La caída (8 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

BOOK: La caída
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Francamente, ¿hay una excusa para ello? Hay una, pero tan miserable que ni siquiera pienso en hacerla valer. En todo caso, aquí está: nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosas serias. ¿Dónde estaba lo serio? No lo sabía. Sabía sólo que no estaba en todo lo que veía y que se me manifestaba únicamente como un juego divertido e importuno.

Hay realmente esfuerzos y convicciones que nunca llegué a comprender. Siempre miré con aire admirado y con ciertas sospechas a esas extrañas criaturas que morían por dinero, se desesperaban por la pérdida de una "posición" o se sacrificaban, con grandes ademanes, por la prosperidad de su familia. Yo comprendía mejor a aquel amigo a quien, habiéndosele metido en la cabeza dejar de fumar, consiguió efectivamente lo que se había propuesto, a fuerza de voluntad. Una mañana abrió el diario, leyó que había estallado la primera bomba H, se enteró de sus admirables efectos y, sin dilación alguna, se fue a la cigarrería.

Por cierto que a veces yo simulaba tomar la vida en serio. Pero bien pronto se me manifestaba la frivolidad de la seriedad misma, y entonces continuaba solamente desempeñando mi papel lo mejor que podía. Representaba el papel de ser eficaz, inteligente, virtuoso, cívico, el papel de estar indignado, de ser indulgente, solidario, edificante. Basta, aquí me quedo. Ya habrá usted comprendido que yo era como mis holandeses, quienes están presentes sin estarlo: yo estaba ausente el momento en que estaba más presente. Sólo fui verdaderamente sincero y entusiasta en la época en que practicaba deportes y también en el regimiento, cuando intervenía en las representaciones que nos dábamos para nuestro entretenimiento. En los dos casos había una regla del juego, regla que no era seria, y que uno se divertía en tomar por tal. Aún ahora, el estadio lleno de gente hasta reventar de los partidos de los domingos, y el teatro, que siempre amé con una pasión sin igual, son los únicos lugares en que me siento inocente.

Pero ¿quién admitiría que semejante actitud sea legítima cuando se trata del amor, de la muerte y del salario de los miserables? ¿Qué hacer, sin embargo? No podía imaginarme el amor de Isolda sino en las novelas, o en una escena. A veces los agonizantes que parecían compenetrados con sus papeles. Las réplicas de mis clientes pobres me parecían siempre de la misma urdimbre. De manera que, viviendo entre los hombres sin compartir sus intereses, yo no llegaba a creer en los compromisos que asumía. Era bastante cortés y bastante indolente para responder a lo que ellos esperaban de mí en mi profesión, en mi familia o en mi vida de ciudadano, pero lo hacía cada vez con una especie de distracción 'que terminaba por echarlo todo a perder. Viví toda mi vida bajo un doble signo y mis acciones más serias fueron a menudo aquellas en que menos me había comprometido. ¿Y, después de todo, no era eso lo que (y ésta es una tontería más, que nunca pude perdonarme) me hizo rebelarme con la mayor violencia contra el juicio que yo sentía verificarse en mí y alrededor de mí y lo que me obligó a buscar una salida?

Durante algún tiempo y en apariencia mi vida continuó como si nada hubiera cambiado.

Yo marchaba como sobre rieles y rodaba. Como ex profeso, las alabanzas arreciaban sobre mí. Y justamente de allí vino el mal. Usted recuerda, ¿no? "¡Desdichados de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!" ¡Ah, aquél decía cosas de oro! ¡Desdichado de mí! La máquina comenzó a tener caprichos, a detenerse inexplicablemente.

En ese momento el pensamiento de la muerte irrumpió en mi vida cotidiana. Comencé a calcular los años que me separaban de mi fin. Buscaba ejemplos de hombres de mi edad que ya estuvieran muertos. Y me atormentaba la idea de que no tendría tiempo para cumplir mi misión.

¿Qué misión? No lo sabía. Y pensándolo bien, ¿valía la pena que continuara haciendo lo que hasta entonces? Pero no era exactamente eso. En efecto, me perseguía un temor ridículo. Me parecía que no era posible morir sin haber confesado antes todas las mentiras; no a Dios ni a uno de sus representantes. Yo estaba por encima de todo eso, como usted puede figurárselo. No; se trataba de confesarlas a los hombres, a un amigo, o a una mujer amada, por ejemplo. Si no lo hacía así, una sola mentira que permaneciera oculta en mi vida sería definitiva por obra de la muerte. Nunca ya nadie conocería la verdad sobre ese punto, puesto que el único que la conocía era precisamente el muerto, dormido sobre su secreto. Este asesinato absoluto de una verdad me daba vértigos. Hoy, dicho sea entre paréntesis, me procuraría más bien delicados placeres. La idea, por ejemplo, de que soy el único que sabe dónde está lo que todo el mundo busca y de que en mi casa guardo un objeto que ha hecho correr de aquí para allá a tres agentes de policía, me resulta sencillamente deliciosa. Pero, dejemos esto. En aquella época, no había encontrado aún la fórmula y me atormentaba.

Claro está que me sacudía. ¡Qué importaba la mentira de un hombre en la historia de las generaciones, y qué pretensión era ésa de querer sacar a la luz de la verdad un engaño miserable, perdido en el océano de las edades como un grano de sal en el mar! Me decía también que la muerte del cuerpo, si había de juzgar por las muertes que había visto, era, por sí misma, un castigo suficiente, que lo absolvía todo. Con el sudor de la agonía se conquistaba uno la salvación (es decir, el derecho a desaparecer definitivamente). Pero todo esto no hacía al caso, el malestar aumentaba, la muerte era una compañera fiel en mi cabecera. Me levantaba con ella y las felicitaciones se me hacían cada vez más insoportables. Me parecía que la mentira aumentaba con ellas y que aumentaba tan desorbitadamente que ya nunca más podría ponerme en regla.

Llegó un día en que ya no pude resistir. Mi primera reacción fue desordenada. Puesto que era mentiroso, iba a manifestarlo y a lanzar mi duplicidad a la cara de todos aquellos imbéciles aun antes de que ellos la descubrieran. Provocado a decir la verdad, respondería al desafío. Para evitar que se rieran, pensaba, pues, lanzarme a la irrisión general. En suma, que todavía se trataba de sustraerse al juicio. Quería que, los que se reían estuvieran de mi lado o, por lo menos, ponerme yo mismo del lado dé ellos. Pensaba, por ejemplo, en empujar a los ciegos en la calle y en la sorda e imprevista alegría que experimentaba ante tal pensamiento, descubría hasta qué punto una parte de mi alma los odiaba; se me ocurría pinchar los neumáticos de los cochecitos de los enfermos, ir a gritar bajo los andamios en que trabajaban obreros: "Sucios pobres", abofetear en el subterráneo a las criaturas. Soñaba con todo eso, y nada hice, o si hice algo aproximado lo olvidé. Lo cierto es que la palabra misma "justicia" me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas. Pero me vengaba de ello maldiciendo públicamente el espíritu de humanidad. Anunciaba la publicación de un manifiesto en el que denunciaría la opresión que los oprimidos hacían pesar sobre la gente honrada. Un día en que comía langosta en la terraza de un restaurante y en el que un mendigo me importunaba, llamé al dueño del lugar para que lo echara y aplaudí sonoramente el discurso de aquel hombre justiciero: "Vamos, usted molesta aquí", le decía. "Póngase en el lugar de estos caballeros y señoras." Por fin hacía saber a quien quisiera oírlo que lamentaba que ya no fuera posible obrar como un propietario ruso, cuyo carácter me parecía admirable: hacía fustigar al mismo tiempo a aquellos de sus campesinos que lo saludaban y a aquellos que no lo hacían, para castigar una audacia que el hombre juzgaba en los dos casos igualmente desvergonzada.

Recuerdo, sin embargo, expresiones más graves. Comencé a escribir una Oda a la policía y una Apoteosis del machete. Sobre todo, me obligaba a visitar regularmente cafés especializados en los cuales se reunían nuestros humanistas profesionales. Mis buenos antecedentes hacían, naturalmente, que allí se me acogiera bien. Y entonces, como al acaso, dejaba escapar yo una palabra fuerte; como, por ejemplo, "gracias a Dios", o más sencillamente: "Dios mío." Bien conoce usted hasta qué punto nuestros ateos de fonda son tímidos comulgantes. A la enunciación de esta, enormidad, seguía un momento de estupor; ellos se miraban desconcertados y luego estallaba el tumulto; unos se salían del café, otros se ponían a cacarear con indignación, sin prestar oídos a nada. Todos se retorcían en convulsiones, como el diablo bajo el agua bendita.

Esto le parecerá a usted pueril. Con todo, había tal vez una razón más seria que me llevaba a gastar semejantes bromas. Quería introducir el desorden en el juego y, sobre todo, sí, sobre todo, destruir esa halagadora reputación, cuyo solo recuerdo me ponía furioso. "Un hombre como usted… ", me decían con deferencia y yo palidecía. No quería la estimación de la gente, puesto que no era general y, ¿cómo podría haber sido general, puesto que yo no podía compartirla? Entonces era mejor cubrirlo todo, juicio y estimación, con un manto de ridículo. De cualquier manera, me era preciso dar rienda suelta al sentimiento que me ahogaba. Para exponer a las miradas de todo el mundo lo que había dentro del vientre, quería quebrar el hermoso maniquí que yo mostraba en todas partes. A este respecto recuerdo una charla que hube de dar a unos jóvenes abogados recién graduados. Picado por los increíbles elogios del presidente del colegio de abogados que me había presentado, no pude refrenarme por mucho tiempo. Había comenzado con el brío y la emoción que se esperaban de mí y que yo podía exhibir sin esfuerzo a voluntad. Pero de pronto me puse a aconsejar la interrelación como método de defensa. No me refiero, decía yo, a ese sistema perfeccionado por las inquisiciones modernas, que juzgan al mismo tiempo a un ladrón y a un hombre honrado para abrumar al segundo con los crímenes del primero. Se trataba, por el contrario, de defender al ladrón haciendo valer los crímenes del hombre honrado, en este caso el abogado. Me expliqué muy claramente sobre este punto "Supongamos que yo haya aceptado defender a algún ciudadano conmovedor, que mató por celos. Considerad, diría yo, señores del jurado, cuán fuera de lugar está enojarse cuando contemplamos la bondad natural de este hombre, puesta a prueba por la malignidad del sexo.

¿No es acaso más grave, en cambio, hallarse de este lado de la barra, en mi propio banco de abogado, sin haber sido nunca bueno, sin que nunca lo hayan engañado? Yo estoy en libertad, sustraído a vuestros rigores. ¿Y qué soy yo, después de todo? Un ciudadano viril en cuanto al orgullo, un macho cabrío de lujuria, un faraón lleno de cólera, un rey de pereza. ¿Que yo no maté a nadie? Todavía no, sin duda alguna; pero ¿no dejé acaso morir a meritorias criaturas? Tal vez.

Y tal vez esté a punto de hacerlo de nuevo, en tanto que este hombre, miradlo bien, no volverá a hacerlo. Todavía está lleno de asombro por haber trabajado tan bien."

Este discurso turbó un poco a mis jóvenes colegas. Al cabo de un rato, decidieron reírse. Y quedaron del todo tranquilizados cuando llegué a mi conclusión, en la que invocaba con elocuencia a la persona humana y sus supuestos derechos. Aquel día la costumbre fue la más fuerte.

Al renovar estas amables extravagancias, lo único que conseguí fue desorientar un poco a la gente; pero no logré desarmarla ni tampoco, y sobre todo, desarmarme yo mismo. El asombro que generalmente manifestaban mis oyentes, su incomodidad un tanto reticente, bastante parecida, por lo demás, a la que usted está mostrando —no, no me asegure nada—, no llegaron a apaciguarme. Ya ve usted, no basta acusarse para quedar inocente; porque, si fuera así, yo sería ahora un cordero puro. Hay que acusarse de cierta manera, manera que me llevó bastante tiempo poner en su punto y que no descubrí antes de encontrarme en el abandono más completo. Hasta ese instante las risas continuaron flotando alrededor de mí, sin que mis esfuerzos desordenados lograran quitar les lo que ellas tenían de benévolo, de casi tierno, algo que me hacía daño.

Pero me parece que las aguas del mar suben. No tardará en salir nuestro barco. Ya termina el día. Mire, las palomas se reúnen allá arriba, se lanzan unas contra otras; apenas se mueven y la luz baja. ¿Quiere usted que guardemos silencio, para saborear esta hora asaz siniestra? ¿No? ¿Le intereso yo? Es usted muy amable. Por lo demás, ahora corro el riesgo de interesarlo realmente.

Antes de explicarme sobre los jueces penitentes, tengo que hablarle del libertinaje y de la mazmorra estrecha.

Usted se engaña, querido amigo. El barco anda a buena marcha. Lo que ocurre es que el Zuyderzee es un mar muerto o casi muerto. Con sus orillas chatas, perdidas en la bruma, no sabe uno dónde comienza y dónde termina. De manera que nos movemos sin tener ningún punto de referencia y no podemos apreciar nuestra velocidad. Avanzamos y nada cambia. Esto no es una navegación, sino un sueño.

En el archipiélago griego tenía yo la impresión contraria. Nuevas islas aparecían sin cesar en el círculo del horizonte. Sus lomos sin árboles marcaban el límite del cielo, sus costas rocosas se recortaban nítidamente en el mar. Allí no había ninguna confusión. En medio de la luz precisa, todo era punto de referencia. Y de una isla a la otra, continuadamente en nuestro barquito que se deslizaba, tenía yo empero la impresión de saltar, noche y día, sobre la cresta de breves olas frescas, en una travesía colmada de espuma y de risas. Desde aquella época, la propia Grecia deriva en alguna parte de mi interior, incansablemente, a bordo de mi memoria… ¡Eh!, y yo también voy á la deriva, me estoy poniendo lírico. Deténgame usted, querido amigo, se lo ruego.

Y ya que hablamos de Grecia, ¿la conoce usted?

¿No? Tanto mejor. ¿Qué haríamos allí nosotros?, me pregunto yo. Para vivir en Grecia hay que tener el corazón puro. Ha de saber usted que allá los griegos se pasean por las calles de a dos, cogidos de la mano. Sí, las mujeres se quedan en la casa y uno puede ver a hombres maduros, respetables, de bigotes, que se pasean gravemente por las aceras con los dedos entrelazados con los de su amigo. ¿En Oriente también alguna vez? Bueno. Pero, dígame, ¿iría usted tomado de la mano por las calles de París? ¡Ah, estoy bromeando! Nosotros tenemos buena apariencia y la mugre nos envanece. Antes de presentarnos en las islas griegas tendríamos que lavarnos largamente. El aire es allí casto, el mar y el goce, claros. En cambio, nosotros…

Sentémonos allí. ¡Qué bruma! Creo que iba a hablarle de la mazmorra estrecha, cuando me distraje con otras cosas. Sí, le diré de qué se trata. Después de haberme debatido, después de haber agotado mis grandes ademanes insolentes, desanimado por la inutilidad de mis esfuerzos, me decidí a apartarme de la sociedad de los hombres. No, no, no fui a buscar una isla desierta; ya no hay más. Lo que hice fue refugiarme en las mujeres. Como usted sabe, ellas no condenan realmente ninguna debilidad, sino que más bien procuran humillar o desarmar nuestras fuerzas.

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