga tenía la mirada de una mujer decepcionada, y a Lev no le importaba demasiado.

Josef entró en el comedor.

—¡Aquí está el abuelo! —exclamó Lev.

—Buenos días —dijo Josef secamente.

—El abuelo quiere un bocadillo —intervino Daisy.

—No —replicó Lev—. Son demasiado grandes para él.

A Daisy le encantaba que su padre dijera cosas que estaban mal claramente.

—No lo son —replicó la niña—. ¡Son demasiado pequeños!

Josef se sentó. Al volver de la guerra, Lev se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado su suegro: había engordado, y el traje de rayas le apretaba. Jadeaba por el mero esfuerzo de bajar las escaleras. El músculo se había convertido en grasa, el pelo negro se había encanecido y su tez rosada se había teñido de un rojo enfermizo.

Polina llegó de la cocina con una cafetera y le sirvió una taza a Josef, que abrió el
Buffalo Advertiser
.

—¿Qué tal van los negocios? —preguntó Lev.

No era una pregunta vana. La Ley Volstead había entrado en vigor la medianoche del 16 de enero, e ilegalizó la producción, el transporte y la venta de las bebidas alcohólicas. El imperio Vyalov se sustentaba en bares, hoteles y en la venta al por mayor de bebidas alcohólicas. La Ley Seca era la serpiente del paraíso de Lev.

—Estamos muriendo —dijo Josef con una sinceridad muy poco habitual en él—. He cerrado cinco bares en una semana, y lo peor aún ha de llegar.

Lev asintió.

—Estoy vendiendo sucedáneo de cerveza en los clubes, pero nadie lo quiere. —La ley permitía la venta de cerveza que tuviera menos de un 0,5 por ciento de alcohol—. Tienes que beber cuatro litros para que te suba un poco.

—Podemos vender licor casero bajo mano, pero no tenemos muchas existencias y, de todos modos, la gente tiene miedo de comprar.

Olga se sorprendió. Sabía muy poco sobre los negocios de su padre.

—Pero, papá, ¿qué vas a hacer?

—No lo sé —confesó Josef.

Aquello era otro cambio. En los viejos tiempos, Josef habría actuado con previsión para evitar la crisis. Sin embargo, hacía tres meses que se había aprobado la ley y su suegro no había hecho nada para prepararse para la nueva situación. Lev había esperado que sacara un conejo de la chistera. Entonces empezó a darse cuenta, con consternación, de que no iba a suceder.

La situación era preocupante. Lev tenía una esposa, una amante y dos hijos, y todos vivían de los negocios de Vyalov. Si el imperio se derrumbaba, Lev tendría que tramar algo.

Polina avisó a Olga de que tenía una llamada de teléfono y salió al pasillo. Lev la oyó hablar.

—Hola, Ruby —dijo—. Te has levantado pronto. —Hubo una pausa—. ¿Qué? No puedo creerlo. —Se hizo un gran silencio y Olga rompió a llorar.

Josef alzó la vista del periódico y preguntó:

—¿Qué demonios…?

Olga colgó con fuerza y regresó al comedor. Con los ojos arrasados en lágrimas señaló a Lev y dijo:

—Cabrón.

—¿Qué he hecho? —preguntó él, aunque temía saber la respuesta.

—Maldito… maldito cabrón.

Daisy empezó a berrear.

—Olga, cariño, ¿qué te pasa? —inquirió Josef.

—¡Ha tenido un bebé! —respondió Olga.

—Oh, mierda —dijo Lev, en voz baja.

—¿Quién ha tenido un bebé? —preguntó Josef.

—La puta de Lev. La que vimos en el parque. Marga.

Josef se puso rojo.

—¿La cantante del Monte Carlo? ¿Ha tenido un hijo de Lev?

Olga asintió, sollozando.

Josef se volvió hacia Lev.

—Eres un hijo de puta.

—Intentemos mantener la calma —dijo Lev.

Josef se puso en pie.

—Dios mío, creía que te había enseñado una maldita lección.

Lev echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Se apartó de Josef, con los brazos estirados en actitud defensiva.

—Cálmate, Josef, joder —dijo.

—No te atrevas a decirme que me calme —replicó Josef.

Con una agilidad sorprendente se abalanzó sobre él y arremetió con su puño rollizo. Lev no fue lo bastante rápido para esquivar el golpe y recibió un puñetazo en el pómulo izquierdo. Le dolió mucho y retrocedió, tambaleándose.

Olga agarró a Daisy, que seguía chillando, y se dirigió hacia la puerta.

—¡Parad! —gritó.

Josef lanzó otro puñetazo con la izquierda.

Hacía mucho tiempo que Lev no se había visto envuelto en una pelea, pero había crecido en los suburbios de Petrogrado, y aún tenía reflejos. Bloqueó el golpe de Josef, se acercó a él y le asestó dos puñetazos en la barriga, primero con la izquierda y luego con la derecha. Josef se quedó sin respiración. Entonces Lev le asestó varios directos en la cara, y le golpeó en la nariz, en la boca y en los ojos.

Josef era un hombre fuerte y un matón, pero la gente le tenía demasiado miedo para contraatacar, y había perdido práctica para defenderse. Se tambaleó y levantó los brazos en un débil intento de protegerse de los golpes de su yerno.

El instinto callejero de Lev no le permitía parar mientras el agresor se mantuviera en pie, y siguió arremetiendo contra Josef, golpeándolo en el tronco y en la cabeza, hasta que el hombre mayor tropezó con una silla, se vino abajo y cayó sobre la moqueta.

La madre de Olga, Lena, entró corriendo en el comedor, gritó y se arrodilló junto a su marido. Polina y la cocinera se asomaron por la puerta de la cocina, con cara de asustadas. Josef tenía el rostro magullado y ensangrentado, pero se apoyó en un codo y apartó a Lena. Entonces, cuando intentó levantarse, dio un grito y cayó de nuevo.

Se quedó pálido como la cera y dejó de respirar.

—Dios mío —masculló Lev.

—¡Josef, oh, mi Joe, abre los ojos! —Lena rompió a llorar.

Lev le palpó el pecho a su suegro. El corazón no latía. Le agarró la muñeca y no le encontró el pulso.

«Ahora sí que me he metido en una buena», pensó.

Se puso en pie.

—Llama a una ambulancia, Polina.

La mujer salió al pasillo y cogió el teléfono.

Lev miró el cuerpo. Tenía que tomar una gran decisión, y tenía que hacerlo rápido. ¿Quedarse ahí, defender su inocencia, fingir pena e intentar salir indemne? No. Las probabilidades eran muy escasas.

Tenía que huir.

Subió corriendo al piso de arriba y se quitó la camisa. Había regresado de la guerra con mucho oro, gracias al whisky que les había vendido a los cosacos. Lo había convertido en poco más de cinco mil dólares, había metido los billetes en la faltriquera y la había guardado en el fondo de un cajón. En esos momentos se estaba poniendo la faltriquera, la camisa y la chaqueta.

Se puso el abrigo. Encima del armario había un viejo talego que contenía su pistola semiautomática Colt 45, modelo 1911, de oficial del ejército estadounidense. Guardó el arma en el bolsillo del abrigo. Metió una caja de munición y unas cuantas mudas de ropa interior en el talego y bajó.

En el comedor, Lena le había puesto un cojín a Josef bajo la cabeza, pero el hombre parecía más muerto que antes. Olga estaba al teléfono, en el pasillo, y decía:

—¡Dense prisa, por favor, creo que podría morir!

«Demasiado tarde, nena», pensó Lev.

—La ambulancia tardará demasiado en llegar. Voy a buscar al doctor Schwarz —dijo. Nadie preguntó por qué llevaba el talego.

Se fue al garaje y puso en marcha el Packard Twin Six de Josef. Salió de la finca y se enfiló hacia el norte.

No iba a buscar al doctor Schwarz.

Se dirigió hacia Canadá.

II

Lev conducía rápido. Al dejar atrás el barrio residencial del norte de Buffalo, intentó calcular de cuánto tiempo disponía. Sin duda, los enfermeros de la ambulancia llamarían a la policía. En cuanto esta llegara a casa de los Vyalov, descubriría que Josef había muerto en una pelea. Olga no dudaría en decirles quién había noqueado a su padre: si no odiaba a Lev antes, seguro que entonces sí. A partir de ese momento, lo buscarían por homicidio.

En el garaje de los Vyalov acostumbraba a haber tres coches: el Packard, el Ford T de Lev y un Hudson azul utilizado por los matones de Josef. Aquellos inútiles no tardarían en deducir que Lev había huido en el Packard. Al cabo de una hora, calculó, la policía empezaría a buscar el coche.

Por entonces, con un poco de suerte, ya estaría fuera del país.

Había ido a Canadá con Marga en varias ocasiones. Toronto estaba solo a ciento cincuenta kilómetros, tres horas en un coche rápido. Les gustaba registrarse en el hotel como señor y señora Peters y salir por la ciudad, de tiros largos, sin tener que preocuparse de que los viera alguien que pudiera decírselo a Josef Vyalov. Lev no tenía pasaporte estadounidense, pero conocía varios pasos fronterizos en los que no había punto de control.

Llegó a Toronto a mediodía y se registró en un hotel tranquilo.

Pidió un bocadillo en la cafetería y se sentó un rato para analizar su situación. Lo buscaban por asesinato. No tenía hogar y no podía ir a visitar a ninguna de sus dos familias sin arriesgarse a que lo detuvieran. Tal vez nunca volvería a ver a sus hijos. Tenía cinco mil dólares en la faltriquera y un coche robado.

Pensó en cómo había alardeado ante su hermano tan solo diez meses antes. ¿Qué pensaría Grigori de él ahora?

Se comió el bocadillo y luego vagó por el centro de la ciudad. Se sentía deprimido. Entró en una licorería y compró una botella de vodka para llevársela a la habitación. Quizá esa noche se emborracharía. Se dio cuenta de que el whisky de centeno costaba cuatro dólares. En Buffalo, las pocas botellas que circulaban, valían diez; en la ciudad de Nueva York, quince o veinte. Lo sabía porque había intentado comprar alcohol ilícito para los clubes nocturnos.

Volvió al hotel y compró un poco de hielo. La habitación estaba sucia, tenía unos muebles descoloridos y daba al patio trasero de unas tiendas de mala muerte. Cuando empezó a anochecer, más pronto de lo que estaba acostumbrado ya que se encontraba más al norte, se dio cuenta de que nunca se había sentido tan deprimido en toda su vida. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de salir a buscar una chica, pero se vio incapaz de hacerlo. ¿Iba a huir de todos los lugares en los que había vivido? Tuvo que irse de Petrogrado por culpa de un policía muerto, se fue de Aberowen escapando por los pelos de unos hombres a los que había timado a las cartas; ahora había huido de Buffalo como fugitivo.

Tenía que hacer algo con el Packard. La policía de Buffalo podía enviar una descripción por telegrama a Toronto. Debía cambiar la matrícula o cambiar el coche. Pero le faltaban las fuerzas.

A buen seguro Olga se alegraba de haberse librado de él. Se quedaría con toda la herencia. Sin embargo, el imperio Vyalov perdía valor cada día que pasaba.

Se preguntó si podría traer a Canadá a Marga y su bebé. ¿Estaría ella dispuesta a hacerlo? Estados Unidos era su sueño, tal y como había sido el de Lev. Canadá no era el destino anhelado de las cantantes de club nocturno. Tal vez lo seguiría a Nueva York o a California, pero no a Toronto.

Iba a echar de menos a sus hijos. Cuando pensó en la idea de que Daisy fuera a crecer sin él, se le saltaron las lágrimas. Estaba a punto de cumplir cuatro años: quizá se olvidaría de él por completo. Como mucho, guardaría un vago recuerdo. No recordaría el bocadillo más grande del mundo.

Después del tercer vaso de vodka cayó en la cuenta de que era una víctima lastimosa de la injusticia. No había querido matar a su suegro. Josef lo había atacado primero. De todos modos, en realidad no lo había matado: había muerto de una especie de ataque o infarto. Había sido mala suerte. Pero nadie iba a creerlo. Olga era el único testigo y tendría sed de venganza.

Se sirvió otro vodka y se tumbó en la cama. «Al diablo con todo», pensó.

Mientras se sumía en un sueño inquieto y alcohólico, pensó en las botellas del escaparate de la tienda. «Canadian Club, 4 $», decía el cartel. Sabía que ahí había algo importante, pero de momento no sabía exactamente qué.

Cuando se despertó a la mañana siguiente tenía la boca seca y le dolía la cabeza, pero sabía que el Canadian Club, a cuatro dólares la botella, podía ser su salvación.

Limpió el vaso y se bebió el hielo fundido que había en el fondo del cubo. Al tercer vaso ya tenía un plan.

Después de tomar zumo de naranja, café y unas aspirinas, se sintió mejor. Pensó en los peligros que lo aguardaban. Sin embargo, nunca había dejado que los riesgos lo disuadieran de algo. «Si lo hubiera permitido —pensó—, sería como mi hermano.»

Su plan tenía un gran inconveniente. Dependía de la reconciliación con Olga.

Se dirigió en coche a un barrio de mala muerte y entró en un restaurante barato que estaba sirviendo desayunos a trabajadores. Se sentó a una mesa con un grupo de hombres que parecían pintores y les dijo:

—Necesito cambiar mi coche por un camión. ¿Conocéis a alguien que podría estar interesado?

—¿Es legal? —preguntó uno de los hombres.

Lev puso su sonrisa más encantadora.

—Dame un descanso, amigo —dijo—. Si fuera legal, ¿lo estaría vendiendo aquí?

No encontró a nadie interesado en aquel restaurante ni en los siguientes lugares donde probó suerte, pero acabó en un taller mecánico dirigido por un padre y un hijo. Intercambió el Packard por una camioneta Mack Junior de dos toneladas, con dos ruedas de recambio. Fue un trato sin papeles y sin dinero. Era consciente de que lo estaban timando, pero el mecánico sabía que estaba desesperado.

Esa misma tarde, fue a ver a un mayorista de bebidas alcohólicas, cuya dirección había encontrado en la guía telefónica de la ciudad.

—Quiero cien cajas de Canadian Club —dijo—. ¿Cuánto pides?

—Por esa cantidad, treinta y seis dólares la caja.

—Trato hecho. —Lev sacó el dinero—. Voy a abrir una taberna a las afueras de la ciudad, y…

—No hacen falta explicaciones, amigo —dijo el mayorista. Señaló hacia la ventana. En el terreno que había al lado, un grupo de albañiles estaba empezando una obra—. Mi nuevo almacén, cinco veces más grande que este. Bendita sea la Ley Seca.

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