Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Cuando te cortes, tienes que lavarte la herida y ponerte un vendaje limpio. Luego tienes que cambiarte el vendaje cada día para que no se ensucie. —Greenward era un hombre de modales bruscos, pero no desagradable.
La madre le preguntó algo a la hija en ruso y casi a gritos. Walter no la entendió, pero comprendió lo esencial, que estaba traduciendo las instrucciones del doctor.
Greenward se volvió hacia la enfermera.
—Límpiele la mano y véndesela, por favor —y le dijo a Rosie—: Voy a darte un ungüento. Si se te hincha el brazo, debes venir a verme el próximo lunes. ¿Me entiendes?
—Sí, señor.
—Si dejas que empeore la infección, podrías perder la mano.
A Rosie se le saltaron las lágrimas.
—Siento haberte asustado, pero quiero que seas consciente de lo importante que es que tengas la mano limpia —dijo el doctor.
La enfermera preparó un cuenco de lo que debía de ser líquido antiséptico.
—Me gustaría transmitirle la admiración y respeto que siento por la labor que está llevando a cabo aquí, doctor —dijo Walter.
—Gracias. Me alegra poder dedicar mi tiempo a esta tarea, pero tenemos que comprar suministros médicos. Les estaremos muy agradecidos por cualquier ayuda que puedan prestarnos.
—Debemos dejar que el doctor prosiga con sus visitas, hay al menos veinte pacientes esperando —terció Maud.
Los visitantes salieron de la consulta. Walter estaba exultante de orgullo. Maud mostraba algo más que compasión. Cuando a las damas de la aristocracia les hablaban de los niños que trabajaban explotados en las fábricas, la mayoría se limpiaban las lágrimas con un pañuelo bordado; sin embargo, Maud mostraba la determinación y el valor para ayudar de verdad.
«¡Y me quiere!», pensó Walter.
—¿Puedo ofrecerle un refrigerio, herr Von Ulrich? Mi despacho es pequeño, pero tengo una botella del mejor jerez de mi hermano.
—Es muy amable por su parte, pero debemos irnos.
La visita iba a ser un poco breve, pensó Walter. El encanto de Maud había dejado de surtir efecto en su padre. Tenía el horrible presentimiento de que algo había salido mal.
Otto sacó la cartera y cogió un billete.
—Por favor, acepte una modesta contribución para la excelente labor que están llevando a cabo, lady Maud.
—¡Qué generoso! —exclamó ella.
Walter le dio otro billete.
—Quizá también yo pueda realizar un pequeño donativo.
—Le estoy muy agradecida por todo aquello que pueda ofrecerme —dijo.
Walter esperó que fuera el único que había reparado en la pícara mirada que le había lanzado.
—Le ruego que le transmita mis respetos al conde Fitzherbert —dijo Otto.
Se despidieron. A Walter le preocupaba la reacción de su padre.
—¿No cree que lady Maud es maravillosa? —le preguntó alegremente mientras regresaban hacia Aldgate—. Fitz lo financia todo, por supuesto, pero es Maud quien hace el trabajo.
—Es vergonzoso —exclamó Otto—. Una absoluta vergüenza.
Walter se dio cuenta de que su padre estaba de mal humor, pero, aun así, su reacción lo sorprendió.
—¿De qué demonios habla? ¡Le gustan las mujeres de alta cuna que ayudan a los pobres!
—Visitar a campesinos enfermos y llevarles algo de comida en una cesta es una cosa —dijo Otto—. ¡Pero me horroriza ver a la hermana de un conde en un lugar como ese con un médico judío!
—Oh, Dios —gruñó Walter. Claro, el doctor Greenward era judío. Sus padres debían de ser de origen alemán y apellidarse Grunwald. Walter no había conocido al doctor hasta entonces, aunque, de todos modos, quizá no habría caído en la cuenta ni le habría importado su raza. Sin embargo, Otto, al igual que la mayoría de los hombres de su generación, concedía una gran importancia a aquel tipo de cosas—. Padre, ese hombre trabaja sin cobrar nada a cambio; lady Maud no puede permitirse el lujo de rechazar la ayuda de un médico perfectamente válido por el mero hecho de que sea judío.
Otto no lo escuchaba.
—Familias sin padre, ¿de dónde habrá sacado esa expresión? —se preguntó, asqueado—. Se refiere a la prole de las prostitutas.
A Walter le afectaron mucho las palabras de su padre. Su plan había fracasado por completo.
—¿No se da cuenta de lo valiente que es? —preguntó, abatido.
—Me da igual. Si fuera mi hermana, le daría una buena zurra.
II
Había una crisis en la Casa Blanca.
Era el 21 de abril, y Gus Dewar se encontraba en el Ala Oeste, a altas horas de la madrugada. El nuevo edificio proporcionaba más espacio para despachos, algo que hacía mucha falta, y permitía que el resto de la Casa Blanca se utilizara únicamente como residencia. Gus estaba sentado en el estudio del presidente, cerca del Despacho Oval, una habitación pequeña y sin gracia, iluminada por una bombilla que emitía una luz tenue. Sobre el escritorio se encontraba la máquina de escribir portátil, marca Underwood, que Woodrow Wilson utilizaba para escribir sus discursos y notas de prensa.
A Gus le interesaba más el teléfono. Si sonaba, debía decidir si despertaba o no al presidente.
Una telefonista no podía tomar tal decisión. Sin embargo, los consejeros más importantes del presidente también necesitaban sus horas de sueño. Gus era el último en el escalafón de los consejeros, o el primero en el de los funcionarios, según el punto de vista. Sea como fuere, le había tocado a él permanecer toda la noche junto al teléfono para decidir si debía interrumpir el sueño del presidente, o el de la primera dama, Ellen Wilson, que sufría una misteriosa enfermedad. Gus estaba nervioso por temor a hacer o decir algo erróneo. De repente, la cara educación que había recibido le parecía superflua: ni tan siquiera en Harvard les habían enseñado cuándo convenía despertar al presidente. Esperaba que el teléfono no llegara a sonar.
Gus estaba ahí gracias a una carta que había escrito. Le había contado a su padre la fiesta real que se celebró en Ty Gwyn, y el debate que se celebró después de la cena sobre el peligro de una guerra en Europa. Al senador Dewar le pareció una carta tan interesante y entretenida que se la mostró a su amigo, Woodrow Wilson, que dijo: «Me gustaría tener a ese muchacho en mi despacho». Gus se había tomado un año sabático después de Harvard, donde había estudiado derecho internacional, y antes de empezar en su primer trabajo, en un bufete de abogados de Washington. Se encontraba a medio camino de su viaje alrededor del mundo, pero redujo gustosamente la duración de sus vacaciones para servir a su presidente.
Nada fascinaba tanto a Gus como las relaciones entre naciones, el odio y las amistades, las alianzas y las guerras. De adolescente asistió a sesiones del comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, al que pertenecía su padre, y le resultaron más fascinantes que una obra teatral.
—Así es como los países crean paz y prosperidad; o guerra, desolación y hambruna —dijo su padre—. Si quieres cambiar el mundo, las relaciones internacionales es el campo en el que puedes hacer más bien… o mal.
Y, ahora, Gus se encontraba en medio de su primera crisis internacional.
Un funcionario muy celoso del gobierno mexicano había detenido a ocho marineros estadounidenses en el puerto de Tampico. Los hombres ya habían sido puestos en libertad, el funcionario se había disculpado y el trivial incidente podría haber acabado ahí. Pero el comandante del escuadrón, el almirante Mayo, había exigido una salva de veintiún cañonazos. El presidente Huerta se había negado. Para añadir más presión al asunto, Wilson había amenazado con ocupar Veracruz, el mayor puerto de México.
De modo que Estados Unidos estaba al borde de la guerra. Gus admiraba a Woodrow Wilson y su integridad. El presidente no estaba de acuerdo con aquel cínico punto de vista, según el cual un bandido mexicano era igual a cualquier otro. Huerta era un reaccionario que había asesinado a su predecesor, y Wilson quería encontrar un pretexto para derrocarlo. A Gus le entusiasmaba que un dirigente mundial dijera que era inaceptable que los hombres alcanzaran el poder mediante el asesinato. ¿Llegaría un día en que ese principio fuera aceptado por todas las naciones?
La crisis se agravó por culpa de los alemanes. Un barco alemán de nombre
Ypiranga
se aproximaba a Veracruz con un cargamento de fusiles y munición para el gobierno de Huerta.
La tensión había reinado durante todo el día, pero ahora Gus debía hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse despierto. En el escritorio que había frente a él, iluminado por una lámpara con pantalla verde, había un informe mecanografiado del servicio de espionaje del ejército sobre los efectivos de los rebeldes de México. El servicio de espionaje era uno de los departamentos más pequeños del ejército, ya que solo contaba con dos oficiales y dos funcionarios, y el informe no era muy completo. Gus no dejaba de pensar en Caroline Wigmore.
Cuando llegó a Washington llamó al catedrático Wigmore para intentar verlo un día. Era uno de sus profesores de Harvard, que se había trasladado a la Universidad de Georgetown. Wigmore no estaba en casa, pero su segunda y joven esposa sí. Gus había visto a Caroline en varias ocasiones en diversos acontecimientos del campus, y le atraía mucho su comportamiento atento y discreto y su rápida inteligencia.
—Me ha dicho que tenía que ir a encargar camisas nuevas —dijo ella, pero Gus se fijó en su expresión crispada, y añadió—: Pero sé que está con su amante.
Gus le secó las lágrimas con el pañuelo y ella le besó en los labios.
—Ojalá estuviera casada con alguien digno de confianza.
Caroline resultó ser una mujer muy apasionada. Aunque no le había permitido llegar a mantener relaciones sexuales, hacían todo lo demás. Tenía unos orgasmos estremecedores aunque él únicamente la acariciaba.
Su aventura tan solo había empezado un mes antes, pero Gus ya sabía que quería que se divorciara de Wigmore y se casara con él. Sin embargo, ella no quería ni hablar del tema, a pesar de que no tenían hijos. Decía que le arruinaría la carrera a Gus y, a buen seguro, tenía razón. No era algo que se pudiera hacer con discreción ya que el escándalo se convertiría en un tema demasiado jugoso: la atractiva mujer que abandonaba al catedrático de renombre y acto seguido se casaba con un hombre más joven y adinerado. Gus sabía a la perfección lo que diría su madre sobre tal matrimonio: «Es comprensible, si su marido le ha sido infiel, pero resultaría incómodo que pasara a formar parte de nuestro círculo social». El presidente se sentiría avergonzado, y también el tipo de personas que podían ser cliente de un abogado. Sin duda alguna, echaría por tierra todas las esperanzas de Gus de seguir la carrera de su padre para llegar al Senado.
Gus se dijo a sí mismo que no le importaba. Amaba a Caroline y la rescataría de su marido. Tenía mucho dinero, y cuando muriera su padre sería millonario. Emprendería otra carrera. Tal vez podría convertirse en periodista y enviar sus crónicas desde las capitales extranjeras.
No obstante, sentía un dolor punzante de arrepentimiento. Acababa de encontrar trabajo en la Casa Blanca, algo con lo que soñaban muchos jóvenes. Sería durísimo tener que renunciar a él, junto a todo lo que conllevaba.
Sonó el teléfono y Gus se sobresaltó debido a los timbrazos que resonaron en el silencio del Ala Oeste de noche.
—Oh, Dios mío —dijo, mientras miraba el aparato—. Oh, Dios mío, ha llegado el momento. —Titubeó varios segundos y, al final, descolgó el auricular. Oyó la voz pastosa del secretario de Estado William Jennings Bryan.
—Tengo a Joseph Daniels en la otra línea, Gus. —Daniels era el secretario de la Armada—. Y la secretaria del presidente está escuchando por un teléfono supletorio.
—Sí, señor secretario —dijo Gus. Logró expresarse con voz calma, pero el corazón le latía desbocado.
—Despierta al presidente, por favor —le ordenó el secretario Bryan.
—Sí, señor.
Gus atravesó el Despacho Oval y salió al Jardín de las Rosas y al frío aire de la noche. Cuando llegó al edificio antiguo un guardia lo dejó entrar. Subió corriendo las escaleras, recorrió el pasillo y se detuvo frente a la puerta del dormitorio. Respiró hondo y llamó con tanta fuerza que se hizo daño en los nudillos.
Al cabo de un instante oyó la voz de Wilson.
—¿Quién es?
—Gus Dewar, señor presidente —respondió—. El secretario Bryan y el secretario Daniels están al teléfono.
—Un minuto.
El presidente Wilson salió del dormitorio mientras se ponía sus gafas con montura al aire. Vestía pijama y bata, lo que le daba un aspecto vulnerable. Era alto, aunque no tanto como Gus. Tenía cincuenta y siete años y el pelo oscuro aunque surcado por canas. Se consideraba feo, y no estaba del todo equivocado. Tenía una nariz prominente y orejas de soplillo, pero su gran mentón le confería un aspecto que reflejaba de forma precisa la fortaleza de carácter que Gus respetaba. Cuando hablaba, mostraba sus dientes torcidos.
—Buenos días, Gus —dijo amablemente—. ¿A qué viene tanta agitación?
—No me lo han dicho.
—Bueno, es mejor que escuches por el supletorio del despacho de al lado.
Gus obedeció rápidamente y descolgó el auricular.
Oyó la voz sonora de Bryan.
—Está previsto que el
Ypiranga
atraque a las diez de la mañana.
Gus sintió cierta aprensión. El presidente mexicano tenía que ceder, ya que, de lo contrario, habría un baño de sangre.
Bryan leyó un telegrama del cónsul estadounidense en Veracruz.
—El vapor
Ypiranga
, propiedad de la naviera Hamburg-Amerika, llegará mañana procedente de Alemania con doscientas ametralladoras y quince millones de cartuchos; atracará en el muelle cuatro y empezará a descargar a las diez y media.
—¿Es consciente de lo que significa eso, señor Bryan? —preguntó Wilson, y Gus tuvo la sensación de que lo hacía con voz quejumbrosa—. Daniels, ¿está ahí, Daniels? ¿Qué opina?
—No deberíamos permitir que Huerta reciba la munición —contestó Daniels. A Gus le sorprendió aquella respuesta tan contundente por parte del secretario de la Armada—. Puedo enviarle un telegrama al almirante Fletcher para que lo impida y tome las aduanas.
Hubo una larga pausa. Gus estaba agarrando el teléfono con tanta fuerza que le dolía la mano.
Al final, el presidente tomó una decisión:
—Daniels, envíele esta orden al almirante Fletcher: «Tome Veracruz de inmediato».