La caída de los gigantes (22 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—En primer lugar, todos los que se opongan a convocar la huelga.

Unos cuantos hombres levantaron la mano.

—Ahora, los que estén a favor de empezar la huelga el lunes.

La propuesta recibió muchos votos, pero Billy no estaba seguro de que bastaran para ganar. Dependería del número de hombres que se abstuvieran.

—Para finalizar, los que estén a favor de ir a la huelga mañana.

Estalló una gran ovación y un mar de brazos se agitó en el aire. No había dudas acerca del resultado.

—Se aprueba la moción de declarar la huelga a partir de mañana —dijo el padre de Billy.

Nadie propuso un recuento de votos.

Se disolvió la asamblea. Mientras salían, Tommy exclamó con alegría:

—Pues parece que mañana vamos a tener el día libre.

—Sí —concedió Billy—. Y sin dinero que gastar.

IV

La primera vez que Fitz se acostó con una prostituta, intentó besarla; no porque quisiera, sino porque creía que era lo habitual. «No beso», le espetó ella con su acento
cockney
, y desde entonces no había vuelto a intentarlo. Bing Westhampton decía que muchas prostitutas se negaban a besar, lo cual era extraño, teniendo en cuenta el poco pudor que mostraban en otros aspectos de las relaciones carnales. Tal vez aquella prohibición les servía para conservar un vestigio de su dignidad.

Las chicas que pertenecían a la clase social de Fitz no podían besar a nadie antes del matrimonio. Lo hacían, por supuesto, pero solo en contados momentos de breve intimidad, en una sala lateral que de repente quedaba vacía, o tras un rododendro, en un jardín campestre. Nunca había tiempo para que la pasión fuera a más.

La única mujer a la que Fitz había besado como es debido era su mujer, Bea. Ella le entregó su cuerpo del mismo modo en que un cocinero presentaría un pastel especial, aromático, recubierto de azúcar y decorado de una manera preciosa, para su disfrute personal. Ella le dejaba hacer lo que quería, pero no le pedía nada. Le ofrecía los labios para que se los besara, abría la boca a su lengua, pero Fitz nunca tenía la sensación de que su mujer anhelaba su roce.

Ethel besaba como si solo le quedara un minuto de vida.

Se encontraban en la Suite Gardenia, junto a la cama cubierta con las sábanas para protegerla del polvo, abrazados el uno al otro. Ella le devoraba la lengua, le mordía los labios, le lamía la garganta y, al mismo tiempo, le acariciaba el pelo, lo agarraba de la nuca y le metía las manos bajo el chaleco para poder frotar las palmas en su pecho. Cuando se separaron, sin aliento, ella le agarró la cara con ambas manos, le inmovilizó la cabeza, lo miró fijamente y le dijo:

—Eres tan guapo…

Fitz se sentó en el borde de la cama, cogiéndole las manos, y ella permaneció frente a él. El conde sabía que algunos hombres tenían la costumbre de seducir a sus sirvientas, pero él no. Cuando tenía quince años se enamoró de una camarera de la casa de Londres: su madre tardó pocos días en descubrirlo y despidió a la chica de inmediato. Su padre se limitó a sonreír y dijo: «Aun así, has hecho una buena elección». Desde entonces, no había tocado a ninguna sirvienta. Pero no pudo resistirse a Ethel.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó la chica—. Se suponía que debías quedarte en Londres durante todo el mes de mayo.

—Quería verte. —Se dio cuenta de que Ethel no acababa de creerlo—. No dejaba de pensar en ti, todo el día, a diario; tenía que regresar.

Ella se inclinó hacia delante y lo besó de nuevo. Fitz alargó el beso, se dejó caer lentamente sobre la cama y la arrastró consigo hasta que Ethel quedó encima de él. Era tan delgada que apenas pesaba más que una niña. Se le escapó un mechón de pelo de la horquilla y Fitz hundió los dedos en sus brillantes rizos.

Al cabo de un rato, Ethel se quitó de encima de él, jadeando. El conde se apoyó en el codo y la miró fijamente. Ella le había dicho que era muy guapo, pero en ese preciso instante la joven era el ser más hermoso que jamás había visto. Tenía las mejillas sonrojadas, el cabello alborotado, y los labios, rojos, húmedos y entreabiertos. Los ojos oscuros de la chica lo miraban con adoración.

Fitz puso una mano sobre su cadera y le acarició el muslo. Ella le tomó la mano y se la agarró con fuerza, como si tuviera miedo de que fuera a llegar demasiado lejos.

—¿Por qué te llaman Fitz? —le preguntó—. Tu nombre es Edward, ¿verdad?

El conde estaba convencido de que era una artimaña para intentar que la pasión se enfriara.

—Empezó en la escuela —respondió él—. Todos los niños tenían un apodo. En cierta ocasión, Walter von Ulrich vino conmigo a casa durante unas vacaciones, y a Maud se le pegó de él.

—Antes de eso, ¿cómo te llamaban tus padres?

—Teddy.

—Teddy —repitió Ethel, para recrearse en su sonido—. Me gusta más que Fitz.

El conde le acarició el muslo de nuevo, y esta vez ella se lo permitió. La besó y levantó lentamente la larga falda de su vestido negro de ama de llaves. Ethel llevaba medias de media pierna, y Fitz le acariciaba las rodillas desnudas. Por encima llevaba unos calzones largos de algodón. Le acarició las piernas por encima del algodón y acercó la mano al punto donde se unían sus muslos. Cuando la tocó ahí, Ethel lanzó un gemido y levantó las caderas para sentir el roce de su mano.

—Quítatelos —susurró él.

—¡No!

Fitz encontró el cordón en la cintura. Estaba atado con un lazo y lo deshizo de un tirón.

Ella volvió a poner su mano sobre la del conde de nuevo.

—Para.

—Solo quiero tocarte ahí.

—Yo lo quiero más que tú —replicó ella—. Pero no.

Fitz se arrodilló en la cama.

—No haremos nada que no quieras —le dijo—. Te lo prometo. —Entonces agarró los calzones con ambas manos y los rasgó.

Ethel dio un grito de sorpresa, pero no opuso resistencia. Fitz volvió a tumbarse y la exploró con la mano. La chica abrió las piernas de inmediato. Cerró los ojos y empezó a jadear, como si hubiera corrido. El conde supuso que nadie la había tocado de aquel modo antes, y una vocecilla le dijo que no se aprovechara de su inocencia, pero había sucumbido al deseo y ya no escuchaba.

El conde se desabrochó los pantalones y se puso encima de ella.

—No —dijo Ethel.

—Por favor.

—¿Y si me quedo embarazada?

—Me apartaré antes de acabar.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —dijo, y se introdujo en ella.

Sintió una obstrucción. Ethel era virgen. Su conciencia habló de nuevo, y esta vez no fue con una vocecilla. Se detuvo. Sin embargo, entonces era ella quien había llegado demasiado lejos. Lo agarró de las caderas y lo atrajo hacia sí, mientras ella se alzaba un poco al mismo tiempo. Fitz sintió algo que se desgarraba, la chica soltó un grito agudo de dolor y desapareció la obstrucción. Mientras él entraba y salía, ella se acoplaba a su ritmo con ansiedad. Abrió los ojos y lo miró a la cara.

—Oh, Teddy, Teddy —exclamó, y Fitz se dio cuenta de que Ethel lo amaba.

Aquel pensamiento lo conmovió de tal manera que estuvo a punto de romper a llorar y, al mismo tiempo, lo excitó tanto que le hizo perder el control y alcanzó el clímax mucho antes de lo previsto. Se retiró de forma rápida y desesperada, y derramó su semilla sobre el muslo de Ethel, con un gemido, mezcla de pasión y decepción. Ella lo agarró de la nuca, lo atrajo hacia sí, lo besó apasionadamente, cerró los ojos y soltó un pequeño grito preñado de sorpresa y placer; entonces todo acabó.

«Espero haberme apartado a tiempo», pensó Fitz.

V

Ethel prosiguió con sus quehaceres habituales, pero se sentía como si tuviera un diamante secreto en el bolsillo que podía tocar de vez en cuando, y sentir su superficie pulida y sus bordes afilados mientras nadie la veía.

En sus momentos más serenos le preocupaba lo que significaba aquel amor y hacia dónde iba, y de vez en cuando la aterraba el pensamiento de lo que diría su padre socialista, temeroso de Dios, si llegaba a averiguarlo alguna vez. Pero gran parte del tiempo se sentía como si estuviera cayendo y no tuviera forma de evitarlo. Le gustaba todo lo referente a Fitz, su modo de caminar, su olor, su ropa, sus buenos modales, su aire de autoridad. También le gustaba la cara de desconcierto que ponía de vez en cuando. Y cuando salía del dormitorio de su mujer con aquella mirada dolida, se le partía el corazón. Estaba enamorada de él y había perdido el control sobre sí misma.

La mayoría de los días hablaba con él al menos una vez y, por lo general, lograban pasar un rato a solas y darse un beso largo y anhelado. El simple hecho de besarlo hacía que se mojara, y en ocasiones tenía que limpiarse los calzones en mitad del día. Fitz también se tomaba otras libertades siempre que se le presentaba la oportunidad, y le acariciaba todo el cuerpo, lo que la excitaba aún más. Habían tenido la oportunidad de encontrarse y tumbarse en la cama de la Suite Gardenia en dos ocasiones más.

Una cosa desconcertó a Ethel: las dos ocasiones en que se acostaron, Fitz la mordió, con bastante fuerza, primero en la parte interior del muslo y luego en un pecho, lo que provocó que soltara un grito de dolor, que él se apresuró a silenciar. Su reacción pareció enardecerlo aún más. Y, aunque le dolió, a ella también le excitó el mordisco o, cuando menos, el pensamiento de que Fitz la deseaba con tal pasión, que se veía obligado a expresarlo de aquel modo. Ethel no sabía si aquello era normal, y tampoco podía preguntárselo a nadie.

No obstante, su principal preocupación era que un día Fitz no pudiera apartarse en el momento preciso. La tensión era tan alta que casi era un alivio cuando la princesa Bea y él tenían que regresar a Londres.

Antes de que el conde se fuera, Ethel lo convenció de que diera de comer a los hijos de los mineros en huelga.

—No a los padres, porque no puedes tomar partido públicamente —dijo—. Solo a los niños. La huelga ya dura dos semanas, y les están dando raciones ínfimas. No te costaría demasiado. Deben de ser unos quinientos, calculo. Y te amarían por ello, Teddy.

—Podríamos poner un toldo en el jardín —dijo él, tumbado en la cama de la Suite Gardenia, con los pantalones desabrochados y la cabeza apoyada en el regazo de Ethel.

—Y podemos preparar la comida aquí, en la cocina —dijo el ama de llaves, entusiasmada—. Un guiso con carne y patatas, y todo el pan que puedan comer.

—Y un pudin de sebo con pasas, ¿sí?

Ethel se preguntó si Fitz la amaba. En ese momento sintió que el conde habría hecho cualquier cosa que le hubiera pedido: le habría regalado joyas, la habría llevado a París, les habría comprado una bonita casa a sus padres. Ella no quería nada de eso, pero ¿qué quería? No lo sabía y se negaba a dejar que su felicidad quedara arruinada por una serie de preguntas sin respuesta sobre el futuro.

Al cabo de unos días se encontraba en el jardín del ala este, el sábado a mediodía, observando cómo los niños de Aberowen devoraban su primer almuerzo gratuito. Fitz no se dio cuenta de que aquella comida era mejor que la que podían ofrecerles sus padres cuando trabajaban. ¡Estaban comiendo pudin de sebo con pasas! A los padres no les permitieron entrar, pero la mayoría de las madres se quedaron fuera, mirando a sus afortunados retoños. Mientras los observaba, vio que alguien le hacía gestos con la mano, y se dirigió hacia la persona en cuestión por el camino.

El grupo que había frente a las puertas estaba formado principalmente por mujeres: los hombres no cuidaban de los hijos, ni tan siquiera durante una huelga. Se arremolinaron en torno a Ethel, con inquietud.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella.

—¡Han desahuciado a todo el mundo! —contestó la señora de Dai Ponis.

—¿A todo el mundo? —preguntó Ethel, que no entendió la respuesta—. ¿A quién?

—A todos los mineros que tienen la casa arrendada a Celtic Minerals.

—¡Cielos! —Ethel se quedó horrorizada—. Que Dios se apiade de nosotros. —El desconcierto siguió a la conmoción—. Pero ¿por qué? ¿En qué beneficia esta decisión a la compañía? Se quedarán sin mineros.

—Esos hombres —dijo la señora de Dai Ponis—, en cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar. Son todos iguales. Aunque si pudiera, ya lo creo que me gustaría tener a Dai a mi lado de nuevo.

—Es horrible.

Ethel se preguntó cómo iba a encontrar suficientes esquiroles la compañía para mantener el pozo en funcionamiento. Si cerraban la mina, la ciudad moriría. No habría clientes para las tiendas, no habría niños para las escuelas, no habría pacientes para los médicos… Y su padre también se quedaría sin trabajo. Nadie se había imaginado que Perceval Jones se mostraría tan obstinado.

—Me pregunto qué diría el rey si lo supiera —dijo la señora de Dai Ponis.

Ethel también se lo preguntó. Le pareció que el rey mostraba una compasión sincera, pero no debía de saber que habían desahuciado a las viudas.

Entonces, se le ocurrió algo.

—Quizá deberías decírselo —repuso.

La señora de Dai Ponis se rió.

—Lo haré la próxima vez que lo vea.

—Podrías escribirle una carta.

—No digas tonterías, Ethel.

—Hablo en serio. Deberías hacerlo. —Miró al grupo de mujeres que las rodeaba—. Una carta firmada por las viudas a las que el rey visitó, en la que le decís que van a echaros de vuestra casa y que la ciudad está en huelga. Entonces seguro que se interesaría por el asunto.

La señora de Dai Ponis se asustó.

—No me gustaría meterme en problemas.

La señora Minnie Ponti, una mujer rubia y delgada de firmes opiniones, le dijo:

—No tienes marido, ni hogar, ni lugar a donde ir, ¿en qué otros problemas podrías meterte?

—Es cierto. Pero no sabría qué decirle. ¿Qué se pone? ¿«Estimado rey» o «Estimado Jorge V» o qué?

—Se pone: «Su Excelentísima Majestad». Sé todas estas tonterías de trabajar aquí. Venga, hagámoslo. Vamos a la sala de los sirvientes.

—¿Podemos hacerlo?

—Ahora soy el ama de llaves. Soy quien dice qué se puede hacer y qué no.

La mujer la siguió por el camino que conducía a la parte posterior de la mansión, a la cocina. Se sentaron a la mesa de los criados y la cocinera preparó una tetera. Ethel tenía una pila de hojas en blanco que utilizaba para mantener la correspondencia con los comerciantes.

—«Su Excelentísima Majestad» —dijo, mientras escribía—. ¿Y ahora qué?

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