La caída de los gigantes (2 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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En el interior de su alcoba, todavía había menos objetos que contemplar. Se encontraba en la parte posterior de la casa, era un espacio angosto en el que a duras penas cabía la cama estrecha, una cómoda y el viejo baúl del abuelo. Colgado de la pared había un dechado bordado donde se leía:

CREE EN EL
SEÑOR JESUCRISTO

Y ESTARÁS

A SALVO

No había espejo.

Una puerta llevaba a lo alto de la escalera y la otra al dormitorio principal, al que solo podía accederse atravesando la pequeña alcoba. La otra habitación era más grande, con espacio para dos camas, y allí dormían mamá y papá; incluso las hermanas de Billy habían dormido allí, varios años antes. La mayor, Ethel, ya no vivía con ellos, y las otras tres habían muerto, una de sarampión, otra de tos ferina y la tercera de difteria. También había tenido un hermano mayor, que compartió la cama con Billy antes del abuelo. Se llamaba Wesley y murió abajo, en la mina, arrollado por una vagoneta fuera de control, por uno de los carros con ruedas que transportaban el carbón.

Billy se puso la camisa, la misma que había llevado a la escuela la jornada anterior. Ese día era jueves, y solo se cambiaba de camisa los domingos. Sin embargo, sí tenía un par nuevo de pantalones, sus primeros pantalones largos, hechos de un recio algodón impermeable al que llamaban piel de topo. Eran el símbolo del ingreso en el mundo de los hombres, y se los puso con orgullo, disfrutando de la sensación fuertemente masculina de la tela. Se ciñó un grueso cinturón de cuero y las botas que había heredado de Wesley y, a continuación, bajó las escaleras.

La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por la sala de estar, de unos veinte metros cuadrados, con una mesa en el centro y una chimenea en un costado, amén de una alfombra tejida a mano sobre el suelo de piedra. El padre estaba sentado a la mesa leyendo un ejemplar atrasado del
Daily Mail
, con unas lentes apoyadas en el puente de la nariz larga y aguileña. La madre estaba preparando el té. Dejó la tetera humeante en la mesa, besó a Billy en la frente y le preguntó:

—¿Cómo está mi hombrecito el día de su cumpleaños?

Billy no contestó. El diminutivo le había dolido en lo más hondo, porque seguía siendo pequeño y no era un verdadero hombre todavía. Se dirigió a la recocina, en la parte de atrás. Sumergió un cuenco de hojalata en el barril de agua, se lavó la cara y las manos y, a continuación, tiró el agua en la pileta baja de piedra. En la recocina había un caldero con una parrilla para el fuego debajo, pero solo se empleaba las noches del baño, que eran los sábados.

Les habían prometido que no tardarían en tener agua corriente, y las casas de algunos mineros ya disponían de ella. La familia de Tommy Griffiths se hallaba entre las afortunadas. Cada vez que iba a casa de Tommy, a Billy le parecía un milagro poder llenar un vaso de agua fresca y clara con solo abrir un grifo, sin tener que transportar ningún balde hasta el surtidor de la calle. Sin embargo, el milagro no había llegado todavía a Wellington Row, la calle donde vivían los Williams.

Volvió a la sala de estar y se sentó a la mesa. Su madre le puso delante una enorme taza de té con leche y azúcar. Cortó dos gruesas rebanadas de una hogaza de pan casero y le llevó un pedazo de manteca de la despensa, situada debajo de la escalera. Billy entrelazó las manos, cerró los ojos y dijo:

—Gracias, Señor, por estos alimentos. Amén.

Acto seguido, bebió un sorbo de té y untó la manteca en el pan. Los ojos azul claro de su padre lo miraron por encima del periódico.

—Échate sal en el pan —le dijo—. Vas a sudar bajo tierra.

El padre de Billy era representante minero de la Federación Minera de Gales del Sur, el sindicato más fuerte de toda Gran Bretaña, tal como decía cada vez que tenía ocasión. Lo conocían como Dai el Sindicalista. A muchos hombres los llamaban Dai, el diminutivo de David, o Dafydd en galés. Billy había aprendido en la escuela que el nombre de David era muy popular en Gales porque era el nombre del santo patrón del país, como san Patricio en Irlanda. No se distinguía a un Dai de otro por el apellido —porque allí casi todos se apellidaban Jones, Williams, Evans o Morgan—, sino por el apodo. Los nombres verdaderos se utilizaban muy rara vez cuando había alguna alternativa jocosa. Billy se llamaba William Williams, así que para todos era Billy Doble. A veces las mujeres recibían el apodo del marido, de modo que la madre de Billy era la señora de Dai el Sindicalista.

El abuelo bajó cuando Billy estaba comiéndose la segunda rebanada de pan. A pesar del calor, llevaba chaqueta y un chaleco. Cuando se hubo lavado las manos, se sentó frente a Billy.

—No estés tan nervioso —le dijo—. Yo bajé al pozo cuando tenía diez años, y mi mismísimo padre bajó a la mina encaramado a la espalda del suyo cuando tenía cinco, y trabajaba desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde. De octubre a marzo no veía la luz del sol.

—No estoy nervioso —repuso Billy.

No era verdad. Estaba muerto de miedo.

Pese a todo, el abuelo se mostró benevolente y no siguió insistiendo. A Billy le caía bien. Su madre lo trataba como un crío pequeño, y su padre era severo y sarcástico, pero el abuelo era tolerante y se dirigía a Billy hablándole como a un adulto.

—Escuchad —dijo el padre.

Él era incapaz de comprar el
Mail
, un periodicucho de derechas, pero a veces se llevaba a casa el ejemplar de otra persona y les leía el periódico en voz alta, con tono desdeñoso y mofándose de la estupidez y la falta de honradez de la clase dirigente.

—«Lady Diana Manners ha sido objeto de severas críticas por acudir con el mismo vestido a dos bailes distintos. La hija menor del duque de Rutland recibió el galardón del “mejor vestido de señora” en el baile del Savoy por el cuerpo ceñido de escote barco y falda de miriñaque, y obtuvo un premio de doscientas cincuenta guineas.» —Bajó el periódico y dijo—: Eso es, al menos, tu salario de cinco años, hijo mío. —Reanudó la lectura—: «Sin embargo, suscitó la reprobación de los
connoisseurs
al lucir el mismo vestido en la fiesta que lord Winterton y F.E. Smith celebraron en el hotel Claridge. En contra de lo que afirma el dicho popular, lo que abunda, y en este caso repite, en ocasiones sí daña, fue el comentario de los asistentes». —Levantó la mirada del periódico y dijo—: Así que ya lo sabes, mamá, será mejor que te cambies de vestido si no quieres suscitar la reprobación de los
connoisseurs
.

Aquello no hizo gracia a la madre de Billy. Llevaba un viejo vestido de lana de color pardo con los codos remendados y manchas bajo las axilas.

—Si tuviera doscientas cincuenta guineas, te aseguro yo que estaría mucho más elegante que ese adefesio de lady Diana Comosellame —dijo, no sin amargura.

—Es verdad —convino el abuelo—. Cara siempre fue la más guapa… igual que su madre. —La madre de Billy se llamaba Cara. El abuelo se dirigió entonces al chico—: Tu abuela era italiana, se llamaba Maria Ferrone. —Eso Billy ya lo sabía, pero al abuelo le encantaba relatar una y otra vez las viejas historias familiares—. De ahí heredó tu madre ese pelo negro tan brillante y esos hermosos ojos oscuros, y tu hermana también. Tu abuela era la mujer más guapa de Cardiff… ¡y yo me la quedé! —De pronto, una nube de tristeza le ensombreció el semblante—. Aquellos sí que eran buenos tiempos… —añadió en voz baja.

El padre frunció el ceño con aire reprobador porque, a su juicio, aquella conversación evocaba los placeres de la carne, pero la madre se sintió halagada con los cumplidos de su padre y sonrió contenta mientras le servía el desayuno.

—Huy, sí, ya lo creo —intervino—. A mis hermanas y a mí todo el mundo nos consideraba unas bellezas. Se iban a enterar esos duques de lo que es una mujer guapa si tuviéramos dinero para sedas y encajes…

Billy se quedó pasmado, pues nunca se le había pasado por la cabeza considerar guapa ni nada por el estilo a su madre, aunque cuando se vestía para las reuniones del templo el sábado por la tarde sí estaba radiante, sobre todo cuando llevaba sombrero. Suponía que debía de haber sido guapa alguna vez, hacía muchos años, pero le costaba imaginarlo.

—Y además, para que lo sepas —dijo el abuelo—, en la familia de tu abuela eran todos muy listos. Mi cuñado era minero, pero dejó la mina y abrió un café en Tenby. ¡Eso sí que es vida! Disfrutar de la brisa marina y sin hacer nada en todo el día más que preparar el café y contar el dinero de la caja.

El padre leyó otra noticia.

—«Como parte de los preparativos para la coronación, el palacio de Buckingham ha elaborado un manual de protocolo de doscientas doce páginas.» —Levantó de nuevo la vista del papel—. No te olvides de mencionar eso hoy abajo en el pozo, Billy. Los hombres se alegrarán de saber que, cuando de la coronación se trata, no se ha dejado nada al azar.

A Billy la realeza le traía sin cuidado; lo que le gustaba eran las historias de aventuras que el
Mail
solía publicar sobre corpulentos y valerosos alumnos de colegios privados que jugaban al rugby y atrapaban a escurridizos espías alemanes. Según el periódico, dichos espías infestaban las ciudades de toda la geografía británica, aunque, por desgracia, no parecía haber ninguno en Aberowen.

Billy se levantó de la mesa.

—Voy calle abajo —anunció.

Salió de la casa por la puerta principal. Lo de ir «calle abajo» era un eufemismo familiar: significaba ir a las letrinas, que quedaban a medio camino de Wellington Row. Había una choza baja de ladrillo con el techo de chapa ondulada, construida encima de un profundo hoyo excavado en el suelo. La choza estaba dividida en dos compartimientos, uno para los hombres y otro para las mujeres, y cada uno de ellos contaba, a su vez, con un asiento doble, para que la gente pudiese hacer sus necesidades de dos en dos. Nadie sabía por qué quienes habían construido las letrinas lo habían dispuesto de ese modo, pero todos lo aprovechaban al máximo: los hombres se limitaban a mirar hacia delante y no decían nada, pero, tal como Billy comprobaba a menudo, las mujeres charlaban alegremente. El olor era nauseabundo, a pesar de la costumbre y del hecho de ser un acto cotidiano que se repetía todos los días. Billy siempre intentaba contener la respiración con todas sus fuerzas para luego, al salir, inspirar desesperadamente. Un hombre al que todo el mundo llamaba Dai el Boñigas se encargaba de vaciar el hoyo periódicamente.

Cuando Billy volvió a la casa, se llevó una gran alegría al ver a su hermana, Ethel, sentada a la mesa.

—¡Feliz cumpleaños, Billy! —exclamó al verlo—. Tenía que venir a darte un beso antes de que bajaras al pozo.

Ethel tenía dieciocho años y, a diferencia de lo que le ocurría con su madre, a Billy no le costaba ningún esfuerzo ver lo guapa que era. Tenía el pelo de color rojo caoba, ensortijado, y los ojos negros centelleaban con un brillo pícaro. Tal vez su madre hubiese tenido aquel aspecto alguna vez, hacía mucho tiempo. Ethel llevaba el sencillo vestido negro y la cofia blanca de algodón que caracterizaba a las doncellas, un uniforme que le sentaba francamente bien.

Billy adoraba a su hermana. Además de hermosa, era divertida, lista y valiente, y a veces hasta le plantaba cara a su padre. Le explicaba a Billy cosas que ninguna otra persona era capaz de contarle, como lo de ese trance mensual al que las mujeres llamaban el «período», o en qué consistía ese delito contra la moral pública que había obligado al párroco anglicano a abandonar la ciudad con tanta precipitación. Había sido la primera de la clase durante su paso por la escuela, y su redacción sobre el tema «Mi ciudad o pueblo» ganó el primer premio en un concurso organizado por el
South Wales Echo
. La habían obsequiado con un ejemplar del
Atlas Mundial de Cassell
.

Ethel besó a Billy en la mejilla.

—Le he dicho a la señora Jevons, el ama de llaves, que nos estábamos quedando sin betún y que lo mejor sería que fuese a comprarlo a la ciudad. —Ethel vivía y trabajaba en Ty Gwyn, la mansión inmensa del conde Fitzherbert, a un kilómetro y medio colina arriba. Le dio a Billy algo envuelto en un trapo limpio—. He birlado un trozo de tarta para traértelo.

—¡Muchas gracias, Eth! —exclamó Billy. Le encantaban las tartas.

—¿Quieres que te la ponga con el almuerzo? —preguntó su madre.

—Sí, por favor.

La madre sacó una caja de hojalata de la alacena y guardó en ella la tarta. Cortó dos rebanadas más de pan, las untó de manteca, añadió sal y las metió en la caja. Todos los mineros se llevaban el almuerzo en una caja de hojalata, porque si bajaban la comida a la mina envuelta en un trapo, los ratones habrían dado buena cuenta de ella antes del receso de media mañana.

—Cuando me traigas el primer salario, podrás llevarte una loncha de tocino hervido en la caja del almuerzo.

Al principio, el sueldo de Billy no iba a ser gran cosa, pero a pesar de ello para su familia sí supondría una gran diferencia. Se preguntó con cuánto dinero le dejaría quedarse su madre para sus gastos, y si podría ahorrar suficiente para comprarse esa bicicleta que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

Ethel se sentó a la mesa y su padre le preguntó:

—¿Cómo van las cosas en la casa grande?

—Todo bien, sin novedades —contestó ella—. El conde y la princesa están en Londres, para la coronación. —Consultó el reloj de la repisa de la chimenea—. Se levantarán pronto, tienen que estar en la abadía muy temprano. A ella no le va a hacer ninguna gracia, claro, porque no está acostumbrada a madrugar, pero no puede presentarse tarde ante el mismísimo rey. —La esposa del conde, Bea, era una princesa rusa de ilustre cuna.

—Querrán sentarse delante, para poder ver mejor el espectáculo —dijo el padre.

—No, no… no puedes sentarte donde tú quieras —aclaró Ethel—. Han encargado la fabricación especial de seis mil sillas de madera de caoba con los nombres de los invitados en letras doradas en el respaldo.

—¡Pues menudo derroche! —exclamó el abuelo—. ¿Y qué piensan hacer con ellas luego, eh?

—No lo sé, a lo mejor se las llevan a casa como recuerdo.

—Diles que nos manden alguna que les sobre —dijo el padre con sequedad—. Aquí solo somos cinco, y tu pobre madre tiene que quedarse de pie.

Cuando el padre de Billy se ponía sarcástico, casi siempre significaba que, en el fondo, estaba realmente enfadado. Ethel se puso en pie de un salto.

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