Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Tengo magulladuras por todas partes —dijo—, pero me quitaste de encima a ese animal antes de que pudiera hacerme daño de verdad.
No pensaba compadecerse de sí misma. A Grigori, eso le gustó.
—Cuando se caliente el agua, te limpiaré la sangre.
Guardaba la comida en una caja de hojalata, de la que extrajo un pedazo de jamón para, acto seguido, echarlo en la sartén. Añadió un poco de agua del jarro, lavó un nabo y empezó a cortarlo a tiras encima de la sartén. Miró de reojo a Katerina y vio que lo escrutaba con expresión de extrañeza.
—¿Es que tu padre cocinaba en casa? —le preguntó.
—No —contestó Grigori, y en un segundo se vio arrastrado en el tiempo hasta la época en que tenía once años. Era inútil seguir resistiéndose a rememorar los terribles recuerdos que la visión de la princesa Bea le habían provocado. Dejó la sartén con un gesto cansino encima de la mesa, fue a sentarse al borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por la pena y el dolor—. No —repitió—, mi padre no cocinaba.
V
Llegaron al pueblo al amanecer, el capitán territorial y seis soldados de caballería. En cuanto su madre oyó el ruido de los cascos de los caballos, cogió a Lev en brazos. Este tenía ya seis años y pesaba mucho, pero ella era una mujer fuerte y robusta, capaz de cargar con él un buen trecho. Tomó a Grigori de la mano y los tres salieron corriendo de la casa. Guiaban a los soldados los ancianos del pueblo, quienes debían de haberse encontrado con ellos a las afueras de la aldea. Como solo había una puerta, la familia de Grigori no tenía medio de esconderse, y en cuanto aparecieron, los soldados espolearon a sus monturas.
La madre se deslizó por el costado de la casa y se puso a espantar a las gallinas y a asustar a la cabra, de manera que esta se soltó de la correa y salió huyendo también. Atravesó corriendo el erial que había detrás de la vivienda y salió en dirección a los árboles. Podrían haber escapado, pero de repente, Grigori se dio cuenta de que habían dejado atrás a su abuela. Dejó de correr y se soltó de la mano.
—¡Nos hemos olvidado a la abuela! —gritó.
—Pero ¡es que no puede correr! —contestó la madre.
Grigori ya lo sabía; su abuela apenas podía ya caminar, pero a pesar de todo, sentía que no podían abandonarla allí.
—¡Grishka, vamos! —gritó su madre, y siguió corriendo, aún acarreando a Lev en brazos, que chillaba aterrorizado.
Grigori los siguió, pero aquel retraso fue funesto. Los soldados a caballo se aproximaron, cercándolos a cada lado, y les bloquearon el sendero de entrada al bosque. Desesperada, la madre corrió hacia el estanque, pero los pies se le hundieron en el barro, lo que le impidió seguir avanzando y, al final, se cayó en el agua.
Los hombres se echaron a reír a carcajadas. Le ataron las manos a la espalda y la obligaron a regresar.
—Aseguraos de que la acompañen los niños —dijo el capitán—. Son órdenes del príncipe.
Se habían llevado al padre de Grigori una semana antes, junto a otros dos hombres. El día anterior, los carpinteros del príncipe Andréi habían construido un patíbulo en la pradera norte. En ese momento, mientras seguía a su madre en dirección al prado, Grigori vio a tres hombres en lo alto del patíbulo, atados de pies y manos y con una soga al cuello. Junto al patíbulo, aguardaba un sacerdote.
—¡No! —gritó su madre, que empezó a forcejear para quitarse la cuerda que le rodeaba las muñecas. Uno de los soldados extrajo el fusil de la funda que llevaba en la silla de montar, le dio la vuelta y pegó a la mujer en la cara con la culata de madera del arma. La madre dejó de forcejear y empezó a gritar.
Grigori sabía lo que significaba aquello: su padre iba a morir allí. Había visto a cuatreros ahorcados por los ancianos de la aldea, aunque aquello era distinto, porque las víctimas eran hombres a los que no conocía. Una oleada de terror se apoderó de su cuerpo, y sintió de pronto que empezaba a temblar y le flaqueaban las piernas.
Aún cabía la esperanza de que, al final, ocurriese algo inesperado capaz de impedir la ejecución; puede que el zar decidiese intervenir, si de verdad velaba por su pueblo. O acaso un ángel, tal vez. Sintió que se le humedecía la cara y comprendió que estaba llorando.
Él y su madre se vieron obligados a colocarse de pie justo delante del patíbulo. Los demás aldeanos se reunieron alrededor. Al igual que a su madre, habían tenido que arrastrar hasta allí a las mujeres de los otros dos hombres, entre gritos y sollozos, maniatadas, con los niños aferrándose a sus faldas y profiriendo alaridos de terror.
En el sendero de tierra que había detrás de la verja del recinto aguardaba un carruaje, con un par de caballos alazanes que pastaban la hierba del margen del camino. Cuando hubieron acudido todos, una figura de barba negra y vestida con un largo abrigo oscuro se apeó del carruaje: era el príncipe Andréi. Se volvió y le ofreció la mano a su hermana pequeña, la princesa Bea, que llevaba una estola de piel alrededor de los hombros para protegerse del frío de la mañana. Grigori no pudo evitar fijarse en la belleza de la princesa, con la piel y el pelo muy claros, con el mismo aspecto que imaginaba que debían de tener los ángeles, a pesar de que era evidente que era un diablo.
El príncipe se dirigió a los aldeanos.
—Este prado pertenece a la princesa Bea —dijo—, y nadie puede apacentar el ganado en él sin su permiso. Hacerlo es robar la hierba de la princesa.
Se oyó un murmullo de resentimiento entre la multitud. No creían en aquella clase de derechos de propiedad, a pesar de lo que les decían todos los domingos en la iglesia. Ellos obedecían unas leyes campesinas más antiguas según las cuales la tierra era del que la trabajaba.
El príncipe señaló a los tres hombres que había en el patíbulo.
—Esos tres insensatos de ahí arriba han quebrantado la ley, no solo una vez, sino en repetidas ocasiones. —Hablaba con la voz preñada de indignación, como un niño al que le hubiesen robado su juguete—. Peor aún, les han dicho a los demás que la princesa no tiene ningún derecho a impedirles que apacienten aquí el ganado, y que los campos que no use el terrateniente deberían quedar a la disposición de los campesinos más pobres. —Grigori había oído a su padre decir aquellas cosas a menudo—. Como consecuencia, algunos hombres venidos de otras partes han empezado a apacentar el ganado en tierras propiedad de la nobleza, y en lugar de arrepentirse de sus pecados, ¡estos tres han convertido a sus vecinos también en pecadores! Por eso han sido condenados a muerte. —Hizo una seña al sacerdote.
El cura subió por la escalera provisional y habló en voz baja con cada uno de los hombres, por turnos. El primero asintió inexpresivamente; el segundo se echó a llorar y empezó a rezar en voz alta, mientras que el tercero, el padre de Grigori, escupió al clérigo en la cara. Nadie se escandalizó, pues en los pueblos no se tenía una buena opinión de los curas, y Grigori había oído decir a su padre que le contaban a la policía todo lo que oían en el confesionario.
El sacerdote bajó las escaleras y el príncipe Andréi hizo una señal a uno de sus sirvientes, que estaba sosteniendo una maza en la mano. Grigori advirtió por primera vez que los tres condenados estaban encima de una plataforma de madera con unas rudimentarias bisagras que descansaba sobre un solo soporte, y descubrió horrorizado que la maza servía para derribar al suelo ese único puntal.
«Ahora es cuando debería aparecer un ángel», pensó.
Los lugareños empezaron a emitir gemidos lastimeros, y las mujeres se pusieron a chillar, y esta vez los soldados no hicieron nada por impedírselo. El pequeño Lev lloraba desconsoladamente; lo más probable era que no entendiese lo que estaba a punto de ocurrir, pensó Grigori, pero estaba asustado por los gritos de su madre.
Su padre no mostraba ninguna emoción. Con el rostro pétreo, tenía la mirada fija en algún punto distante, aguardando su destino. Grigori quiso en ese momento llegar a ser tan fuerte como él. Trató con todas sus fuerzas de conservar su aplomo, a pesar de que sentía en las entrañas la necesidad de ponerse a gritar como Lev. No logró contener las lágrimas, pero se mordió el labio y permaneció igual de mudo que su padre.
El sirviente levantó la maza, la acercó al puntal para calcular la distancia necesaria, tomó impulso hacia atrás y asestó el golpe fatídico. El puntal salió despedido por los aires y la plataforma de bisagras se hundió en medio de un gran estruendo. Los tres hombres cayeron al vacío y luego, en el momento en que la soga que les rodeaba el cuello detenía su caída, sus cuerpos se estremecieron en una fuerte sacudida.
Grigori era incapaz de apartar la vista de la escena, y se quedó mirando a su padre. Este no murió en el acto, sino que abrió la boca, tratando de respirar, o de gritar, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. Con el rostro cada vez más enrojecido, forcejeó con las cuerdas que lo tenían atado. La agonía se prolongó durante largo rato, mientras su cara se teñía de un rojo cada vez más intenso.
Luego, la tez adquirió una tonalidad más azulada y sus movimientos fueron haciéndose cada vez más débiles. Al final, se quedó inmóvil.
Su madre dejó de chillar y rompió a llorar.
El cura se puso a rezar en voz alta, pero los aldeanos no le hacían caso, y uno a uno, fueron alejándose del escenario de los tres hombres muertos.
El príncipe y la princesa volvieron a subirse al carruaje y, al cabo de un momento, el cochero hizo restallar el látigo y se marcharon.
VI
Cuando hubo terminado de relatar la historia, Grigori recobró la calma. Se pasó la manga de la camisa por la cara para secarse las lágrimas y luego volvió a dirigir su atención a Katerina, quien lo había escuchado en respetuoso silencio, aunque no parecía demasiado horrorizada ni sorprendida. Sin duda debía de haber presenciado ella misma escenas muy similares: los ahorcamientos, las azotainas y las mutilaciones eran castigos corrientes en los pueblos.
El joven dejó el caldero de agua caliente encima de la mesa y buscó una toalla limpia. Katerina echó la cabeza hacia atrás y Grigori colgó la lámpara de queroseno de un gancho en la pared para ver mejor.
La muchacha tenía un corte en la frente y un morado en la mejilla, además de los labios hinchados. Y pese a todo, al mirarla tan de cerca, Grigori se quedó sin aliento. Ella le correspondió con una mirada franca y valiente que a él se le antojó maravillosa.
Mojó la punta de la toalla en el agua caliente.
—Con cuidado —le advirtió ella.
—Por supuesto. —Empezó limpiándole la frente. Cuando le hubo retirado la sangre, vio que la herida era un simple rasguño.
—Así está mucho mejor —dijo ella.
Lo miraba a la cara mientras le aplicaba la toalla. Él le lavó las mejillas y el cuello y luego dijo:
—He dejado la parte más dolorosa para el final.
—Seguro que no me haces daño —repuso ella—. Hasta ahora has sido muy delicado. —Pero pese a todo, la chica se estremeció de dolor cuando la toalla le rozó los labios hinchados.
—Lo siento —dijo él.
—Sigue.
A medida que las iba limpiando, vio que las heridas ya estaban sanando. Katerina tenía la dentadura blanca y perfecta de una muchacha muy joven. Le limpió las comisuras de aquella boca sensual y, al agacharse para acercarse a ella, sintió el aliento cálido sobre su cara.
Cuando hubo terminado, Grigori experimentó una extraña sensación de decepción, como si hubiese estado esperando algo que no había llegado a suceder. Volvió a sentarse y enjuagó la toalla en el agua, que ahora estaba sucia y oscura por la sangre.
—Gracias —le dijo ella—. Tienes unas manos muy suaves.
Grigori advirtió que el corazón le latía desbocado. Ya había limpiado heridas de otras personas anteriormente, pero nunca había experimentado aquella vertiginosa sensación. Se sintió como si estuviera a punto de hacer una estupidez.
Abrió la ventana, vació el caldero y dejó un charco rosado sobre la nieve del patio.
Le pasó por la cabeza la extraña idea de que tal vez Katerina solo era un sueño. Se volvió, esperando a medias que su silla estuviera vacía, pero allí estaba, mirándolo con aquellos ojos azul verdoso, y se dio cuenta de que no quería que se fuese nunca.
Se le ocurrió que tal vez estaba enamorado.
Nunca jamás había pensado nada semejante. Por lo general, estaba demasiado ocupado cuidando de Lev para ir por ahí detrás de las mujeres, aunque no era virgen: se había acostado con tres mujeres distintas. Sin embargo, había sido una experiencia triste, tal vez porque no sentía nada por ninguna de ellas.
Ahora, en cambio, lo que quería —pensó casi temblando—, más que ninguna otra cosa en el mundo, era tumbarse con Katerina en el estrecho camastro que había junto a la pared, besar su rostro magullado y decirle…
Y decirle que estaba enamorado de ella.
«No seas idiota —se regañó—. Pero si hace solo una hora que la conoces… Lo que quiere de ti no es amor, lo que quiere es que le prestes algo de dinero, un trabajo y un sitio donde dormir.»
Cerró la ventana de golpe.
—Cocinas para tu hermano —dijo ella—, tienes las manos suaves y a pesar de todo eso, eres capaz de derribar a un policía al suelo de un puñetazo.
Grigori no sabía qué responder.
—Me has contado cómo murió tu padre —prosiguió ella—, pero tu madre también murió cuando aún eras un niño, ¿verdad que sí?
—¿Cómo lo sabes?
Katerina se encogió de hombros.
—Porque tuviste que dejar de ser niño para convertirte en madre.
VII
Murió el 9 de enero de 1905, según el calendario juliano. Era domingo, y en los días y los años que siguieron pasó a ser conocido como el Domingo Rojo o Sangriento.
Grigori tenía dieciséis años y Lev, once. Al igual que su madre, los dos chicos trabajaban en la fábrica Putílov. Grigori era aprendiz de fundidor y Lev, mozo de limpieza. Ese mes de enero, los tres estaban de huelga, junto con más de cien mil operarios de San Petersburgo, para reivindicar la jornada laboral de ocho horas y el derecho a organizarse en sindicatos. La mañana del día 9 se pusieron sus mejores ropas y salieron a la calle, cogidos de la mano y caminando por el manto de nieve recién caída, hasta una iglesia cerca de la fábrica Putílov. Después de misa se sumaron a los millares de trabajadores que, procedentes de todos los rincones de la ciudad, desfilaban en dirección al Palacio de Invierno.