La caída de los gigantes (23 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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La señora de Dai Ponis dijo:

—«Disculpe nuestra osadía al escribir a Su Majestad.»

—No —dijo Ethel, con contundencia—. No pidas disculpas. Es nuestro rey, tenemos derecho a realizar una petición. Pongamos: «Somos las viudas a las que Su Majestad visitó en Aberowen después de la explosión de la mina».

—Muy bien —exclamó la señora Ponti.

Ethel prosiguió:

—«Nos honró con su visita, y nos sentimos consoladas por sus amables condolencias y por la gentil compasión que mostró Su Majestad la reina».

—Posee un don para este tipo de situaciones, como su padre —dijo la señora de Dai Ponis.

—Ya basta de darle coba —terció la señora Ponti.

—De acuerdo. Y ahora: «Acudimos a Su Majestad para solicitarle ayuda. Porque nuestros maridos han muerto y van a desahuciarnos».

—«Celtic Minerals va a desahuciarnos» —la corrigió la señora Ponti.

—«Celtic Minerals va a desahuciarnos. Todos los mineros se han declarado en huelga por nosotros, pero ahora también van a desahuciarlos a ellos.»

—No te alargues demasiado —dijo la señora de Dai Ponis—. Quizá esté demasiado ocupado para leerla.

—De acuerdo. Pues acabemos así: «¿Es este el tipo de comportamiento que debería permitirse en su reino?».

—Es una expresión un poco blanda.

—No, ya está bien —dijo la señora de Dai Ponis—. Apela a su sentido de la justicia.

—«Tenemos el honor de ser, señor, los más humildes y obedientes sirvientes de Su Majestad» —dijo Ethel.

—¿Hay que poner eso? —preguntó la señora Ponti—. No soy una sirvienta. Sin ánimo de ofender, Ethel.

—Es un formalismo habitual. El conde lo utiliza cuando escribe una carta a
The Times
.

—Entonces, de acuerdo.

Ethel pasó la carta a las presentes.

—Poned vuestras direcciones junto a vuestras firmas.

—Tengo muy mala letra, escribe tú mi nombre —le pidió la señora Ponti.

Ethel iba a quejarse, cuando se le ocurrió que tal vez la señora Ponti era analfabeta, de modo que no dijo nada y se limitó a escribir: «Señora Minnie Ponti, 19 Wellington Row».

Escribió la dirección en el sobre:

Su Majestad el Rey

Palacio de Buckingham

Londres

Cerró el sobre y puso un sello.

—Pues ya está —dijo, y las mujeres le dedicaron un fuerte aplauso.

Envió la carta el mismo día.

Jamás recibieron respuesta.

VI

El último sábado de marzo era un día gris en Gales del Sur. Las nubes bajas ocultaban las cimas de las montañas y una lluvia incesante caía sobre Aberowen. Ethel y la mayoría de las sirvientas de Ty Gwyn abandonaron sus puestos de trabajo (ya que el conde y la princesa estaban en Londres) y fueron caminando a la ciudad.

Habían enviado policías de Londres para evitar altercados durante los desahucios; estaban por todas las calles, con sus pesadas gabardinas empapadas. La huelga de las viudas se había convertido en una noticia de alcance nacional, varios periodistas de Cardiff y Londres habían llegado en el primer tren de la mañana, y se dedicaban a fumar cigarrillos y a escribir en sus libretas. Había, incluso, una gran cámara montada sobre un trípode.

Ethel se encontraba con su familia, frente a su casa, observando lo que acontecía. Su padre estaba contratado por el sindicato, no por Celtic Minerals, y la casa era de su propiedad; pero gran parte de sus vecinos iban a ser desahuciados. Durante el transcurso de la mañana, sacaron sus posesiones a la calle: camas, mesas y sillas, ollas y orinales, una fotografía enmarcada, un reloj, una caja naranja con la vajilla y la cubertería, unas cuantas piezas de ropa envueltas en periódico y atadas con un cordel. Frente a cada puerta había un pequeño montón de objetos sin apenas valor, como si fuera la ofrenda de un sacrificio.

El rostro de su padre era una máscara de rabia contenida. Billy parecía dispuesto a pelearse con cualquiera. El abuelo no dejaba de negar con la cabeza y de decir:

—Jamás había visto algo así en mis setenta años de vida.

La madre tan solo tenía una expresión adusta.

Ethel se echó a llorar y no pudo parar.

Algunos de los mineros habían encontrado trabajo, pero no era fácil: un minero no siempre se adaptaba bien a un empleo de dependiente o de conductor de autobús, los empresarios lo sabían y se negaban a darles trabajo cuando veían el polvillo de carbón bajo sus uñas. Media docena de hombres se habían convertido en marineros mercantes, contratados como fogoneros; pidieron un adelanto del suelo para dárselo a sus mujeres antes de echarse a la mar. Unos cuantos habían decidido irse a Cardiff o Swansea, con la esperanza de hallar ocupación en una fundición. Muchos se habían ido a vivir con familiares, en las ciudades cercanas. Los demás encontraron un hueco en otras casas de Aberowen, con familias no mineras, hasta que finalizara la huelga.

—El rey no ha respondido a la carta de las viudas —le dijo Ethel a su padre.

—No has manejado bien el asunto —le dijo él—. Fíjate en Emmeline Pankhurst. No creo que las mujeres deban tener derecho a voto, pero sabe cómo llamar la atención.

—¿Qué debería haber hecho? ¿Lograr que me detuvieran?

—No es necesario llegar a ese extremo. Si hubiera sabido lo que estabas haciendo, te habría aconsejado que enviaras una carta al
Western Mail
.

—No se me pasó por la cabeza. —Ethel quedó abatida al darse cuenta de que había fracasado y de que podría haber hecho algo para evitar los desahucios.

—El periódico habría preguntado a palacio si habían recibido la carta, y al rey le habría resultado más difícil decir que no iba a haceros caso.

—Maldita sea, ojalá te hubiera pedido consejo.

—No digas palabrotas —le ordenó su madre.

—Lo siento, mamá.

Los policías de Londres observaban la escena con perplejidad, sin entender el orgullo y la tozudez insensatos que habían conducido a esa situación. No se veía a Perceval Jones por ningún lado. Un periodista del
Daily Mail
le pidió una entrevista a su padre, pero el periódico era hostil hacia los trabajadores, por lo que Williams se negó.

No había suficientes carretillas en la ciudad, de modo que la gente tuvo que turnarse para trasladar sus bienes. El proceso se alargó durante varias horas, pero a media tarde el último montón de posesiones había desaparecido, y las llaves colgaban de las cerraduras de las puertas de la calle. Los policías regresaron a Londres.

Ethel se quedó fuera un rato. Las ventanas de las casas vacías la miraban inexpresivamente, y la lluvia corría por las calles sin finalidad. Miró hacia la pizarra gris y mojada de los tejados, cuesta abajo hacia los edificios de la bocamina, desperdigados por la vaguada del valle. Vio a un gato caminando por las vías del tren, pero, por lo demás, no se apreciaba movimiento alguno. No salía humo de la sala de máquinas, y las grandes ruedas gemelas del cabrestante permanecían en lo alto de la torre, inmóviles e inútiles bajo la lluvia fina e incesante.

5

Abril de 1914

I

La embajada alemana era una espléndida mansión situada en Carlton House Terrace, una de las calles más elegantes de Londres. Por un lado tenía vistas al frondoso jardín del pórtico con pilares del Athenaeum, el club para caballeros intelectuales. Sin embargo, en la parte posterior, los establos daban a The Mall, la ancha avenida que iba de Trafalgar Square al palacio de Buckingham.

Walter von Ulrich no vivía ahí, aún. Tan solo el propio embajador, el príncipe Lichnowsky, poseía ese privilegio. Walter, un mero agregado militar, vivía en un apartamento de soltero, a diez minutos a pie, en Piccadilly. Sin embargo, albergaba la esperanza de que un día podría habitar los esplendorosos aposentos privados del embajador, que se encontraban en el interior de la embajada. Walter no era príncipe, pero su padre era un buen amigo del káiser Guillermo II. Asimismo, hablaba inglés como un antiguo etoniano, puesto que lo era. Había pasado dos años en el ejército y tres más en la academia militar antes de ingresar en el servicio diplomático. Tenía veintiocho años y era una figura emergente.

No le atraía únicamente el prestigio y la gloria de ser embajador. Sentía de forma apasionada que no existía vocación más alta que servir a su país. Su padre compartía sus sentimientos.

En todo lo demás, estaban en desacuerdo.

Se encontraban en el vestíbulo de la embajada y se miraban mutuamente. Tenían la misma altura, pero Otto era más fornido, y calvo, y lucía un mostacho a la antigua usanza, de tipo húngaro, mientras que Walter se decantaba por un estilo más moderno, por un bigote del tipo de «cepillo de dientes». Ese día vestían de modo idéntico, con sendos trajes de terciopelo negro, pantalones bombachos hasta las rodillas, calcetines de seda y zapatos de hebilla. Ambos llevaban espada y el sombrero ladeado. Por increíble que parezca, era el atuendo habitual con el que debían presentarse ante la corte real británica.

—Parece que estamos a punto de salir al escenario —dijo Walter—. Es un traje ridículo.

—En absoluto —replicó su padre—. Es una antigua costumbre fantástica.

Otto von Ulrich había pasado gran parte de su vida en el ejército alemán. Cuando era un joven oficial, participó en la guerra franco-prusiana y, al mando de su compañía, cruzó un pontón en la batalla de Sedán. Posteriormente, Otto fue uno de los amigos del joven káiser Guillermo a los que este acudió tras romper su relación con Bismarck, el Canciller de Hierro. Ahora Otto tenía una misión sin destino fijo, ya que se dedicaba a visitar las capitales europeas como una abeja que iba de flor en flor, sorbía el néctar de los servicios secretos diplomáticos y lo trasladaba a la colmena. Creía en la monarquía y en la tradición militar prusiana.

Walter era tan patriótico como Otto, pero opinaba que Alemania debía modernizarse y convertirse en una sociedad más igualitaria. Al igual que su padre, estaba orgulloso de los logros de su país en ciencia y tecnología, y del eficiente y trabajador pueblo alemán; sin embargo, pensaba que aún tenían mucho que aprender: democracia de los liberales estadounidenses, diplomacia de los astutos británicos y el arte del estilo de vida refinado de los elegantes franceses.

Padre e hijo abandonaron la embajada y bajaron un amplio tramo de escaleras que conducía a The Mall. Walter iba a ser recibido por el rey Jorge V, un ritual que se consideraba un privilegio, a pesar de que no conllevaba ningún beneficio concreto. Los diplomáticos de segundo nivel como él no acostumbraban a ser dignos de tales honores, pero su padre no tuvo reparo alguno en mover hilos para potenciar la carrera de su hijo.

—Las ametralladoras hacen obsoletas todas las armas de mano —dijo Walter, con la intención de retomar una discusión.

Las armas eran su especialidad, y estaba totalmente convencido de que el ejército alemán debía contar con la última tecnología en potencia de fuego.

Otto pensaba de modo distinto.

—Se atascan, se recalientan y no son precisas. Un hombre armado con un fusil puede apuntar bien, pero si le das una ametralladora la empuñará como una manguera de jardín.

—Si su casa está ardiendo, no le echará tacitas de agua, por muy precisas que sean. Querrá una manguera.

Otto negó con un gesto del dedo.

—Nunca has estado en una batalla, no tienes ni idea de lo que es. Escúchame porque sé de lo que hablo.

Así acababan a menudo sus discusiones.

Walter creía que la generación de su padre era arrogante. Sabía por qué se comportaban de ese modo. Habían ganado una guerra, habían creado el Imperio alemán a partir de Prusia y un grupo de monarquías independientes más pequeñas, y luego convirtieron Alemania en uno de los países más prósperos. Era normal que se consideraran maravillosos. Pero aquella actitud los volvía incautos.

Tras recorrer unos cientos de metros de The Mall, Walter y Otto se desviaron hacia el palacio de St. James. El edificio de ladrillo rojo del siglo XVI era más viejo y menos impresionante que el cercano palacio de Buckingham. Dieron sus nombres a un portero que vestía igual que ellos.

Walter sentía un leve nerviosismo. Era sumamente fácil cometer un error de etiqueta, y los errores pequeños no existían cuando uno trataba con la realeza.

Otto se dirigió al portero en inglés.

—¿Está aquí el señor Díaz?

—Sí, señor, ha llegado hace unos momentos.

Walter frunció el ceño. Juan Carlos Diego Díaz era un representante del gobierno mexicano.

—¿Por qué ha preguntado por Díaz, padre? —inquirió en alemán mientras atravesaban una serie de salones decorados con espadas y pistolas.

—La Royal Navy está reconvirtiendo su flota para pasar del carbón al petróleo.

Walter asintió. La mayoría de las naciones avanzadas estaban haciendo lo mismo. El petróleo era más barato, limpio y fácil de manejar; bastaba con bombearlo, por lo que no era necesario recurrir a ejércitos de fogoneros con la cara tiznada de hollín.

—Y los británicos reciben petróleo de México.

—Han comprado los pozos mexicanos para asegurar el suministro de su marina de guerra.

—Pero si nos entrometemos en México, ¿qué pensarán los estadounidenses?

Otto se tocó la aleta de la nariz.

—Escucha y aprende. Y, hagas lo que hagas, no abras la boca.

Los hombres que estaban a punto de ser presentados aguardaban en una antesala. La mayoría lucía el mismo traje palaciego de terciopelo, aunque uno o dos de los presentes iban ataviados con trajes de ópera bufa de generales del siglo XIX, y uno, a buen seguro escocés, llevaba un uniforme de gala con kilt. Walter y Otto daban vueltas por la sala, saludando con un leve gesto de la cabeza a los rostros familiares del circuito diplomático, hasta que llegaron ante Díaz, un hombre fornido con un bigote imperial.

Tras las cortesías de rigor, Otto dijo:

—Debe de alegrarse de que el presidente Wilson haya levantado la prohibición de la venta de armas a México.

—La venta de armas a los rebeldes —dijo Díaz, como si lo estuviera corrigiendo.

El presidente estadounidense, que siempre mostraba cierta tendencia a adoptar una postura moral, se había negado a reconocer al general Huerta, que había alcanzado el poder tras el asesinato de su predecesor. El hecho de que Wilson calificara a Huerta de asesino, implicaba que apoyaba al grupo rebelde, a los constitucionalistas.

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