La caída de los gigantes (3 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Lo siento, mamá, no me había dado cuenta…

—Quédate donde estás, estoy demasiado ocupada para sentarme —repuso su madre.

El reloj dio las cinco.

—Billy, hijo mío, más vale estar allí pronto —dijo el padre—. Será mejor que te pongas en marcha.

Billy se levantó de mala gana y recogió su almuerzo.

Ethel lo besó de nuevo y el abuelo le estrechó la mano. Su padre le tendió dos clavos de quince centímetros, oxidados y un poco torcidos.

—Guárdatelos en el bolsillo de los pantalones.

—¿Para qué son? —quiso saber el muchacho.

—Ya lo verás —le contestó el padre, sonriendo.

La madre le dio a Billy una botella de litro con tapón de rosca, llena de té frío con leche y azúcar, y le dijo:

—Bueno, Billy, no olvides que Jesús está siempre contigo, incluso abajo en la mina.

—Sí, mamá.

Vio una lágrima en los ojos de su madre y se volvió rápidamente, porque a él también le entraban ganas de llorar. Tomó su gorra del colgador.

—Hasta luego, entonces —dijo, como si solo fuera a la escuela, y salió por la puerta principal.

Había sido un verano soleado y caluroso hasta entonces, pero ese día en concreto estaba nublado y parecía incluso a punto de llover. Tommy estaba apoyado en el muro de la casa, esperando.

—Eh, Billy —saludó.

—Hola, Tommy.

Echaron a caminar juntos por la calle.

Billy había aprendido en la escuela que, antiguamente, Aberowen había sido una población pequeña con un mercado que servía a los granjeros de los alrededores. Desde lo alto de Wellington Row se veía el viejo núcleo comercial, con los corrales abiertos para las transacciones ganaderas, el edificio de la lonja de la lana y la iglesia anglicana, todo en la misma ribera del río Owen, que era poco más que un arroyo. Ahora, una línea ferroviaria atravesaba la ciudad como una cicatriz, e iba a morir a la entrada de la mina. Las viviendas de los mineros habían ido extendiéndose por las laderas del valle, centenares de casas de piedra gris con tejados de pizarra galesa de un gris más oscuro. Estaban construidas a lo largo de hileras serpenteantes que seguían el contorno de las pendientes, y las hileras estaban atravesadas por unas callejuelas más cortas que se precipitaban en vertical hacia el fondo del valle.

—¿Con quién crees que vas a trabajar? —le preguntó Tommy.

Billy se encogió de hombros. Los muchachos nuevos se asignaban a uno de los ayudantes del capataz de la mina.

—Ni idea.

—Yo espero que me pongan en los establos. —A Tommy le gustaban los caballos. En la mina vivían unos cincuenta ponis que tiraban de las vagonetas que llenaban los mineros, arrastrándolas por los raíles del ferrocarril—. ¿Qué trabajo te gustaría hacer?

Billy esperaba que no le diesen una tarea demasiado pesada para su físico de niño, pero no estaba dispuesto a admitirlo en voz alta.

—Engrasar las vagonetas —contestó.

—¿Por qué?

—Parece fácil.

Pasaron por delante de la escuela de la que, hasta el día anterior, habían sido alumnos. Se trataba de un edificio victoriano con ventanas ojivales como las de una iglesia. Había sido erigido por la familia Fitzherbert, tal como el director se encargaba de recordar de forma incansable a los alumnos. El conde aún contrataba personalmente a los maestros y decidía el contenido del programa académico. Las paredes estaban repletas de cuadros de heroicas victorias militares, y la grandeza de Gran Bretaña era un tema constante. En la clase sobre las Escrituras con la que daba comienzo cada jornada escolar se impartían estrictas doctrinas anglicanas, a pesar de que casi todos los niños provenían de familias pertenecientes a sectores disidentes, escindidos de la Iglesia anglicana, también llamados no conformistas. Había una junta escolar de la que formaba parte el padre de Billy, pero carecía de poder auténtico y sus funciones se limitaban únicamente a aconsejar y asesorar. El padre del chico aseguraba que el conde trataba la escuela como si fuese una propiedad personal.

En su último año de estudios, Billy y Tommy habían aprendido las nociones básicas de la minería, mientras que las chicas aprendían a coser y a guisar. A Billy le había sorprendido descubrir que el suelo que había bajo sus pies estaba formado por capas de distintas clases de tierra, como si hubiera un montón de emparedados apilados unos encima de otros. Una «veta de carbón», una expresión que había oído toda su vida sin entenderla realmente, era una de dichas capas. También le habían explicado que el carbón estaba hecho de hojas muertas y otras clases de materia vegetal, acumuladas durante años y años y comprimidas por el peso de la tierra que tenían encima. Tommy, cuyo padre era ateo, aseguraba que eso demostraba que lo que decía la Biblia era mentira, pero el padre de Billy afirmaba que solo era una interpretación.

La escuela estaba vacía a aquellas horas, y el patio del recreo, también desierto. Billy se sentía orgulloso de haber dejado atrás la escuela, aunque una pequeña parte de su ser deseaba poder volver allí en lugar de tener que bajar al pozo.

A medida que iban aproximándose a la mina, las calles empezaron a llenarse de mineros, todos con su caja de hojalata y una botella de té. Iban vestidos igual, con trajes viejos de los que se despojarían en cuanto llegasen a su lugar de trabajo. Algunas minas eran muy frías, pero en la de Aberowen hacía mucho calor, y los hombres trabajaban en ropa interior y con botas, o con los pantaloncillos de hilo basto a los que llamaban
bannickers
. Todos llevaban una gorra acolchada siempre, porque los techos de los túneles eran muy bajos y era fácil golpearse la cabeza.

Por encima de las casas, Billy vio el cabrestante, una torre coronada por dos ruedas de grandes dimensiones que rotaban en sentido opuesto, tirando de los cables que subían y bajaban la jaula. En todas las cuencas mineras de Gales del Sur se veían estructuras similares de brocales de mina, del mismo modo en que las agujas de las iglesias dominaban las localidades y aldeas agrícolas.

Había otras construcciones diseminadas alrededor de la boca de la mina, como si hubiesen caído allí por casualidad: la lamparería, las oficinas, la herrería, los almacenes… Las líneas ferroviarias serpenteaban entre los edificios. Por el suelo aparecían desperdigados varios vagones averiados, viejos travesaños resquebrajados, sacos de comida y piezas de maquinaria oxidada y en desuso, todo cubierto por una capa de polvo de carbón. El padre de Billy decía siempre que habría menos accidentes si los mineros tuvieran las cosas más ordenadas.

Billy y Tommy entraron en las oficinas de la mina. En la antesala estaba Arthur Llewellyn el Manchas, un empleado no mucho mayor que ellos. Llevaba el cuello y los puños de la camisa blanca sucios. Estaba esperándolos, pues los padres de ambos habían dispuesto previamente que empezasen a trabajar ese día. El Manchas escribió sus nombres en un libro y luego los condujo al despacho del capataz.

—El joven Tommy Griffiths y el joven Billy Williams, señor Morgan —anunció.

Maldwyn Morgan era un hombre alto y vestía un traje negro. No había restos de carbón en los puños de su camisa, y tenía las mejillas rosadas, lisas y suaves, lo que significaba que, probablemente, se afeitaba todos los días. Su titulación de ingeniero lucía enmarcada en la pared, y su bombín —la otra señal distintiva de su estatus— colgaba del perchero que había junto a la puerta.

Para sorpresa de Billy, no estaba solo. Junto a él había una figura aún más pavorosa: Perceval Jones, director de Celtic Minerals, la compañía que poseía y explotaba la mina de carbón de Aberowen, además de otras. Un hombrecillo menudo y agresivo al que los mineros llamaban Napoleón. Iba vestido formalmente con un frac negro y pantalones a rayas grises, y no se había quitado el sombrero de copa.

Jones miró a los chicos con gesto de reprobación.

—Griffiths —dijo—, tu padre es un socialista revolucionario.

—Sí, señor —contestó Tommy.

—Y un ateo.

—Sí, señor Jones.

Se volvió para dirigirse a Billy.

—Y tu padre es un dirigente de la Federación Minera de Gales del Sur.

—Sí, señor Jones.

—No me gustan los socialistas. Y los ateos están condenados al fuego eterno. Y los sindicalistas son los peores de todos.

Miró a ambos fijamente, pero no les había hecho ninguna pregunta, de modo que Billy no dijo nada.

—No quiero alborotadores —siguió diciendo Jones—. En el valle de Rhondda llevan cuarenta y tres semanas de huelga por culpa de gente como vuestros padres, que meten cizaña y les animan.

Billy sabía que la huelga de Rhondda no había sido provocada por los alborotadores, sino por los dueños de la mina de Ely, en Penygraig, que habían hecho un cierre patronal contra los mineros, pero mantuvo la boca cerrada.

—¿No seréis vosotros alborotadores? —Jones señaló a Billy con un dedo huesudo, y el muchacho se puso a temblar—. ¿No te habrá dicho tu padre que defiendas tus derechos mientras trabajes para mí?

Billy trató de hacer memoria, aunque era difícil teniendo el rostro amenazador de Jones a escasos centímetros del suyo. Su padre no le había dicho gran cosa esa mañana, pero la noche anterior sí le había dado algún consejo.

—Pues verá, señor, me ha dicho: «No les plantes cara ni te hagas el gallito con los patronos, que ese es mi trabajo».

A sus espaldas, Llewellyn el Manchas se rió por lo bajo.

A Perceval Jones, sin embargo, no le hizo ninguna gracia.

—Mocoso insolente… —masculló—. Pero si no te dejo entrar a trabajar en la mina, tendré a todo el valle en huelga.

A Billy no se le había pasado por la cabeza algo semejante. ¿Tan importante era? No, pero cabía la posibilidad de que los mineros se pusiesen en huelga para defender a los hijos de sus dirigentes sindicales. No llevaba ni cinco minutos trabajando y el sindicato ya lo estaba protegiendo.

—Llévatelos de aquí —ordenó Jones.

Morgan asintió.

—Sácalos fuera, Llewellyn —le apremió—. Rhys Price puede encargarse de ellos.

Billy protestó para sus adentros, pues Rhys Price era uno de los ayudantes del capataz que tenía más mala fama. Había puesto los ojos en Ethel el año anterior y esta lo rechazó de plano. La hermana de Billy había hecho lo mismo con la mitad de los solteros de Aberowen, pero Price se lo había tomado muy a pecho.

El Manchas negó con la cabeza.

—Fuera —dijo, y los acompañó mientras salían del despacho—. Esperad en el exterior al señor Price.

Billy y Tommy abandonaron el edificio y se apoyaron en el muro, junto a la puerta.

—Me encantaría darle un puñetazo a Napoleón en esa barriga gorda que tiene —dijo Tommy—. Ese sí es un cerdo capitalista.

—Y que lo digas —convino Billy, aunque nunca se le había pasado por la cabeza pensar algo así.

Rhys Price apareció al cabo de un minuto. Como todos los ayudantes del capataz, llevaba un sombrero de ala pequeña y abarquillada al que llamaban sombrero hongo, más caro que una gorra de minero pero más barato que un bombín. En los bolsillos del chaleco guardaba una libreta y un lápiz, y sostenía una regla de medir. Price lucía barba de dos días y tenía los dientes mellados. Billy sabía que gozaba de fama de listo pero también de ladino.

—Buenos días, señor Price —dijo Billy.

Price parecía suspicaz.

—¿Se puede saber qué es lo que estás tramando con eso de darme los buenos días, Billy Doble?

—El señor Morgan ha dicho que bajaríamos con usted a la mina.

—¿Conque eso ha dicho, eh? —Price tenía la curiosa costumbre de lanzar miradas bruscas a diestro y siniestro, y a veces incluso a su espalda, como si esperase que, en cualquier momento, fueran a lloverle los problemas desde todos los lados—. Eso ya lo veremos. —Miró al cabrestante, como si buscase allí una explicación—. No tengo tiempo para andar con mocosos. —Entró en las dependencias de la oficina.

—Espero que encuentren a otro que nos lleve abajo… —comentó Billy—. Porque ese odia a mi familia desde que mi hermana lo rechazó.

—Tu hermana se cree demasiado buena para los hombres de Aberowen —dijo Tommy, y era evidente que repetía en voz alta algo que había oído antes.

—Es que lo es, es demasiado buena para ellos —sentenció Billy, categórico.

Price salió de la oficina.

—Está bien, venid conmigo. —Y echó a andar con paso decidido.

Los muchachos lo siguieron al interior de la lamparería. El lamparero le dio a Billy una brillante lámpara de seguridad de latón y él se la enganchó al cinturón, tal como hacían los demás hombres.

Había aprendido mucho acerca de las lámparas de mineros en la escuela. Entre los peligros de la explotación del carbón se hallaba el metano, el gas inflamable que se filtraba por las vetas de carbón. Los hombres lo llamaban grisú, y era la causa de todas las explosiones subterráneas. Las minas galesas eran especialmente famosas por el alto contenido en gas de sus galerías. La lámpara había sido diseñada de manera muy ingeniosa para que la llama no prendiese el grisú, sino que al entrar en contacto con el gas, la llama cambiaba de forma y se alargaba, sirviendo de este modo de aviso, pues el grisú no desprendía ningún olor.

Si la lámpara se apagaba, el minero no podía volver a encenderla. Estaba prohibido llevar cerillas a la mina, y la lámpara estaba cerrada con llave como medida disuasoria para que nadie contraviniese la norma. Una lámpara apagada debía llevarse a un punto de encendido, normalmente al fondo de la mina, cerca del tiro. Para ello a veces era necesario recorrer a pie más de un kilómetro y medio, pero merecía la pena con tal de evitar el riesgo de una explosión subterránea.

A los muchachos les habían enseñado en la escuela que las lámparas eran una de las maneras que tenían los patronos y propietarios de las minas de mostrar su preocupación por el bienestar y la seguridad de sus trabajadores. «Como si evitar las explosiones —había dicho el padre de Billy— no fuese a beneficiar al patrón, que así no tiene que interrumpir el trabajo en la mina ni reparar los daños en los túneles.»

Tras recoger sus lámparas, los hombres hicieron cola para subir a la jaula. Hábilmente colocado junto a la cola, había un tablón de anuncios en el que unos letreros escritos a mano o impresos de forma más o menos rudimentaria anunciaban partidos de críquet, un campeonato de dardos, el extravío de una navaja, un recital del Coro Masculino de Aberowen y una charla sobre la teoría del materialismo histórico de Karl Marx en la Biblioteca Libre. Sin embargo, los ayudantes del capataz no tenían que hacer cola, así que Price se abrió paso hasta la parte delantera, seguido de los chicos.

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