La caída (4 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

BOOK: La caída
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¿Cómo dice usted? No tema, a eso voy. Y por lo demás no me he salido del asunto. Pero antes déjeme hacerle notar que mi portera, que se había arruinado a fuerza de gastar en el crucifijo una buena madera de roble y en repartir puñados de dinero para gozar mejor de su emoción, se lió un mes después con un rufián de hermosa voz. Él la azotaba, oíamos gritos espantosos y poco después el hombre abría la ventana y lanzaba a los aires su romanza preferida:

"Mujeres, qué bonitas sois." "¡Pero caramba!", decían los vecinos. Pero caramba, ¿qué?, le pregunto yo. Bueno, es que ese barítono tenía contra él las apariencias; y la portera también. Pero nada prueba que no se amaran. Y nada prueba tampoco que ella no amara a su marido. Por lo demás, cuando el rufián emprendió vuelo, con voz y brazo fatigados, ella, esa mujer fiel, volvió a los elogios del difunto. Después de todo, conozco a otros que, teniendo las apariencias a su favor, no son ni más constantes ni más sinceros. Conocí a un hombre que dedicó veinte años de su vida a una casquivana, a la que le sacrificó todo, las amistades, el trabajo, y hasta la decencia de su vida, y que una noche se dio cuenta de que nunca la había amado. Lo que ocurría es que se aburría; eso era todo. Se aburría como la mayor parte de la gente. Entonces se había creado, a toda costa, una vida de complicaciones y de dramas. ¡Es menester que pase algo en nuestra vida!

Aquí tiene usted la explicación de la mayor parte de los compromisos humanos. Es menester que pase algo, aunque sea el sometimiento sin amor, aunque sea la guerra o la muerte. ¡Vivan, pues, los entierros!

Yo por lo menos no tenía esa excusa. Yo no me aburría, puesto que reinaba. En aquella noche a que me referí, puedo hasta decirle que me aburría menos que nunca. No, verdaderamente no deseaba que pasara nada. Y sin embargo… Mire usted, querido señor; era un hermoso atardecer de otoño. En la ciudad se sentía aún cierta tibieza y sobre el Sena había ya cierta humedad. Caía la noche. El cielo estaba todavía claro en el oeste, pero iba oscureciendo.

Los faroles brillaban débilmente. Yo iba por la orilla izquierda del río hacia el puente de las Artes.

Las aguas brillaban entre los puestos cerrados de los vendedores de libros viejos. En los muelles había poca gente. En París ya se comía. Yo iba pisando las hojas amarillas y polvorientas que todavía recordaban el verano. El cielo se iba llenando poco a poco de estrellas que uno percibía fugazmente al alejarse de un farol para ir al encuentro de otro. Disfrutaba del silencio que había tornado a sobrevenir en la ciudad, gustaba de la ternura del atardecer, de un París desierto.

Estaba contento, había tenido un buen día: un ciego, la reducción de una pena que yo esperaba para un reo, el cálido apretón de manos de mi cliente, algunos actos de generosidad y, durante la tarde, una brillante improvisación frente a algunos amigos sobre la dureza de corazón de nuestra clase dirigente a la hipocresía de nuestra élite.

Yo había subido hasta el puente de las Artes, desierto a aquella hora, para contemplar el río que apenas se adivinaba en medio de la noche que ya había caído. Frente al Vert-Galant dominaba la isla. Sentía ascender en mi interior un vasto sentimiento de potencia y, ¿cómo podría decirlo?, de realización, que dilataba mi pecho. Me erguí y me disponía a encender un cigarrillo, el cigarrillo de la satisfacción, cuando en ese preciso instante detrás de mi estalló una carcajada. Sorprendido, me volví bruscamente. A mis espaldas no había nadie. Me llegué hasta el parapeto. Ningún bote, ninguna barca. Me volví hacia la isla y, de nuevo, oí la carcajada a mis espaldas. Un poco más lejos, como si fuera descendiendo por el río. Me quedé allí clavado, inmóvil. La risa iba disminuyendo de punto, pero la oía aún distintamente detrás de mí y no podía venir de otra parte sino de las aguas. Al mismo tiempo sentía los latidos precipitados de mi corazón. Entiéndame bien; aquella risa nada tenía de misterioso. Era una risa franca, natural, amistosa, lo cual volvía a poner las cosas en su lugar. Al cabo de un rato ya no oía nada más. Retorné a los muelles, tomé por la calle Dauphine, compré cigarrillos que no necesitaba. Me sentía aturdido, respiraba con dificultad. Esa noche llamé a un amigo, que no estaba en su casa.

Vacilaba en salir, cuando de pronto oí una carcajada bajo mis ventanas. Abrí. En la acera vi, en efecto, a unos jóvenes que se separaban alegremente. Torné a cerrar las ventanas encogiéndome de hombros. Después de todo, tenía que estudiar un expediente. Fui al cuarto de baño para beber un vaso de agua. Mi imagen sonreía en el espejo, pero me pareció que aquella sonrisa era doble…

¿Cómo? Perdóneme usted, estaba pensando en otra cosa. Mañana probablemente vuelva a verlo. Mañana, sí, eso es. No, no. No puedo quedarme por más tiempo. Además, aquel oso pardo que usted ve allí me llama para una consulta. Sin duda es un hombre honrado a quien la policía acosa injustamente y por pura perversidad. ¿Le parece a usted que tiene la cara de asesino? Tenga la seguridad de que es la cara del empleo. También roba, y usted se sorprenderá al saber que ese hombre de las cavernas se especializó en el tráfico dé cuadros. En Holanda todo el mundo es especialista en pinturas y en tulipanes. Éste, con su aire modesto, es el autor del más célebre de los robos de cuadros. ¿Cuál? Acaso se lo diga. No se sorprenda usted por mi saber.

Aunque soy juez penitente, tengo aquí un violín de Ingres: soy el consejero jurídico de esta buena gente. Estudié las leyes del país y me hice de una clientela en este barrio, en el que no le exigen a uno diploma. No era cosa fácil, pero inspiro confianza, ¿no le parece? Tengo una hermosa risa, franca; mi apretón de manos es enérgico. Ésos son mis triunfos. Además, puse en orden ciertos casos difíciles. Primero por interés y luego también por convicción. Si los rufianes y los ladrones estuvieran siempre y en todas partes condenados, las gentes honradas se creerían todas y sin cesar inocentes, querido señor. Y a mi juicio —¡aquí, aquí es donde quería llegar!— es eso, sobre todo, lo que hay que evitar. De otra manera habría de qué reírse.

Verdaderamente, querido compatriota, le estoy reconocido por su curiosidad. Sin embargo, mi historia no es nada extraordinaria. Ha de saber usted, puesto que la cosa le interesa, que pensé un poco en aquella carcajada durante algunos días y que luego la olvidé. De cuando en cuando me parecía escucharla en alguna parte de mí mismo; pero casi siempre pensaba sin esfuerzo en cualquier cosa.

He de reconocer, con todo, que ya no puse los pies en los muelles de París. Cuando pasaba por allí en coche ó en automóvil, en mi interior se producía una especie de silencio. Creo que esperaba algo. Pero atravesaba el Sena, no ocurría nada y entonces respiraba. En aquellos momentos me sobrevenían también ciertas debilidades. Nada preciso. Una especie de abatimiento, si usted quiere. Una especie de dificultad para volver a adquirir mi buen humor. Vi a algunos médicos, que me dieron estimulantes. Me reanimaba un poco y luego volvía a caer en mi abatimiento. La vida se me hacía menos fácil: cuando el cuerpo está triste, el corazón languidece.

Me parecía que iba olvidando en parte aquello que nunca habla aprendido y que, sin embargo, sabía hacer tan bien, quiero decir, vivir. Sí, creo que fue entonces cuando comenzó todo.

Pero esta noche tampoco me siento muy bien. Hasta me cuesta trabajo formar las frases.

Me parece que hablo menos bien y que mi discurso es menos seguro. Probablemente se deba al tiempo. Se respira con dificultad. El aire está tan pesado que oprime el pecho. ¿Tendría usted inconveniente, querido compatriota, en que saliéramos a caminar un poco por la ciudad? Gracias.

¡Qué hermosos' son los canales por la noche! Me gusta el aliento de las aguas estancadas, el olor de las hojas muertas que se pudren en el canal y ese otro olor, fúnebre, que sube desde las barcas cargadas de flores. No, no, este gusto mío nada tiene de morboso, créame. Por el contrario, en mí es deliberado. Lo cierto es que me esfuerzo por admirar estos canales. Lo que más me gusta en el mundo es Sicilia. Ya ve usted. Y sobre todo apreciarla desde lo alto del Etna, en medio de la luz, con la condición de dominar la isla y el mar. Java también me gusta, pero en la época de los alisios. Sí, estuve allí en mi juventud. En general me gustan todas las islas. En ellas es más fácil reinar.

Casa deliciosa, ¿no? Las dos cabezas que ve usted allí son de esclavos negros. Se trata de un anuncio. La casa pertenecía a un vendedor de esclavos. ¡Ah!, en aquellos tiempos nadie escondía su juego. Tenían estómago, decían: "Vaya, tengo riquezas, trafico con esclavos, vendido carne negra." ¿Se imagina usted hoy a alguien que hiciera conocer así públicamente que ése es su oficio? ¡Qué escándalo! Ya me parece oír a mis conciudadanos parisienses; es que ellos son irreductibles en este punto. No vacilarían en lanzar dos o tres manifiestos; y tal vez más. Y, pensándolo bien, yo agregaría mi firma a las de ellos. La esclavitud, ¡ah! Pero no; estamos contra ella. Que nos veamos obligados a instalarla en nuestra casa o en las fábricas, pase. Eso está en el orden de las cosas. ¡Pero, vanagloriarse de ello es el colmo!

Ya sé que no podemos prescindir de dominar o de que nos sirvan. Cada ser humano tiene necesidad de esclavos como el aire puro. Mandar es respirar. ¿También usted es de la misma opinión? Y hasta los más desheredados consiguen respirar. El último en la escala social tiene todavía a su cónyuge o a su hijo; si es soltero, a un perro. En suma, que lo esencial es poder enojarse sin que el otro tenga derecho a responder. "No se le responde al padre." ¿Conoce usted la fórmula? En cierto sentido es bien singular, porque, ¿a quién habíamos de responder en este mundo, sino a los que amamos? Pero, en otro sentido, es convincente. Alguien tiene que tener, al fin de cuentas, la última palabra. Porque a toda razón puede oponérsele otra, y así no se terminaría nunca. El poder, en cambio, lo decide todo terminantemente. Hemos tardado, pero al fin lo comprendimos. Por ejemplo, y usted debe de haberlo notado, nuestra vieja Europa filosofa por fin corno es debido. Ya no decimos, como en épocas ingenuas: "Yo pienso así, ¿cuáles son sus objeciones?" Ahora hemos adquirido lucidez; reemplazamos el diálogo por el comunicado.

"Nosotros decirnos que ésta es la verdad. Vosotros siempre podréis discutirla. Eso no nos interesa.

Pero, dentro de ayunos años, la policía os mostrará que yo tengo razón."

¡Ah, querido planeta! Ahora todo es claro en él. Nos conocemos. Sabemos de qué somos capaces. Vea, yo, para cambiar de ejemplo, ya que no de tema, siempre quise que me sirvieran con una sonrisa. Si la criada tenía aire triste, me envenenaba el día. Desde luego que ella tenía derecho a no estar alegre; pero yo me decía que era mejor para ella que me sirviera sonriendo y no llorando. En rigor de verdad, era mejor para mí. Sin embargo, sin ser glorioso, mi razonamiento no era del todo tonto. Análogamente, siempre me resistía a comer en restaurantes chinos. ¿Por qué? Porque los asiáticos, cuando permanecen callados y están ante blancos, tienen a menudo aire despectivo. ¡Desde luego que cuando sirven conservan ese aire! ¿Cómo podemos entonces gozar de un pollo a la china y, sobre todo, cómo podemos pensar, mirándolos, que tenemos razón?

Dicho sea entre nosotros, la servidumbre, y de preferencia sonriente, es, pues, inevitable.

Pero no debemos reconocerlo. ¿No es mejor que aquel que no puede prescindir de tener esclavos, los llame hombres libres? Primero, por una cuestión de principios, y luego para no desesperarlos. Les debemos esta compensación, ¿no le parece? Así ellos continuarán sonriendo y nosotros conservaremos nuestra tranquilidad de conciencia. Si no fuera de este modo, nos veríamos obligados a volvernos sobre nosotros mismos, enloqueceríamos de dolor, y hasta nos haríamos modestos. Cualquier cosa puede temerse. Por lo demás, ningún anuncio comercial.

Éste de aquí, por ejemplo, es escandaloso. ¡Si todo el mundo se sentara a la mesa en el lugar que le corresponde, si revelara su verdadero oficio y su identidad, ya no sabríamos dónde poner la cara! Imagine usted tarjetas de visita como éstas: "Dupont, filósofo timorato o propietario cristiano, o humanista adúltero." Hay verdaderamente para elegir. ¡Pero eso sería el infierno! Sí, el infierno debe ser así: calles con letreros y ningún medio para explicarse. Queda uno clasificado de una vez por todas.

Por ejemplo usted, mi querido compatriota, piense en cuál podría ser su cartel. ¿Se calla usted? Vamos, ya me responderá después. En todo caso, yo sé cuál es el mío: un rostro doble, un encantador Jano, y por encima de él la divisa de la casa: "No os fiéis." En mis tarjetas se leería:

"Jean-Baptiste Clamence, comediante." Mire usted, poco después del atardecer de que le hablé, descubrí algo. Cuando abandonaba a un ciego en la acera a la cual lo había ayudado allegar, lo saludaba. Evidentemente, ese sombrerazo no estaba destinado a él, puesto que no podía verlo.

¿A quién, pues, se dirigía? Al público. Después de desempeñar el papel, vienen los saludos. No está mal, ¿eh? Otro día, por la misma época, a un automovilista que me agradecía por haberlo ayudado, le respondí que nadie habría hecho tanto como yo. Desde luego que quería decirle que cualquiera lo habría hecho. Pero ese desdichado lapsus se me quedó en el corazón. En punto a modestia, yo era realmente imbatible.

Debo reconocerlo humildemente, querido compatriota: siempre reventé de vanidad. Yo, yo, yo; ése era el estribillo de mi cara vida. Estribillo que se extendía a todo cuanto decía. Nunca pude hablar sin vanagloriarme. Sobre todo si lo hacía con esa estrepitosa discreción cuyo secreto yo poseía. Verdad es que siempre viví como hombre libre y poderoso. Sencillamente me sentía liberado con respecto a todos, por la excelente razón de que no reconocía ningún igual mío.

Siempre me estimé más inteligente que todo el mundo, ya se lo dije, pero también más sensible y más hábil, tirador excelente, conductor incomparable, mejor amante. Hasta en aquellos terrenos en que me resultaba fácil verificar mi inferioridad, como en el tenis, por ejemplo, juego en el que yo no era sino un contendiente mediocre, me era difícil no creer que, si tuviera tiempo de entrenarme, estaría entre los campeones. En mí no admitía sino superioridades, lo cual explicaba mi benevolencia y serenidad. Cuando me ocupaba de los demás, lo hacía por pura condescendencia, con toda libertad, y el mérito era todo mío: subía en un grado el amor que sentía por mí mismo.

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