La caída de los gigantes (143 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Gracias a los periódicos tenía conocimiento de las noticias del mundo exterior. Fitz había vuelto a Londres y se dedicaba a pronunciar discursos en los que pedía más ayuda militar para los rusos blancos. Billy se preguntó si aquello significaba que los Aberowen Pals habían regresado a casa.

Los discursos de Fitz no sirvieron de mucho. La campaña «Rusia no se toca» de Ethel había recibido un gran apoyo y había sido refrendada por el Partido Laborista. A pesar de los acalorados discursos antibolcheviques del ministro de Guerra, Winston Churchill, Gran Bretaña había retirado sus tropas de la Rusia ártica. A mediados de noviembre, los rojos habían expulsado al almirante Kolchak de Omsk. Todo lo que Billy había dicho sobre los blancos, y que Ethel había repetido en su campaña, resultó ser cierto; todo lo que contaron Fitz y Churchill era falso. Sin embargo, Billy estaba en la cárcel y Fitz, en la Cámara de los Lores.

Tenía poco en común con los otros internos. No eran presos políticos. La mayoría había cometido delitos de verdad, robo, agresión y homicidio. Eran hombres duros, pero Billy también y no les tenía miedo. Lo trataban con una deferencia cautelosa ya que, al parecer, tenían la sensación de que su delito estaba por encima del suyo. Él se dirigía a ellos en un tono amistoso, pero los demás presos no tenían ningún interés en política. No veían nada de malo en la sociedad que los había encarcelado; tan solo estaban decididos a vencer al sistema en la siguiente oportunidad.

Durante el receso de media hora del almuerzo, leía el periódico. La mayoría de los internos eran analfabetos. Un día abrió el
Daily Herald
y vio una fotografía de una cara familiar. Tras un momento de sorpresa se dio cuenta de que era una fotografía suya.

Recordó cuándo se la tomaron. Mildred lo había arrastrado a un fotógrafo de Aldgate para que le hiciera una foto vestido con el uniforme. «Todas las noches la rozaré con los labios», le había dicho. Billy había pensado a menudo en aquella ambigua promesa mientras estuvo alejado de ella.

El titular decía: «¿Por qué está en la cárcel el sargento Williams?». Billy leyó con una emoción cada vez mayor.

William Williams, del 8.º Batallón de los Fusileros Galeses (los «Aberowen Pals») está cumpliendo una pena de diez años en una cárcel militar, condenado por traición. ¿Es este hombre un traidor? ¿Acaso traicionó a su país, desertó y se unió al enemigo o huyó de la batalla? Al contrario. Luchó con valentía en el Somme y siguió sirviendo en Francia durante dos años, donde fue ascendido a sargento.

Billy estaba emocionado. «¡Soy yo! —pensó—. ¡Salgo en el periódico y dicen que luché con valentía!»

Luego fue destinado a Rusia. No estamos en guerra con ese país. Tal vez el pueblo británico no apruebe el régimen bolchevique, pero no atacamos a todos los regímenes con los que no estamos de acuerdo. Los bolcheviques no representan una amenaza para nuestro país ni para nuestros aliados. El Parlamento nunca ha aprobado que se lleven a cabo acciones militares contra el gobierno de Moscú. Existe una seria posibilidad de que nuestra misión en Rusia sea una violación de las leyes internacionales.

De hecho, durante unos meses, el pueblo británico no tuvo conocimiento de que su ejército estuviera combatiendo en Rusia. El gobierno realizó declaraciones engañosas, en las que aseguraba que nuestras tropas solo estaban protegiendo nuestra propiedad, organizando una retirada ordenada, o en estado de alerta. De todo ello solo cabía deducir que nuestros hombres no habían entrado en combate con las fuerzas rojas.

El hecho de que se descubriera la mentira se debe, en gran parte, a William Williams.

—Eh —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. Mirad esto. Gracias a William Williams.

Los hombres de su mesa se arremolinaron junto a él para leer por encima de su hombro. Su compañero de celda, un bestia llamado Cyril Parks, dijo:

—¡Es una fotografía tuya! ¿Qué haces en el periódico?

Billy leyó el resto de la noticia en voz alta.

Su delito fue decir la verdad, en las cartas a su hermana, escritas en un sencillo código para eludir la censura. El pueblo británico tiene una deuda de gratitud con él.

Sin embargo, su acción disgustó a aquellos miembros del ejército y del gobierno responsables de utilizar en secreto a los soldados británicos para sus propios fines políticos. Williams fue sometido a un consejo de guerra y recibió una condena de diez años.

No es el único. Un gran número de militares que se negaron a formar parte del intento de contrarrevolución fueron sometidos a una serie de juicios de dudosa legalidad en Rusia y recibieron unas condenas escandalosamente largas.

William Williams y otros han sido las víctimas de unos hombres vengativos que ocupan cargos de poder. Hay que poner fin a esta situación. Gran Bretaña es un país donde existe la justicia, que es, a fin de cuentas, por lo que luchamos.

—¿Qué te parece? —preguntó Billy—. Dicen que soy la víctima de unos hombres poderosos.

—Yo también —dijo Cyril Parks, que había violado a una chica belga de catorce años en un granero.

De repente le arrancaron el periódico de las manos. Billy alzó la mirada y vio la estúpida cara de Andrew Jenkins, uno de los celadores más desagradables.

—Tal vez tengas amigos en las putas altas instancias, Williams —dijo el hombre—. Pero aquí no eres más que un jodido preso del montón, así que regresa al trabajo de una maldita vez.

—Ahora mismo, señor Jenkins —dijo Billy.

II

Fitz se indignó, ese verano de 1920, cuando una delegación comercial rusa fue a Londres y fue recibida por el primer ministro, David Lloyd George, en el Número Diez de Downing Street. Los bolcheviques aún estaban en guerra con Polonia, país recién reconstituido, y Fitz opinaba que Gran Bretaña debía alinearse con los polacos, pero su propuesta apenas halló apoyo. Los estibadores de Londres fueron a la huelga para no cargar barcos con fusiles para el ejército polaco, y el congreso de sindicatos amenazó con una huelga general si el ejército británico intervenía.

Fitz se resignó a no tomar posesión de las propiedades del difunto príncipe Andréi. Sus hijos, Boy y Andrew, habían perdido su herencia rusa, y tenía que aceptarlo.

Sin embargo, no pudo permanecer callado cuando supo lo que tramaban los rusos, Kámenev y Krassin, en su viaje por Gran Bretaña. La Sala 40 aún existía, aunque bajo una forma distinta, y los servicios secretos británicos interceptaban y descifraban los telegramas que los rusos enviaban a casa. Lev Kámenev, el presidente del Sóviet de Moscú, se dedicaba a hacer circular propaganda revolucionaria de forma descarada.

Fitz estaba tan encendido que reprendió a Lloyd George, a principios de agosto, en una de las últimas cenas de la temporada londinense.

Fue en la casa que lord Silverman tenía en Belgrave Square. La cena no fue tan opípara como las que había celebrado antes de la guerra. Hubo menos platos, se devolvió menos comida sin probar a la cocina y la decoración de la mesa fue más sencilla. El banquete fue servido por doncellas, en lugar de lacayos: nadie quería ser lacayo en esos días. Fitz supuso que aquellas fiestas eduardianas derrochadoras se habían acabado para siempre. Sin embargo, Silverman aún era capaz de atraer a los hombres más poderosos del país a su casa.

Lloyd George preguntó a Fitz por su hermana, Maud.

Aquel era otro tema que enfurecía al conde.

—Lamento decir que se ha casado con un alemán y que se ha ido a vivir a Berlín —explicó. No añadió que ya había dado a luz a su primer hijo, un niño llamado Eric.

—Lo entiendo —dijo Lloyd George—. Tan solo me preguntaba cómo se encontraba. Una muchacha encantadora.

El gusto del primer ministro por las muchachas encantadoras era de sobra conocido, por no decir notorio.

—Me temo que la vida en Alemania es dura —dijo Fitz.

Maud le había escrito para suplicarle que le concediera una asignación, pero él se negó en redondo. Ella no le había pedido permiso para casarse, así pues, ¿cómo podía esperar que la ayudara?

—¿Dura? —se preguntó Lloyd George—. Tal y como debería ser, después de lo que han hecho. Aun así, lo siento por ella.

—Cambiando de tema, primer ministro —dijo Fitz—, ese tipo, Kámenev, es un bolchevique judío, debería deportarlo.

El primer ministro se mostraba afable, con una copa de champán en la mano.

—Estimado Fitz —repuso en tono amable—, al gobierno no le preocupa en exceso la desinformación rusa, que es burda y violenta. Le ruego que no subestime a los trabajadores británicos: reconocen los disparates cuando los oyen. Créame, los discursos de Kámenev están haciendo más para desacreditar al bolchevismo que nada de lo que podamos decir usted y yo.

Fitz creía que aquello era un montón de sandeces displicentes.

—¡Incluso le ha dado dinero al
Daily Herald
!

—Es un gesto descortés, lo admito, que un gobierno extranjero financie uno de nuestros periódicos, pero, de verdad, ¿tenemos miedo del
Daily Herald
? No se puede decir que nosotros los liberales y los conservadores no tengamos nuestros propios periódicos.

—Pero se están poniendo en contacto con los grupos revolucionarios más radicales del país, ¡con unos maníacos que pretenden acabar con nuestro estilo de vida!

—A los británicos, menos les gusta el bolchevismo cuanto más lo conocen, recuerde mis palabras. Solo parece formidable cuando se observa desde lejos, a través de una niebla impenetrable. Casi se podría decir que el bolchevismo es una salvaguarda para la sociedad británica, ya que contagia a todas las clases el terror de lo que podría suceder si se destruye la organización actual de la sociedad.

—No me gusta.

—Además —prosiguió Lloyd George—, si los echamos tal vez tengamos que explicar cómo sabemos lo que traman; y si se llegara a divulgar que los espiamos, la noticia podría encender a la clase trabajadora y ponerla en contra de nosotros con una mayor efectividad que todos sus rimbombantes discursos.

Fitz no quería que le dieran lecciones sobre la realidad política, aunque lo hiciera el primer ministro, pero insistió en su argumentación porque se sentía muy furioso.

—¡Pero no es necesario que hagamos negocios con los bolcheviques!

—Si nos negáramos a mantener relaciones comerciales con todos aquellos que utilizan sus embajadas de Londres con fines propagandísticos, no nos quedarían muchos socios. ¡Venga, Fitz, hacemos negocios con los caníbales de las islas Salomón!

Fitz no estaba muy seguro de que fuera cierto, ya que los caníbales de las islas Salomón no tenían mucho que ofrecer, pero pasó la cuestión por alto.

—¿Tan grave es nuestra situación que tenemos que tratar con esos asesinos?

—Me temo que sí. He hablado con muchos hombres de negocios y me han asustado bastante con sus perspectivas sobre los próximos dieciocho meses. No están llegando pedidos. Los clientes no compran. Podríamos estar a punto de entrar en la peor época de desempleo que todos hayamos conocido jamás. Pero los rusos quieren comprar… y pagan con oro.

—¡Yo no aceptaría su oro!

—Ah, pero Fitz —dijo Lloyd George—, usted ya tiene de sobra.

III

Hubo fiesta en Wellington Row, cuando Billy llevó a su esposa a Aberowen.

Era un sábado soleado y, por una vez, no llovía. A las tres de la tarde Billy y Mildred llegaron a la estación con las niñas de Mildred, las nuevas hijastras de Billy, Enid y Lillian, de ocho y siete años. Para entonces los mineros habían salido del pozo, se habían dado su baño semanal y se habían puesto sus trajes de domingo.

Los padres de Billy esperaban en la estación. Habían envejecido y parecían haber encogido, ya no sobresalían entre la gente que los rodeaba. Papá le estrechó la mano a Billy y dijo:

—Estoy orgulloso de ti, hijo. Te enfrentaste a ellos, tal y como te enseñé.

Billy estaba contento, aunque no se consideraba uno más de los éxitos en la vida de su padre.

Los padres de Billy habían conocido a Mildred en la boda de Ethel. David le estrechó la mano y la madre la besó.

—Es un placer verla de nuevo, señora Williams. ¿Puedo llamarla mamá? —preguntó Mildred.

Era lo mejor que podría haber dicho, y Cara se sentía encantada. Billy estaba convencido de que su padre llegaría a quererla, siempre que ella se abstuviera de decir palabras malsonantes.

Las preguntas insistentes de los parlamentarios en la Cámara de los Comunes, alimentadas con la información de Ethel, habían obligado al gobierno a anunciar la reducción de las condenas de varios soldados y marineros sometidos a consejos de guerra en Rusia acusados de amotinamiento y otros delitos. La pena de cárcel de Billy se había reducido a un año y lo habían liberado y desmovilizado. De modo que se casó con Mildred en cuanto pudo.

Aberowen le resultaba un lugar extraño. No había cambiado mucho, pero sus sentimientos eran distintos. Era una ciudad pequeña y gris, y las montañas que la rodeaban parecían muros destinados a retener a la gente. Ya no estaba seguro de que fuera su hogar. Como le sucedió cuando se puso el traje antes de partir a la guerra, le parecía que, a pesar de que todavía encajaba, ya no se sentía a gusto. Se dio cuenta de que nada de lo que sucediera allí cambiaría el mundo.

Subieron la cuesta de Wellington Row y vieron las casas decoradas con banderitas: la Union Jack, el Dragón Galés y la bandera roja. Había también un gran cartel que cruzaba la calle y decía: «Bienvenido a casa, Billy Doble». Todos los vecinos habían salido a la calle. Había mesas con jarras de cerveza y teteras, y bandejas con pasteles, tartas y bocadillos. Cuando vieron a Billy cantaron «We’ll Keep a Welcome in the Hillsides».

Billy lloró.

Le dieron una pinta de cerveza. Una multitud de jóvenes admiradores se arremolinó en torno a Mildred. Para ellos era una mujer exótica, con sus vestidos de Londres, su acento
cockney
y un sombrero con una gran ala que ella misma había adornado con flores de seda. Incluso cuando hacía gala de sus mejores modales no podía evitar decir cosas atrevidas como: «No podía dejar que se me pudriera en el pecho».

El abuelo parecía mayor, y caminaba encorvado, pero aún tenía la cabeza en su sitio. Se ocupó de Enid y Lillian, les dio unos caramelos que sacó de los bolsillos del chaleco y les enseñó cómo era capaz de hacer desaparecer un penique.

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