La caída de los gigantes (5 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Bajo la capa de polvo, el suelo era de roca y arcilla. Al cabo de un rato, ya había despejado un área de poco menos de medio metro cuadrado, la anchura del túnel. Los desechos apenas si cubrían el fondo de la vagoneta, pero él ya estaba exhausto.

Intentó empujar la vagoneta hacia delante para no tener que caminar tanto trecho con la pala llena, pero las ruedas parecían trabadas por el desuso.

No tenía reloj, y era difícil calcular cuánto tiempo habría pasado. Empezó a trabajar más despacio, tratando de ahorrar energías.

Y en ese momento, su lámpara se apagó.

Al principio, la llama parpadeó, y Billy miró con ansiedad la lámpara que colgaba del clavo, pero sabía que la llama se alargaría si había grisú. No era lo que estaba sucediendo, de modo que respiró aliviado, pero acto seguido, la llama se extinguió por completo.

Nunca había visto tanta oscuridad. No veía nada, absolutamente nada. Ni siquiera vislumbraba zonas teñidas de gris, ni distintas tonalidades de negro. Levantó la pala hasta situarla al mismo nivel que la cara y la sostuvo a dos dedos de la nariz, pero aun así, seguía sin verla. Así era como debía de sentirse un ciego.

Permaneció inmóvil. ¿Qué debía hacer ahora? Se suponía que tenía que llevar la lámpara a un punto de encendido, pero ni con todas las lámparas de minero del mundo sería capaz de encontrar el camino de vuelta a través de los túneles. Rodeado de aquella oscuridad, podía pasarse horas vagando por las galerías. No tenía ni la menor idea de a lo largo de cuántos kilómetros se extendían los filones abandonados, y no quería que los hombres tuviesen que enviar una partida de búsqueda para encontrarlo.

Se quedaría allí, muy quietecito, esperando a Price. El ayudante había dicho que volvería «dentro de un rato». Aquello tanto podía significar unos minutos como una hora o más, y Billy sospechaba que sería más tarde que temprano. Seguro que Price lo había hecho a propósito. Una lámpara de seguridad no se apagaba así como así, y además, allí dentro circulaba poco el aire. Price se había llevado la lámpara de Billy y la había sustituido por otra casi sin aceite.

Sintió una oleada de autocompasión y las lágrimas le inundaron los ojos. ¿Qué había hecho él para merecer aquello? Luego, recobró la serenidad. Era otra prueba, como lo de la jaula. Bien, pues les demostraría a todos lo duro que era.

Decidió que lo mejor sería que siguiera trabajando, aunque fuese en la oscuridad. Moviéndose por primera vez desde que se había extinguido la llama, apoyó la pala en el suelo y la deslizó hacia delante, intentando recoger algo de polvo. Cuando la levantó, supuso, por el peso, que debía de haber recogido un buen montón. Se volvió, dio dos zancadas y levantó la pala, tratando de arrojar los escombros al interior de la vagoneta, pero calculó mal la altura. La pala golpeó el costado de la vagoneta y de pronto se hizo más liviana, cuando la carga cayó al suelo.

Volvería a probar. Repitió de nuevo los mismos pasos y esta vez levantó la pala más alto. Cuando la hubo descargado, la dejó caer y notó que el mango de madera golpeaba el borde de la vagoneta. Así estaba mejor.

A medida que el trabajo lo iba alejando de la vagoneta, siguió equivocándose de vez en cuando y tirando el polvo recogido al suelo, hasta que empezó a contar en voz alta los pasos que daba. Logró establecer un patrón de trabajo y a pesar del dolor que sentía en los músculos, consiguió seguir con su labor.

Al tiempo que la tarea se hacía más automática, su cerebro tenía más libertad para divagar, lo cual no era demasiado bueno. Se preguntó hasta dónde llegaría el túnel que tenía delante, y si llevaría mucho fuera de servicio. Pensó en la tierra que había encima de su cabeza, que se extendía a lo largo de casi un kilómetro, y en el peso que soportaban aquellos viejos puntales de madera. Se acordó de su hermano, Wesley, y de los otros hombres que habían muerto en aquella mina. Pero sus espíritus no estaban allí, por supuesto. Wesley estaba con Jesús. Los otros también debían de estarlo; si no, es que habrían ido a parar a otro lugar…

De pronto, sintió miedo y decidió que no era una buena idea pensar en espíritus. Empezaba a tener hambre. ¿Era la hora de tomarse su tentempié? No tenía ni idea, pero pensó que se lo comería igualmente. Rehízo el camino hasta el lugar donde había colgado la ropa, palpó a tientas el suelo y encontró la botella y la caja de hojalata.

Se sentó, apoyando la espalda en el hastial, y tomó un largo sorbo de té frío y dulzón. Cuando se estaba comiendo el pan untado con manteca, oyó un ruido débil. Esperaba que se tratase del crujido de las botas de Rhys Price, pero era inútil engañarse, porque sabía perfectamente quién emitía aquellos chillidos: eran las ratas.

No le asustaban; había montones de ratas en las zanjas que recorrían las calles de Aberowen, pero en la oscuridad, aquellas alimañas parecían más audaces, y al cabo de un segundo sintió cómo una le correteaba por las piernas desnudas. Después de coger la comida con la mano izquierda, agarró la pala y empezó a dar golpetazos con ella, pero la maniobra no las asustó lo más mínimo, y Billy sintió cómo volvían a clavarle las garras diminutas en la piel. Esta vez una intentó subirle por el brazo. Era evidente que habían olido la comida. Los chillidos fueron en aumento, y se preguntó cuántas habría.

Se levantó y se metió rápidamente el último mendrugo de pan en la boca. Bebió un poco más de té y luego se comió la tarta. Estaba deliciosa, llena de fruta seca y almendras, pero una rata se le encaramó a la pierna y se vio obligado a engullir la tarta a toda prisa.

Fue como si supieran que ya no quedaba comida, porque los chillidos fueron cesando poco a poco hasta desaparecer del todo.

La ingesta de comida le dio a Billy energías renovadas para un rato y se puso a trabajar de nuevo, pero sentía un dolor punzante en la espalda. Siguió trabajando, esta vez más despacio, deteniéndose a descansar con frecuencia. Para animarse, se dijo que debía de ser más tarde de lo que él creía, puede que hasta fuese ya mediodía. Alguien iría por él al final del turno. El lamparero siempre comprobaba los números, así que sabría si algún hombre no había regresado aún. Sin embargo, Price se había llevado la lámpara de Billy y la había sustituido por otra distinta. ¿Es que acaso pensaba dejarlo allí toda la noche?

Eso no podía ser. Su padre se subiría por las paredes y removería cielo y tierra hasta dar con él. Los jefes tenían miedo de su padre, Perceval Jones prácticamente lo había admitido. Tarde o temprano, sin duda alguien iría a buscar a Billy. Pero cuando volvió a sentir los retortijones del hambre, se dio cuenta de que debían de haber pasado muchas horas. Empezó a asustarse de verdad, y esta vez le era imposible sacudirse el miedo de encima. Era la oscuridad lo que lo ponía más nervioso. Habría podido soportar la espera si hubiera podido ver, pero sumido en aquellas tinieblas, era como si estuviese perdiendo el juicio. Carecía de sentido de la orientación, y cada vez que volvía sobre sus pasos desde la vagoneta se preguntaba si no estaría a punto de chocarse contra el lateral del túnel. Antes le preocupaba echarse a llorar como un niño, pero ahora le estaba costando horrores reprimir los gritos.

Entonces se acordó de las palabras de su madre: «No olvides que Jesús está siempre contigo, incluso abajo en la mina». Cuando se lo dijo creyó que solo lo hacía para que se portase bien, pero en ese momento comprendió que su madre había querido decir algo más. Por supuesto que Jesús estaba con él: Jesús estaba en todas partes. La oscuridad no importaba, ni el paso del tiempo. Billy tenía a alguien a su lado que cuidaba de él y lo protegía.

Para recordarlo más intensamente, empezó a cantar un himno. No le gustaba su voz, que seguía siendo muy aguda, pero no había nadie allí para oírlo, así que se puso a cantar a pleno pulmón. Cuando cantó todas las estrofas y advirtió que la sensación de miedo volvía a apoderarse de él, se imaginó a Jesús justo al otro lado de la vagoneta, observándolo, con un gesto de profunda compasión en su semblante de barba poblada.

El muchacho entonó un nuevo himno y empezó a mover la pala y a caminar siguiendo el compás de la música. La mayoría de los himnos tenían ritmo. De vez en cuando le asaltaba de nuevo el temor de que se hubieran olvidado de él, de que hubiese acabado el turno y él se hubiera quedado solo allí abajo, y entonces volvía a recordar a la figura vestida con una túnica larga que lo acompañaba en la oscuridad.

Se sabía muchísimos himnos. Llevaba acudiendo al templo de la Iglesia de Bethesda tres veces todos los domingos, desde que era lo bastante mayor para permanecer sentado sin hacer ruido. Los libros de himnos eran muy caros y no toda la congregación sabía leer, por lo que todo el mundo se aprendía la letra de memoria.

Cuando hubo cantado doce himnos, calculó que debía de haber pasado una hora. Aquello seguro que era el final del turno, ¿no? Pero se dispuso a cantar otros doce más. Después de eso, le resultó difícil seguir la cuenta. Cantó sus himnos favoritos dos veces, y siguió trabajando, cada vez más despacio.

Estaba cantando
La tumba lo encerró
a voz en grito cuando vio una luz. La tarea se había hecho ya tan automática que ni siquiera se detuvo, sino que recogió una nueva palada y la llevó a la vagoneta, sin dejar de cantar, hasta que la luz se hizo más intensa. Cuando terminó de cantar el himno, se apoyó en la pala. Rhys Price estaba observándolo, con la lámpara colgada del cinto, con una expresión extraña en su rostro entre las sombras.

Billy no quiso exteriorizar su alivio: no pensaba darle a Price el gusto de ver cómo se había sentido. Se puso la camisa y los pantalones, descolgó la lámpara apagada del clavo y se la enganchó al cinturón.

—¿Qué le ha pasado a tu lámpara? —le preguntó Price.

—Ya sabe lo que le ha pasado —contestó Billy, con un tono de voz que sonó asombrosamente adulto.

Price le dio la espalda y echó a andar por el túnel.

Billy vaciló unos instantes. Miró en la dirección contraria; justo al otro lado de la vagoneta vio un rostro barbudo y una túnica de color claro, pero la figura se desvaneció como un fantasma.

—Gracias —dijo Billy al túnel vacío.

Mientras seguía a Price, las piernas le dolían tanto que pensaba que le fallarían y que iba a caerse de un momento a otro, pero eso le traía sin cuidado. Ya veía otra vez, y el turno había terminado. Pronto estaría en casa y podría tumbarse a descansar.

Llegaron al fondo del pozo vertical y se metieron en la jaula con un grupo de mineros con el rostro tiznado. Tommy Griffiths no estaba entre ellos, pero el Seboso Hewitt, sí. Mientras aguardaban la señal desde arriba, Billy advirtió que todos lo miraban de reojo, esbozando sonrisas maliciosas.

—Dinos, ¿cómo te ha ido en tu primer día, Billy Doble?

—Bien, gracias —contestó.

La expresión de Hewitt era rencorosa; sin duda recordaba que Billy lo había llamado «pedazo de imbécil».

—¿No has tenido ningún problema? —preguntó.

Billy vaciló antes de contestar; saltaba a la vista que sabían algo, pero quería que viesen que no había sucumbido al miedo.

—Se me ha apagado la lámpara —dijo, consiguiendo que no le temblara la voz. Miró a Price, pero decidió que era más propio de un hombre hecho y derecho no acusarlo—. Me ha costado mucho trabajar así, en la oscuridad, con la pala todo el día —explicó. Se había quedado bastante corto con aquella explicación, porque podían pensar que en realidad no había sido para tanto, pero eso era mejor que reconocer ante ellos todo el miedo que había pasado.

Entonces habló uno de los hombres mayores. Era John Jones el Tendero, a quien llamaban así porque su esposa regentaba una pequeña tienda en la parte trasera de su casa.

—¿Todo el día? —inquirió.

—Sí —contestó Billy.

John Jones miró a Price y dijo:

—Maldito hijo de perra, se supone que solo tenía que durar una hora…

Las sospechas de Billy se vieron confirmadas. Todos estaban al tanto de lo ocurrido y, por lo visto, debían de hacerles algo parecido a los nuevos, pero Price había sido más duro con él que de costumbre.

El Seboso Hewitt sonreía de oreja a oreja.

—¿Y no tenías miedo, Billy, tú solo ahí abajo, en la oscuridad?

El muchacho meditó antes de responder. Todos estaban mirándolo, esperando a oír lo que iba a decir, ya sin ningún rastro de las sonrisas maliciosas, y todos parecían un poco avergonzados. Decidió decir la verdad.

—He pasado miedo, sí, pero no estaba solo.

Hewitt se quedó estupefacto.

—¿Que no estabas solo?

—No, claro que no —dijo Billy—. Jesús estaba conmigo.

Hewitt estalló en carcajadas, pero fue el único. Su risa retumbó en el silencio y cesó de repente.

El silencio se prolongó durante varios minutos. Luego se oyó un ruido metálico, seguido de una sacudida, y la jaula emprendió su ascenso. Harry se dio media vuelta.

A partir de entonces, empezaron a llamarlo Billy de Jesús.

PRIMERA PARTE

El cielo amenazador

2

Enero de 1914

I

El conde Fitzherbert, de veintiocho años de edad, conocido por su familia y amigos como Fitz, era el noveno hombre más rico de toda Gran Bretaña.

No había hecho nada en absoluto para ganar sus cuantiosos ingresos, sino que sencillamente, se había limitado a heredar miles de hectáreas de tierra en Gales y en Yorkshire. Las granjas no producían muchos beneficios, pero debajo de ellas había grandes cantidades de carbón, y el abuelo de Fitz se había hecho inmensamente rico otorgando las concesiones para la explotación del mineral.

Estaba claro que era la voluntad de Dios que los Fitzherbert gobernasen a sus semejantes y que viviesen de manera acorde a su condición, pero Fitz pensaba que no había hecho nada que justificase la fe que Dios había depositado en él.

Su padre, el anterior conde, había sido un caso distinto. Oficial de la Armada, había sido nombrado almirante tras el bombardeo de Alejandría en 1882, se había convertido en embajador británico en San Petersburgo y, finalmente, había sido ministro en el gabinete de lord Salisbury. Los conservadores perdieron las elecciones generales de 1906 y el padre de Fitz murió escasas semanas más tarde, una muerte precipitada —de eso Fitz estaba seguro— por el hecho de ver a liberales irresponsables como David Lloyd George y Winston Churchill hacerse cargo del gobierno de Su Majestad.

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